¿Quién no habría querido vivir en el Madrid de Javier Marías?
Yo creo que el éxito de Javier Marías a partir de los noventa, al menos en España, se debió en parte a que sus libros pertrecharon con una ética y una estética a una joven burguesía urbana e ilustrada que medraba y cogía confianza. Y que encontró en sus elegantes novelas lo que necesitaba: un espejo igualmente joven y favorecedor. Sus personajes vestían bien, discurrían mejor, tenían trabajos (y les pasaban cosas) interesantes, que a ratos rozaban lo excitantemente sórdido o peligroso. Hablaban idiomas, viajaban a sus anchas por las capitales europeas y por la de un país que se había sacudido la caspa y ya no era la eterna España Negra.
Hay artistas que tienen la oportunidad y el don (o el don de la oportunidad) para describir y crear a la vez un grupo social. Lo dotan de una imagen estilizada y aspiracional que sirve luego de contraseña entre sus miembros. Woody Allen se inspiró en los burgueses intelectuales del Upper West Side neoyorquino tanto como se los inventó. Coderch construyó las casas que dieron techo común y estilo de vida compartido a la burguesía ilustrada catalana. Marías permitió a la burguesía culta y progresista madrileña (menos visible y vendible que la barcelonesa, pero que haberla, hayla) palparse y reconocerse como clase en sus novelas. ¿Quién no habría querido vivir en una casa de Coderch, en una peli de Woody Allen, en una novela de Marías?
O ya puestos, y en el caso de los madrileños, ¿quién no habría querido vivir en el Madrid de Marías? Era un Madrid acomodado y discreto, educado, de profesiones liberales y abolengo republicano, que miraba con desprecio los excesos horteras de banqueros y advenedizos de los pelotazos noventeros (aunque no dejase de beneficiarse oblicuamente de ellos). Sus localizaciones eran siempre impecables y de buen tono, refinadas sin esfuerzo: las cenas en La Ancha, las copas en el Bar Hispano, las pernoctas en el Wellington, los paseos por el parque de Berlín. Y los pisos y casas por Almagro y El Viso, que uno intuía bien puestos: con muebles de Tiempos Modernos o por lo menos de La Oca, con vestidos de Sybilla en sus vestidores, probablemente con algún libro de Marías en sus mesillas de noche. Los personajes de sus novelas seguramente le leían, y uno al leerlas se volvía también un poco personaje de Marías.
Yo nací un año después de muerto Franco. Si sirvo como caso-tipo de lector de mi quinta, leí a Marías hacia los veinte y caí rendido y deslumbrado. Le hacía cosas inauditas al español, le daba una textura y un alcance nuevos, construía con él una voz y un mundo muy personal y a la vez capaz de interpelar a muchos. Los ejemplos son sabidos: el arranque de Corazón tan blanco es de los más poderosos de la literatura española; escenas como la de la muerte súbita en Mañana en la batalla piensa en mí se recuerdan para siempre como si le hubiesen pasado a uno mismo; la brillantez de las semblanzas literarias de Miramientos sigue brillando (acabo de comprobarlo por si acaso). Se me ocurre Álvaro Pombo como ejemplo de otro escritor que en ese momento luciese un brío y un pulso parecidos.
Con los años ese mundo se fue volviendo más autorreferencial y obsesivo, o quizá yo más impaciente y revirado: se me fueron quitando las ganas de leerle. No sé si seré el único lector suyo que se dio por vencido sin luchar ante los volúmenes sucesivos de Tu rostro mañana, o que leyó y luego olvidó totalmente Los enamoramientos y Berta Isla. El Reino y la Corte de Redonda se volvió una broma demasiado larga, y hasta el placer perverso de buscar su jeremiada dominical perdió la gracia.
Noto que los colegas de mi edad, a pesar de todo, lo mencionamos quizá con más aprecio y respeto que los que tienen diez o quince años menos. Uno recuerda siempre con cariño a los autores de los primeros deslumbramientos como lector adulto, quizá en una transferencia de la nostalgia por esa edad. Me parece que los más jóvenes conocieron sobre todo al personaje periodístico y al académico displicente, con muy poca sintonía con su manera de ver el mundo. Han leído (si las han leído) con poco entusiasmo y bastante incomprensión sus novelas. Quizá, volviendo al principio, porque esas novelas reflejan una clase y un mundo y una ilusión de seguridad noventeros que se desvaneció a la fuerza en los dosmiles, que los de mi quinta aún pillamos por los pelos pero que no se parece en nada al mundo en que ellos han tenido que foguearse. Creo que les parece un escritor de época, y eso es a la vez injusto e irremediable. Lástima que se pierdan lo que en sus novelas trasciende esa época: el tono, la inteligencia, la ductilidad de su prosa que tan excitantes resultaron entonces.
Desde mi casa, en Madrid, se ve el tejado del edificio donde estaba la suya. La luz de su balcón se quedaba encendida todas las noches, y al pasar se alcanzaba a ver el estante más alto de su biblioteca. Yo siempre miraba hacia arriba: Marías velaba y trabajaba, y ya no me acuerdo quién me contó que en broma la llamaban “la lucecita de El Pardo”. A veces, volviendo de fiesta a horas intempestivas, esa luz me hacía sentir algo culpable y a la vez me consolaba. Era un consuelo algo novelero, desde luego, pero suelen serlo las ficciones que mejor nos acompañan: él mismo lo diría. Al pasar bajo sus balcones por la noche echaré en falta la luz y la compañía.
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