Queridos papás

16 de agosto de 2023 23:15 h

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Valencia, 23 de enero de 1946. Queridos papás, hermanos y sobrinito, punto. Enrique levanta la pluma. Hace frío. Aquí siempre hace frío los días de invierno. La humedad, las corrientes de aire, el hambre que todo lo malo acentúa. Y ese refrán: San Miguel de los Reyes, patio de las tres palmeras, donde se mueren los hombres de sentimiento y de pena. Él no. Todavía no muere de pena. De momento pasa los días encerrado en una cárcel hecha entera de piedra. Recluido tras unos muros de cuatro siglos a los que cerca una huerta parduzca y cubre un inmenso azul, un cielo alto moteado de aves libres en su migración. Él también migraba cuando perdió la libertad. Cayó cautivo en la emboscada. Sus pájaros anidaban en esa cabeza rotunda de pelo negro y tez cetrina. Una cara bella, bellísima, remate perfecto para un cuerpo alto y fornido. La expresión iluminada en el rostro. Un semblante alargado que irradia fuerza, que centellea, que desprende el carisma de los veintitantos hasta en los trances más difíciles. Un guerrillero de postal. Entonces, cuando cayó cautivo y sus pájaros perdieron el vuelo, se disponía a reconquistar España en la mayor operación del maquis: la invasión del valle de Arán. Así lo consignaba en su última carta, la anterior a esta, dirigida a esos mismos padres a los que ahora escribe, pero enviada desde un pueblo francés cercano a la frontera española. Undurein, 17 de octubre de 1944. Queridísimos papás, punto. Solo dos letras para daros mis noticias por medio de este compañero que os llevará mis papeles, pues allá lo que harían sería comprometer, quizás, y nos han recomendado desprendernos de ello. Cuando recibáis esta ya os habré escrito la tarjeta que os anuncio en mi anterior de despedida. No os hagáis mala sangre y tened confianza en el porvenir como yo mismo la tengo, escribió. Sabed que no os separaréis de mi pensamiento y tanto en los buenos como en los malos momentos, mi pensamiento estará puesto en vosotros y en los seres que más quiero. No puedo escribiros mucho, añadía Enrique, pues ahora me han pillado para trabajar en la cartografía estos días y aún no sé a qué hora me acostaré hoy. Dad mis noticias a Frater y decidle que tampoco a ella la olvidaré y que trabaje por todos los guerrilleros de la Unión Nacional, pues hará frío y necesitaremos de los esfuerzos de los que quedéis por esa. Estamos muy contentos y la moral es excelente. Todos estamos convencidos de la justa causa que vamos a luchar y vencer. Nada más, remataba la pluma: pensad mucho en mí como yo pensaré en vosotros y recibid todo el cariño de vuestro hijo, que no os olvidará en ningún momento. Vuestro, Enriquín. Tenía Enriquín veintidós años y toda la fe en el porvenir. Con ese ardor guerrero se había alistado voluntario para luchar en la Guerra Civil. Era noviembre del 38. Había cumplido los diecisiete y Barcelona estaba a punto de caer. Toda España estaba a punto de caer. Un mundo parecía a punto de caer. Pero él se alistó. Por los pájaros en la cabeza, seguramente, y por el ideal en el corazón. A los pocos meses, sin embargo, solo quedaba la frontera, el camino del exilio y otros pájaros volando libres por encima de aquella marea humana informe y tristísima que serpenteaba caminos de derrota arrastrando el ánimo y los pies. Dos días andando y sin dormir entre montañas de frío y miseria. Un paso tras otro, un paso, otro, otro más, y todo lleno de interrogantes en la espalda. Su tierra, su casa, su familia. Todo atrás. Aquello sucedió en invierno. Muchos se quedaron en el camino, ateridos y desnutridos, agotados de tanto penar. Él no. Él resistió. Y llegó vestido de republicano al campo de concentración de Argelès-sur-Mer. Por favor, agua. Por favor, comida. Una nueva vida construida en Francia. Con su familia entera reagrupada en Manzat, un pueblo de mil quinientos habitantes rodeado de colinas suaves y montañas agrestes, donde la niebla matutina adensa la esencia rural de una vida rutinaria de ‘bonjour’ y ‘ça va’ y góticas agujas como diapasón sentimental. Allí, en Manzat, quedaba a salvo de las represalias franquistas. Una nueva vida en la Auvernia francesa. Pero hasta en ese rincón, donde la intrahistoria suele ganar a la historia, donde nunca pasa nada, pasó. Las tropas alemanas del Tercer Reich invadieron el pueblo. Y la Gestapo requirió a Enrique. Un visado cubano lo salvó de acabar en Alemania como mano de obra esclava. Pero no se marchó a Cuba. Se echó al monte. Con los maquis. Uno más. Muy contento. Con la moral excelente. Convencido de la justa causa que iba a luchar. Nada más. Y eso mismo sucedió: nada más. Él fue uno más. Solo eso. Uno más de todos aquellos maquis, peones idealistas que cruzaron la frontera para liberar a España de la dictadura confiando en los aliados y en una insurrección popular. Esa era la convicción: que la derrota fascista en la Segunda Guerra Mundial culminara con la derrota del franquismo. Esa era la idea. La Idea, siempre necesitada de manos que obren por ella. Y por ella cruzó Enrique la frontera tras enviar aquella carta a sus padres fechada en Undurein. Descrestó los Pirineos por el valle de Arán. Cada vez más cerca de La Idea, bella idea, teórica idea. Y allí lo esperaban. Los maquis fueron perseguidos por la Guardia Civil en aquella larga noche. El grupo se dispersó. Él y Camilo, los dos, dos guerrilleros acosados y sin amparo, se refugiaron en una pequeña cabaña. Acorralados bajo una luna silente. En soledad. Sin posibilidad alguna de escapar. Horas tensas, manto de estrellas y gritos, amenazas de guardiacivil. Al amanecer les lanzaron granadas. Era el último aviso. Iban a salir de allí vivos o muertos. Y ellos, Enrique y Camilo, aceptaron la rendición. Ese fue el principio del camino hasta llegar aquí, a la prisión de San Miguel de los Reyes, Valencia. Esta es la primera carta dirigida a la familia después de 463 días de silencio. Cómo se escribe esa carta con destino a Francia. Ese decíamos ayer después de tantas cosas, de tantos avatares, después de tanto sufrimiento a solas. Enrique comienza abriendo el corazón. Inútil deciros, empieza a escribir, lo que ha representado para mí saber que por fin estamos en contacto. Hemos escrito a dieciocho mil sitios, incluso hace unos días he probado el último medio: he escrito a Frater para ver si por casualidad –si no ella, alguien de allí– os daba noticias mías, pues sé que la colonia continuaba allí todavía hace unos meses. Esta mañana ha venido la tía Concheta trayéndome la carta dirigida a ella por mamá y la foto de Adelita y Carlitos, que no me canso de mirarla, sobre todo el ‘nano’, que todos los que conocen aquí a Ramírez dicen que es él clavado, como así es la verdad. Lo único que siento es que me va a olvidar, con lo que lo quiere su tío. Adelita como siempre tan bonita. Espero que me enviéis una familiar con Chiqui y todo. ¿Qué se ha hecho de él? Desde luego esta carta no sé cómo saldrá, pues tengo tanta alegría y tantas cosas que deciros que todo va a ser un revuelto, pero es igual. La única pena que he tenido hasta ahora es saber que estabais sufriendo por mí. Sobre todo mamá las habrá pasado negras, anota. Cierra la frase y ese punto deja en el aire todo lo ocurrido desde su detención. Mejor callarlo. Su traslado al penal de Torreros, prisión provincial de Zaragoza. Llegó y le hicieron vaciar el zurrón. Todavía llevaba una bomba de mano. Déjala en el suelo, repetía a gritos el carcelero. Lo metieron en una celda inmunda. Un váter sin cadena y un jergón impregnado por el sudor y la suciedad heredados de reo en reo. Él, sin embargo, durmió. Durmió tres días seguidos. Uno, dos, tres. Su cuerpo estaba molido después de tres semanas de montaña en montaña, de barranco en barranco, de combate en combate. Cuando despertó, una herida en el talón derecho lo había dejado cojo. Se quedó tumbado en la cama. Sin salir del chabolo. Pensando en todas aquellas novelas que había leído sobre cárceles y presos, con ese punto de heroísmo fatalista, tan de guerrillero de postal. De repente le abrieron la puerta de la celda y le arrojaron un pan. Un pan. Solo un pan. No solo de pan vive el hombre, escribió Federico. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro, añadió el poeta. A Enrique solo le dieron un pan. Bueno, dos. Ese fue el problema, que le dieron dos. Mientras se comía el pan abrieron la puerta de nuevo y le arrojaron otro pan. Pero el carcelero vio que estaba comiendo. Que ya tenía un pan. Enrique mintió y dijo que estaba mordiendo el del día anterior, que se lo había guardado. La mentira no coló. Y la brutal bofetada, de cara a la pared, le enseñó a dónde había llegado. Prisión de Torreros, centro para la represión de revolucionarios, maquis y anarquistas. Un lugar donde en la guerra se ajusticiaba a presos a garrote vil ante las tapias del cementerio vecino. El capellán de la cárcel, Gumersindo de Estella, veía a los reos caminar hacia la tapia, de madrugada, dando tumbos, rotos, enloquecidos, llenos de furor, sus ojos desorbitados, como carne de fusil, y oía sus gritos desesperados y sus ayes, sus respiraciones fuertes, su estertor. Con estas mismas palabras –rotos, enloquecidos, llenos de furor, con sus gritos y sus ayes, con todo su estertor– lo describió don Gumersindo en sus memorias secretas. La memoria de la prisión de Torreros, pura memoria del horror. Y allí se quedó Enrique. Dentro de esa mole sanguinaria. En el famoso quinto. El quinto salón, reservado a los reos peligrosos. Llegó la Navidad y repartieron rancho extra. Cantaron villancicos, recitaron poemas, feliz 1945. Y enseguida empezaron los juicios. A él le pusieron un abogado de oficio. Un teniente joven, rubio, que temblaba como un zagal mientras leía la defensa. Sirvió de poco. O de nada. El tribunal sentenció la pena: doce años y un día. Y el reloj comenzó a roer, lentamente, inexorablemente. Carcomiendo tiempo, vida, esperanza en el porvenir. Cómo tenerla. En las noches más tétricas de Torreros se oían unos gritos desgarrados de vivalarepública. Salían de las gargantas de aquellos que iban a ser fusilados. La despedida a los camaradas. Rotos, enloquecidos, llenos de furor. El nudo en la garganta en cada celda. La saliva tragada de los que se quedan. Pero de aquello es mejor no hablar, piensa Enrique en este miércoles de enero, con la pluma en la mano y la humedad perforando cuatro siglos de piedra. Para qué. Ya ha pasado aquel tiempo, aquellos siete meses en Torreros. Qué se gana preocupando a la familia. Qué se gana recordando el horror. Y entonces prosigue su carta. He estado en Zaragoza unos meses –así lo dice: he estado en Zaragoza unos meses, y no hay mayor elipsis que esa ni mayor valentía sin postal– con el hermano de Maruja, la de Davayat, que aún está allí; escribí al Riquet y él fue quien habló con la tía Joaquina y esta, a su vez, de paso para el pueblo, me puso en contacto con los de aquí, que inmediatamente respondieron todos como un solo hombre. Esto es una universidad, añade en referencia a su nueva prisión. Estudio física, taquigrafía, álgebra, trigonometría, inglés y alemán, y no tengo tiempo para rascarme. Me dedico también a buscar refranes auténticamente españoles: Me porté como quien soy... Genio y figura... Si cumplí con mi deber... Quiero decir con todo esto que estoy bien. Además, yo sé que el tío José, aunque nunca me dice nada, no me olvida y está tratando mi situación, pues ya sabéis la gran influencia que tiene. La yaya ha sido también hasta ahora una incógnita, pues del hospital contestaron que había salido en agosto del 44 y de la casa del tío no contestaron. Ya enviaréis las señas. En Zaragoza estuve con uno que estuvo con el tío Paco en el hospital hasta última hora, o sea, hasta que le dieron el alta. Contadme cosas de todos los amiguetes, añade Enrique. ¿Habéis ido por casualidad a Grenade? ¿Cuántas novias se me han casado? Y mi Sol, ¿cuántos cuernos me ha puesto? Y Gascón, ¿qué hace por esa? Aquí, prosigue Enrique, ya os digo: comer, dormir, estudiar, decir insensateces de vez en cuando y ‘ne pas s’en faire’. A veces recuerdo, como en un sueño, que aún hay farolas, cabecitas rubias y tiendas de ultramarinos. Pero son pocas y pasan rápidamente esas visiones. Esto parece la torre de Babel. Se habla en castellano, catalán, valenciano, patués, francés, inglés, alemán, italiano, polaco, etc. Pero todos nos entendemos.

A veces recuerdo, como en un sueño, que aún hay farolas, cabecitas rubias y tiendas de ultramarinos. Pero son pocas y pasan rápidamente esas visiones

Se canta en todos esos idiomas también: tangos llorones, ‘cançonetes’ cursis, javas tontas y farrucas bullangueras. Se oyen ‘jipíos’ por todas partes y alguna que otra cancioncilla rocinesca. Añoro mucho la guitarra, que espero que me traerá papá como me prometió. Vamos al cine y a misa todos los domingos y demás fiestas de guardar. Han pasado además por aquí, desde que estoy yo, una banda del empastre, que nos desternillamos de risa, y un circo. Tenemos una hermosa orquesta de esas de bombo y platillo que a veces hasta lo hacen bien, una rondalla de bandurrias y guitarras, un cuadro artístico, una escuela, una biblioteca y un campo para jugar al básquet, y vengan días y más días, esto es Jauja. Jauja, dice. Ha escrito Jauja. Está en la cárcel. Fue apresado hace quince lunas. Arrastra una pena de doce años y un día. Y ha escrito que está en Jauja. Queridos papás, hermanos y sobrinito: estoy en Jauja. Estudiando, divirtiéndome, riéndome. El cine, el circo. Buenos días, princesa: La vida es bella. Esto es Jauja. Y los vivalarepública de quienes iban a ser fusilados en la madrugada. Y la derrota en la Guerra Civil, los pasos tristes del exilio, la cola para el agua en Argelès-sur-Mer, ‘s’il vous plaît’, la Gestapo motorizada en Manzat, la huida al monte con los maquis, la invasión pirenaica con la bota dañándole el pie, las granadas de mano bajo una luna callada, hostil, última luna en libertad. Y la bofetada, el juicio y las vejaciones relamidas sobre un maloliente jergón. Y la memoria de Torreros. Y este largo invierno encerrado en San Miguel de los Reyes, patio de las tres palmeras, donde se mueren los hombres de sentimiento y de pena. De todo eso nada. Esto es Jauja, escribe hoy, 23 de enero del 46. Y no sabe que pasarán dos años y el 15 marzo del 48 su tono cambiará: Queridos hermanos, punto. Lo único que me aterra es estar diez o quince años sin veros, solo, sin poder dedicar mi atención a lo que vosotros por tenerlo ya solucionado le dais menos valor o no os dais cuenta de ello, mi hogar. El porvenir os sonríe igual que a mí, con la sola diferencia de que vuestro presente es infinitamente más soportable que el mío. Lo único que me consume la sangre es pensar que voy a estar tantos años separado de vosotros, pues ya van para cuatro. Y no sabe, al fin, que pasarán casi cuatro años y el 4 de septiembre del 49 escribirá: Mis muy queridos padres y demás familia, punto. ¿Qué me importa lo que pueda ocurrirme ahora? Lo importante es pasar esta mala racha, ya que el resultado es inexorable. Tengo muchas ganas de poder contaros todos los detalles de esta vida tan igual todos los días y todos los días tan distinta, tan monótona y tan agitada a la vez. Quizás no lo comprendáis del todo, pero aquí se aprende mucho a comprender, a esperar, a odiar y a amar, y todo ello con todas las fibras de nuestro ser. Quien no haya pasado por aquí no puede saber lo que es la paciencia y el coraje, la confianza y la esperanza. Os besa a todos y os quiere de todo corazón vuestro Enriquín. Nada de todo eso sabe Enrique Carreras Taurá, nacido el 9 de noviembre de 1921 en Barcelona, para todos Enriquín, tez morena y brazos fornidos, guerrillero de postal. Tampoco sabe que saldrá de la cárcel antes de lo previsto, en agosto de 1950, tras serle rebajada la pena por buen comportamiento. Siempre sueña con ese momento. Se imagina saliendo de los muros de piedra con una frase cincelada en el cerebro. Un verso de la Marsellesa: ‘Liberté, liberté chérie’. Libertad querida, amada libertad. No será así. Ese día de la libertad, ya entrada la noche, pensará en cualquier cosa mundana. La épica es para las novelas, para los auténticos guerrilleros de postal. Para aquellos soñadores que entraron en la cárcel creyendo que saldrían de ella por la puerta grande, con la liberación de la noche franquista. Pero no. No será así su salida de prisión en una suave noche de agosto. Después de cenar, a eso de las once, y tras ser manteado por los compañeros de prisión, Enrique saldrá con casi treinta años a una Valencia negra, oscura y franquista. Ni libertad querida ni amada libertad. Como en un túnel del tiempo, cruzará la huerta parduzca bajo un cielo negro para adentrarse, de nuevo, en los años veinte. En una cárcel más grande y con muchos más carceleros, una tierra tan distinta a Francia. Una España negra de brazo en alto y sacristía. Donde las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora. Una pena de cauce oculto y madrugada remota. Pero nada de ello sabe el reo Carreras en esta primera carta escrita desde San Miguel de los Reyes, allí donde dicen que se mueren los hombres de sentimiento y de pena. Por ello, aprieta la pluma como empuñó el arma en la Guerra Civil y ante los nazis en Francia, sin matar jamás a nadie, y remata la carta. Y ahora, escribe Enrique con delicadeza, unas letras exclusivas para mamá. Yo sé que tú eres la que más has sufrido y puedes estar segura de que es lo único que me ha amargado la existencia. Comprendo tu emoción y alegría al tener mis noticias, y figúrate la mía al quitarme ese peso de encima. Más de una vez habrás recordado la poesía que te dediqué, le dice a mamá. Vuélvela a leer sin miedo, pues lo que ayer salió del corazón está todavía en él. No he cambiado para nada. Lee la estrofa que empieza así: “Que si un día vas...”. Y piensa que hay millones de madres que quisieran estar en tu lugar. Y a ti, papá, tampoco te olvido, pues comprendo que habrás tenido que ahogar todo tu dolor para disimularlo delante de ella y darle unos ánimos que quizás tú no tenías. Nada más, un millón de besos a Carlitos, del cual no me olvido un instante, y a vosotros todo el inmenso cariño de vuestro hijo y hermano. Contadme algo de vuestra vida. ¿Qué hace Antonio? ¿Y los papás, aún cobran la prestación del que se fue a la guerra? Firmado, Enriquín.

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