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Tangerine Dream: 50 años de los pioneros de la música electrónica que se convirtieron en empresa

Hace años, adolescentes y jóvenes leían libros de Frank Herbert (Dune) o Philip K. Dick (Ubik) mientras escuchaban las sinfonías electrónicas de Tangerine Dream, Jean Michael Jarre (Oxygène) o Vangelis (Blade runner). Encarnaban la vertiente cósmico-futurista de esa música progresiva que también defendían los más populares Pink Floyd (Dark side of the moon).

Tangerine Dream se fundó en 1967. Eran tiempos de ambición en parte de la música popular: el Pet Sounds de The Beach Boysm el Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band de The Beatles... El guitarrista Edgar Froese fundaría su grupo en pleno estallido de una variopinta escena musical alemana. Bajo una etiqueta basada en la nacionalidad, krautrock, se agruparían propuestas tan diferentes como las de Can, Kraftwerk o Klaus Schulze: del rock experimental a unas solemnes introspecciones electrónicas, pasando por el techno maquinal.

De entre estos artistas alemanes, Tangerine Dream destacó por llevar la música electrónica al gran público. En este aspecto, fue un grupo pionero, aunque otros autores habían comenzado a experimentar con los sonidos sintéticos en décadas anteriores. Entre ellos, compositores de vanguardia como Olivier Messiaen o Karlheinz Stockhausen.

Tangerine Dream, por su parte, empezaron a establecer un sonido propio dentro de la música cósmica, con elepés como el muy oscuro y arisco Zeit, o el más colorista Alpha centauri. Con su paso al sello discográfico Virgin, el grupo sonaría más accesible. Llegarían algunos de los discos más famosos del grupo, como Phaedra o Ricochet, una de las más acogedoras puertas de entrada a esa etapa: ciertos toques de prog-rock psicodélico, secuencias rítmicas cibernéticas y algunos buenos detalles melódicos.

El éxito y el viaje a Hollywood

Durante esos años, Tangerine Dream se mantuvo como un trío con dos elementos constantes (Froese y Chris Franke) y un tercer miembro variable. Por el camino, el grupo fue cambiando. Las piezas largas, de quince o veinte minutos de duración, empezaron a ser sustituidas por temas más breves. La tecnología analógica fue reemplazada por los sintetizadores digitales. Y la música del grupo perdió buena parte del misterio algo fantasmagórico de obras como Atem o Rubycon.

Quizá ese nuevo sonido menos arriesgado que en los primeros álbumes, menos abstracto que en los inicios de la era Virgin, facilitó su introducción en Hollywood. El grupo musicó decenas de películas. Entre ellas, un exitazo como Risky business o dos thrillers con sello autoral como Ladrón (de Michael Mann) o Carga maldita (del William Friedkin de El exorcista y French connection). No faltaron los filmes de fantasía y terror (Ojos de fuego, Los viajeros de la noche o 70 minutos para huir) e incluso una serie de televisión (El halcón callejero, una versión a dos ruedas de El coche fantástico).

El grupo dejó su huella en el cine eighties. Como muestra, un hecho: varios de sus temas suenan en esa coctelera de referencias pop y añoranzas que es Stranger things. El mismo tema musical de la serie recordaba bastante a las bandas sonoras firmadas por el grupo. Para cerrar el círculo de la nostalgia que se retroalimenta, Tangerine Dream hizo un par de versiones del tema, entre ellas, esta.

El grupo deviene empresa

Llegada la década de los noventa, Tangerine Dream iba languideciendo. Cada vez estaba más encasillado en el ámbito de la música new age (en la primera mitad de los noventa, recibió siete nominaciones a los Grammy en esta categoría). La columna vertebral electrónica se reforzaba con saxos y guitarras eléctricas, pero se trataba de un barniz que les acercaba al rock de radiofórmula. Edgar Froese aparecía como el motor creativo casi único, con un peso creciente de su hijo Jerome.

Parecía que Tangerine Dream sería una dinastía hereditaria, pero Jerome Froese abandonó la formación a mediados de la década pasada. En lo que sí se convirtió Tangerine Dream fue en una empresa controlada por su líder. Y apostaba por satisfacer las demandas de sus clientes con una oferta incesante de discos autopublicados. Los lanzamientos se sucedían a un ritmo frenético, tanto de material original como de conciertos o de material previamente deshechado. Incluso se publicaron controvertidas reinterpretaciones de discos clásicos (Phaedra 2005, Tangram 2008, Hyperborea 2008).

El grueso de las propuestas se basaba en unos patrones melódicos y rítmicos sobreexplotados. Incluso los elepés mejor recibidos, como Mars Polaris, acostumbraban a generar más condescendencia que entusiasmo. Encerrado en un nicho de mercado específico y en la autoreferencialidad creativa, el grupo desapareció del mainstream. Asentado en unas coordenadas musicales concretas, solo experimentaba con pequeñas alteraciones: en la pentalogía Dream mixes, los Froese aumentaron el peso de los beats; en The seven letters from Tibet, se minimizaba el factor rítmico en beneficio de un ambient algo relamido.

Para algunos de los aficionados que todavía seguían al grupo, a menudo desde una decepción crónica, la llegada del músico Thorsten Quaeschning contribuyó a mejorar el panorama. Obras como Finnegans wake parecían incorporar más ideas y algo más de intensidad. Y, en este proceso de rehabilitación de la empresa, llegó el fallecimiento del fundador Edgar Froese, acontecido en enero de 2015.

Un continuismo (quizá) revitalizado

El mismo Jerome Froese declaró que su padre era Tangerine Dream y que con él moría el grupo. Algunos fans se mostraron críticos y otros, indignados por la supervivencia del proyecto sin su fundador ni el aval de algún miembro histórico. Un intento de trabajo conjuntamente con Peter Baumann, integrante del grupo entre 1971 y 1977, acabó en una separación amistosa

Aún así, con el visto bueno de la artista Bianca Froese-Acquaye (la viuda del fundador), la marca sigue adelante. Y lo hace con los tres supervivientes de la formación que Froese presentó apenas dos meses antes su muerte: el mencionado Quaeschning, la violinista Hoshiko Yamane (colaborador puntual en anteriores ocasiones) y el nuevo fichaje Ulrich Schnauss.

El nuevo trío ha retirado el pie del acelerador de la sobreproducción, pero aún así ha sido bastante productivo. Desde 2015, ha editado un disco en concierto y dos EP que enviaban señales de una posible revitalización desde la reverencia por el pasado: Quantum key y Particles. Ahora, para celebrar el cincuenta aniversario de la fundación, llega el primer LP del nuevo trío, Quantum gate.

Los guiños a temas preexistentes forman parte, al menos de momento, de su manera de crear. Tear down the grey skies, por ejemplo, puede remitir al Vangelis de Blade runner pero inmediatamente incorpora motivos sonoros que recuerdan al Tangerine Dream de mediados de los setenta. Por ello, el nuevo trío puede llegar a parecer una variante especialmente creativa de una banda de versiones. Aunque quizá no sea capaz de descubrirnos nuevos mundos a causa de un talante algo conservador que se aleja del espíritu aventurero de los primeros álbumes, ofrece una apuesta solvente que puede reenganchar a más de un seguidor previamente desengañado.