Las editoriales musicales están ahí aunque no las veas. Respiran agazapadas detrás de cada canción y a veces son tan evidentes que pasan desapercibidas. Como en la letra E del acrónimo SGAE, que no alude a que los autores sean españoles, sino a que dentro de la misma entidad de gestión de derechos hay socios y socias autorales, y otros que no lo son, que ni siquiera son personas, sino empresas con las que los artistas firman contratos para que defiendan sus intereses.
La moneda con la que los artistas pagan a estas empresas es quizá lo único que tienen: la promesa de que su canción podría generar dinero. Las editoriales se convierten en titulares de un porcentaje de los derechos de autor de cada canción, como si la hubieran compuesto a medias con el músico, que la Ley de Propiedad Intelectual fija en un máximo del 50% (33% para las obras de música sinfónica). Pero la ley elude fijar otros límites, como la duración del contrato. Sin ese máximo, los derechos se ceden de por vida y más allá, hasta su extinción cuando pasan al dominio público, 70 años después de la muerte del autor.
No es obligatorio firmar un contrato editorial pero sí es lo habitual. Desisten de hacerlo aquellos autores que desean mantener íntegra su independencia, bien por una posición política que les hace mantenerse al margen de los mecanismos de la industria o bien por todo lo contrario: venden tanto que les compensa crear su propia empresa editorial para gestionar sus propios derechos.
Incluso Vetusta Morla, un grupo bien conocido por defender su independencia y no haber firmado un contrato discográfico, sí tiene un contrato editorial con una multinacional: Warner Chappell Music Spain. Efectivamente, que el nombre de esa empresa se parezca tanto al de la multinacional del disco Warner Music Spain no es una coincidencia: los dueños son los mismos.
A nivel mundial, Warner es la tercera editorial por cuota de mercado, con un 12,3% según los datos de 2018 de la Federación Internacional de la Industria Fonográfica. Sony es la que domina el mercado (26%), seguida por Universal Music Publishing (20,2%). Y sí, en esos otros dos casos también encontramos a las otras dos grandes multinacionales del disco con sus divisiones editoriales.
Cuando una discográfica quiere fichar a un artista, lo habitual es que le ponga por delante un contrato que le obligue a ceder una parte de sus derechos a su propia editorial. Como decíamos antes, no es obligatorio ceder derechos, pero esta es una manera de forzarlo. El porcentaje restante del mercado se lo lleva el grupo de las editoriales independientes, que representan un 41,4%.
Que un artista sea “forzado” a firmar su contrato editorial con el mismo grupo de su discográfica “no es del todo ético”, opina David Little, músico y autor del libro Cómo ganarse la vida con la música (Ma Non Troppo / Robinbook, 2016). “El negocio editorial y discográfico deben funcionar de forma autónoma”, dice.
“Casi todo el pastel se lo quedan los mismos grupos multinacionales y esto siempre puede parecer sospechoso. Más teniendo en cuenta que las editoriales no se suelen hacer notar, no suelen explicar en qué consiste su trabajo y son las grandes desconocidas de la industria”, añade.
Que las discográficas posean editoriales es útil para agilizar los trámites a la hora de vender sincronizaciones (la aparición de canciones en películas o series), o sacar rentabilidad al repertorio de sus artistas en la publicidad o en televisión, ya que no hay que recabar por diferentes empresas los diferentes derechos asociados a una obra.
“La crisis en el mundo de la música llevó a la aparición de los famosos contratos 360”, explica el también músico y profesor en la Universidad Europea de Madrid José Sánchez-Sanz, “es decir, que la misma discográfica te lleva la publicación del disco, la editorial, la promo, el booking y el merchandising, como si se tratara de un trust empresarial. Las ventas de discos bajan y se necesita seguir ganando dinero al mismo nivel. Es la famosa ley del mercado, que representa el ganar el máximo margen de beneficios a costa de lo que sea, en este caso sería a costa del trabajo de autoras y autores”.
“Si una editorial musical proporciona al autor las herramientas suficientes para desarrollar su carrera, paga parte de su formación, le ayuda a grabar y empaquetar sus obras de manera adecuada, se esfuerza por dar salida a sus canciones en los diferentes repertorios... Básicamente si hacen bien su maldito trabajo, considero que es justo que se lleven un porcentaje”, explica David Little.
“Si resulta que ese autor es primerizo y está dando sus primeros pasos, tampoco me parece mal que la editorial se lleve un porcentaje cercano al máximo permitido”, aunque considera que habría que limitar la duración a tres años. “Uno de los grandes problemas en este país —aporta José Sánchez-Sanz— es que la Ley de Propiedad Intelectual no regula la duración de los contratos editoriales a un máximo, así como sucede con la edición de libros o en las obras musicales sinfónicas, sin ir más lejos, de lo que se deriva la situación de que los contratos editoriales puedan durar hasta que la obra llegue a dominio público, cosa que es un absoluto exceso”.
“Las editoriales son necesarias dentro de la industria musical” afirma Sánchez-Sanz, “ya que cumplen una serie de funciones como la defensa de derechos, la promoción del repertorio o ser una referencia para negociación, que si el autor o la autora tuviesen que llevarlas a cabo perderían mucho tiempo, aparte de que precisan de unos conocimientos que muchas autoras y autores no tenemos”.
Según Sánchez-Sanz “es una herramienta para las y los artistas, como dentro del entorno de la música pueden ser un manager, una persona de prensa o un sello discográfico. En el caso de las editoriales es más un punto de apoyo y de referencia y lo que hay que tener claro es que están al servicio de las y los artistas, no al contrario”, dice. Y añade que “en la mayor parte de los casos, las y los artistas no quedan contentos y tienen que conformarse con la opción menos mala que siempre va a beneficiar a la editorial”.
Lo que esconde la E de la SGAE
A 31 de diciembre de 2018, la SGAE contaba con 127.122 socios directos. Estos se dividen en tres tipos: autores (91%), herederos de autores (6,5%) y editores musicales: 2.462, que representa un 1,9% del conjunto de socios. Pero en la sociedad de gestión de derechos, cada socio no tiene un voto, sino que se utiliza un sistema de voto ponderado, lo cual otorga más votos a quienes más recaudan.
Una canción de éxito como Malamente compuesta por Rosalía, El Guincho y Antón Álvarez, reparte a Warner Chappell, Universal y Rico Publishing, una nueva editorial creada por El Guincho para gestionar derechos propios y de otros, la cual tiene un acuerdo con Warner Chappell. El mal querer lo ha publicado Sony, pero en este caso no es su editorial quien gana dinero por los derechos, sino Universal, cuya discográfica publicó el anterior disco de Rosalía, Los Ángeles. Para saber con quién comparten a quién ceden los autores sus derechos, se puede consultar la web de la SGAE.
La SGAE se divide en cuatro colegios y estos están representados en los 35 componentes de la Junta Directiva. El Colegio Editorial aporta cuatro miembros y una vicepresidencia a la Junta, pero está presente también en el órgano que realiza la administración permanente y ejecutiva (el Consejo de Dirección, donde tienen tres miembros) y grupos de trabajo.
Los votos que se confieren para elegir a estas personas se dividen en temporales y permanentes. Para los primeros, se tiene en cuenta la recaudación bruta anual obtenida por sus canciones el año anterior y para los segundos, los cinco años anteriores. Los herederos y los editores necesitan recaudar más dinero para conseguir el mismo número de votos que los autores. Un ejemplo: un autor necesita haber recaudado el año anterior más de 30.706 euros para conseguir 10 votos temporales, mientras que una editorial necesita más de 164.583 euros. A esos hay que sumar los permanentes, que dependen del tipo de obra y del tipo de derecho (reproducción, comunicación…).
Por elegir uno de los casos: una editorial gana un voto permanente extra por cada 76.364 euros generados por obras audiovisuales comunicadas públicamente (un videoclip en televisión, por poner un ejemplo). No obstante, como las tres grandes multinacionales reciben dinero de tantos autores, la cantidad de votos que consiguen es muy alta. Los votos dan la decisión sobre quién presidirá la SGAE, con qué proyecto y con qué intereses.
Hecha la ley, hecha la trampa. Al calor de este sistema, se generó en la entidad una perversión presumiblemente delictiva denominada 'la rueda' por la que algunos autores se habrían enriquecido de manera ilegítima pactando con las televisiones —las cuales también habían creado sus propias editoriales— la emisión de música de esos autores en la franja nocturna.
“La SGAE se funda con el apoyo de los editores porque estos no existirían sin autoras y autores, pero actualmente ha habido bastantes situaciones que han roto con este espíritu inicial”, analiza José Sánchez-Sanz. “Este dominio ha sido ejercido con cierta soberbia —continúa— mediante el voto ponderado, del que actualmente se ha descubierto su posibilidad de pervertir gracias a 'la rueda', pero que ha resultado ser un síntoma, más agravado en esta crisis, de algo que ya se llevaba haciendo tiempo atrás. La capacidad de las grandes editoriales y sus filiales de volcar una votación, ya sea por los votos del colegio propio o por los de los artistas más punteros de su catálogo, ha sido capital en el desarrollo de la entidad hasta hace bastante poco”.
En realidad, remarca Sánchez-Sanz, tanto en el caso de la ventaja de los editores sobre los autores, como en el caso de 'la rueda', se trata de sacar partido de un mismo sistema, el del voto ponderado, que está muy criticado. Los últimos estatutos aprobados en enero han realizado un cambio, otorgando a cualquier autor con recaudación al menos un voto, pero eso no altera los términos de la partida a nivel general.
La posibilidad de un esquema de un socio, un voto, está totalmente descartada en la SGAE. Estamos ante un “enfrentamiento de intereses tras el que se ocultan grandes empresas como multinacionales de la música y emporios televisivos, en el que autoras y autores poco podemos decir”, recalca el músico.
Una de las imputaciones más sonoras en el caso de ‘la rueda’ ha sido la de N. B. R., directiva de Atresmedia. Las televisiones y los grandes grupos también han creado sus editoriales para disfrutar de un retorno por el dinero que tienen que pagar a la Sgae por el uso de su repertorio. Atresmedia tiene Irradia, su editorial de gestión de derechos musicales, que se nutre de los artistas que graban para el sello Atresmúsica. De igual manera, Telefónica también tiene la suya, de nombre Editorial Musical de Movistar, que tiene un acuerdo con la multinacional Peermusic.
Debido a que las grandes editoriales son también discográficas, y por tanto los empleadores, en cierto sentido, de los músicos, algunos autores y activistas han resaltado la contradicción de que ambos estén representados por la misma entidad denominándola, con ironía, “sindicato vertical”.
“En mi opinión es algo que va contra natura —dice David Little—, es como tener al patrón y al obrero representados por la misma organización. No están en una situación de igualdad. Podría argumentarse que al tenerlos en la misma entidad se facilita la gestión, y sin duda esto facilita las cosas a la hora del reparto final. Pero no me cuadra. Si los artistas tienen a AIE (Artistas, Intérpretes y Ejecutantes) y los productores fonográficos tienen AGEDI, ¿por qué ha de ser diferente en el caso de los autores?”. En el caso de AGEDI y AIE tienen una oficina de recaudación conjunta pero son dos entidades separadas.
Un matrimonio extraño
“Según la ley de Propiedad Intelectual solo pueden ser autoras o autores personas naturales. Y una entidad de gestión colectiva que debe recaudar y repartir las remuneraciones provenientes de los derechos de explotación de una forma justa, debe estar representada en asamblea por personas físicas y no por personas en representación de personas jurídicas como sucede en el caso de las editoriales”, explica Sánchez-Sanz.
“Existe un sector dentro de la SGAE que opina que las editoriales, al firmar contratos en los que autoras y autores les ceden derechos, son cesionarias, por lo que no deberían tener voto en las asambleas. Las editoriales, durante muchos años, han puesto sus intereses empresariales (y en ello se incluye las y los artistas de su repertorio) por delante de los intereses generales de autoras y autores y esto no puede ser así”, reflexiona. “Curiosamente, una entidad como la AIE tiene un nivel de conflicto bajísimo gracias en parte a la ausencia de intereses editoriales en su seno”.
Antes de la última asamblea, Warner Chappell y sus 200 autores amenazaron con irse el pasado mes de octubre, recomendando a otros autores que también emprendieran el éxodo, como protesta ante la gestión de una junta dominada por los intereses de las editoriales de las televisiones.
“El primer paso fue cuando la candidatura más afín al sector vinculado a las editoriales grandes, se retiró en las últimas elecciones por la negativa de la presidencia de entonces a dar la posibilidad de voto electrónico. El resultado fue una junta actual con un Colegio de Pequeño Derecho [el de los músicos] lleno de personas que de una forma o de otra se han lucrado con el horario nocturno en televisión”, recuerda Sánchez-Sanz.
“La marcha se planteó como una puerta abierta a una nueva entidad de gestión en la que se recaude de una forma justa y equilibrada, no favoreciendo a un sector muy pequeño que es lo que sucede actualmente y quedó patente en el reparto de votos de la junta. La balanza quedó volcada de una forma excesiva a autoras y autores participantes en la programación de música en horario nocturno en las televisiones”, explica. “Hasta ahí todo bien, pidieron la salida de la entidad. El problema es que ese proyecto de nueva entidad de gestión no se llevó a cabo, a pesar de que la prensa insistía mucho en su factibilidad. Ahora han vuelto y han apoyado los estatutos en la última asamblea, cosa que ha tranquilizado las aguas en la SGAE”.
Las editoriales que participan en la actual Junta Directiva de la SGAE, presidida por Pilar Jurado, no son las majors, sino editoriales del entorno sinfónico y de partituras, como es Arambol, representada por la periodista de Radio Nacional Laura Prieto Guijarro, que además es vicepresidenta de la SGAE; Alabama Music Business (Javier Briongos, también en Unión Musical de Editores, filial de la británica Wise Music Group y que anteriormente había trabajado en Warner y EMI) y El Retiro Ediciones Musicales (el músico, productor y participante en La Voz Senior, Gonzalo Fernández Benavides).
El Colegio Editorial podría haber tenido hasta ocho representantes en la Junta Directiva pero no se presentaron más candidaturas. Además, el dramaturgo Clifton J. Williams, persona de confianza de la presidenta Pilar Jurado, era el propietario de Alabama Music Business, una empresa de la que se deshizo por incompatibilidad cuando fue nombrado por la anterior Junta Directiva, presidida por Hevia, dirección de Reclamaciones y Control de Procesos. A ese cargo le ha sumado el de Coordinador de Back-Office, ambos nombramientos no exentos de polémica, bien por su remuneración o bien por las posibles incompatibilidades. Aunque pertenecía al equipo de Hevia, fue Williams quien presentó una moción de censura contra él, llevando a Pilar Jurado a la presidencia de la entidad.