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Cómo sobrevivir al duro invierno de 'Juego de Tronos'
“Se acerca el invierno” es el lema de la casa Stark y, de igual modo que “Oye mi rugido” o “Nosotros no sembramos” definen a los Lannister y los Greyjoy, estas cuatro palabras nos dicen mucho sobre el carácter de los protagonistas principales (o algo parecido) de Juego de Tronos. La necesidad de estar preparados. La fatalista seguridad de que todo puede ir a peor, de un momento a otro.
Las estaciones pueden durar años en el mundo que desarrolló George R.R. Martin en 1993, y es por ello que la espera hasta el invierno se ha ido alargando indefinidamente, desde que Lord Eddard Stark (Sean Bean) aconsejaba a sus hijos que se preparasen para lo que estaba por venir. Ahora esos hijos han crecido, sus padres han muerto, y el invierno, efectivamente, está aquí para ponerles a prueba.
Juego de Tronos, serie que adapta la saga Canción de hielo y fuego, llegará a su fin en los próximos días, después de un año entero sin que supiéramos de las vidas de Stark, Lannister y compañía. En el último capítulo de su séptima temporada asistíamos por fin a la llegada de ese invierno que pronosticaba el pobre Ned, y en su forma más terrorífica: los Caminantes Blancos, un ejército de no-muertos que ha atravesado el Muro y se dispone a conquistar Poniente.
Liderados por el Rey de la Noche, estos espectros no sólo tienen a su favor que el dragón Viserion haya pasado a engrosar sus filas, sino que además encuentran al ejército de los vivos fragmentado y conspirando entre sí. Las intrigas palaciegas y las traiciones han sido una constante en la serie escrita por David Benioff y D.B. Weiss desde su mismo comienzo, pero a medida que pasaban las temporadas iba quedando claro que esto sólo era una distracción insensata ante lo que venía.
Varios de los bandos involucrados en la Guerra de los Cinco Reyes con la que dio inicio la serie lo acabaron comprendiendo, y fueron uniendo sus fuerzas a medida que el frío apretaba y caían las primeras nieves. Sin embargo, no es el caso de Cersei (Lena Headey), actual ocupante del Trono de Hierro, que sólo piensa en conservarlo. Aunque pronto, quizá, no quede nadie a quien gobernar.
Este personaje, uno de los más gozosamente malvados de la serie, ha visto morir uno por uno a sus tres hijos —dos de ellos llegaron, cada uno a su modo, a ser monarcas desastrosos—, y ya no le queda otra cosa que aferrarse a su reinado y acabar con aquellos que considera culpables de su desgracia. A su manera, es una amenaza tan preocupante como los Caminantes Blancos, puesto que ella sola es capaz de debilitar al bando de los vivos desde dentro.
Un bando que lideran Jon Nieve (Kit Harrington) y Daenerys Targaryen (Emilia Clarke), apostados en Invernalia mientras van reuniendo a sus aliados. Entre ellos están los Stark que quedan con vida: Arya (Maisie Williams), Sansa (Sophie Turner) y Bran (Isaac Hempstead-Wright). Y también, providencialmente, cuentan con la ayuda de Tyrion Lannister (Peter Dinklage).
El personaje más carismático y querido de Juego de Tronos ha tenido muchos apodos a lo largo de estos años, pero era obvio que la nobleza que anidaba en su corazón —y que le distanciaba de sus familiares— le acabaría conduciendo a estar del lado de los buenos. Si asumimos que Juego de Tronos, claro, ha tenido alguna vez de eso.
Preparando el final
Cuando Juego de Tronos empezó a emitirse por HBO en abril del año 2011 (en España en Movistar+), los espectadores no estaban preparados para algo así. Es decir, antes se habían dado otros fenómenos sociales como Twin Peaks, Los Soprano o Perdidos, que habían hecho de “spoiler” una palabra indispensable dentro de la conversación seriéfila. Pero ninguna de ellas tenía la rabia, o la imprevisibilidad, de la ficción creada por Benioff y Weiss.
El que la serie adaptara unos exitosos libros que el estadounidense George R.R. Martin había empezado a publicar a finales de los noventa no evitaba que ponerse un capítulo de Juego de Tronos, para una parte importante de los espectadores, fuera garantía de escalofríos y pequeños infartos. Sobre todo, a partir de cierto capítulo de la primera temporada en la que descubríamos que, simplemente, no nos debíamos encariñar con ningún personaje.
La ambientación de la serie nos remitía directamente a El señor de los anillos y otras sagas de fantasía medieval, pero contenía algo que desafiaba de forma constante sus expectativas. No sólo por la complejidad de su historia y la ambigüedad moral que definía los bandos, sino también por los giros. Si llegamos a Juego de Tronos por los dragones, no cabe duda de que nos quedamos por los giros.
Y el giro mayor, el más inesperado, fue cuando la serie acabó superando los libros, y sus guionistas tuvieron que apañárselas solos a partir de entonces. No se puede decir que no lo vieran venir, tanto por la rapidez con la que Juego de Tronos se iba convirtiendo en un éxito sin paliativos como por la lentitud al escribir de George R.R. Martin, al que aún le quedan dos libros por publicar.
Esta peculiar coyuntura acabó dotando a la serie de una mayor capacidad para la sorpresa, pues ahora sus revelaciones y muertes a destiempo podían ser disfrutadas por absolutamente todos: desde el lector avezado de Martin lleno de teorías sobre el linaje de Jon Nieve, hasta el inocente espectador que no tenía ni idea de lo que significaba “Valar Morghulis” antes de ver la segunda temporada.
La octava entrega de Juego de Tronos cuenta además con el precedente de una séptima que no sólo contó con espectaculares escenas de acción —algo en lo que sus responsables se han ido creciendo a medida que se afianzaba el éxito de la serie, y que llegó a su cumbre con La Batalla de los Bastardos, sino que, concienciada con la cercanía del desenlace, aceleró el ritmo a sus últimos extremos. Extremos que, probablemente, alcanzarán un punto de infarto en los seis capítulos finales.
¿Llegará a recapacitar Cersei? ¿Quién ganará la batalla entre los vivos y los muertos? Y, una vez la lucha acabe y el destino de Poniente se haya decidido, ¿seguirá habiendo un Trono de Hierro al que aspirar? Es imposible contar con certezas al afrontar algo como Juego de Tronos; únicamente podemos estar seguros de que la experiencia será intensa. Gane quien gane, muera quien muera.
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