Hay veces que la realidad supera la ficción o, como mínimo, la iguala. Este es el caso de Glow, la serie original de Netflix que ha puesto tanta diversidad, purpurina y laca sobre la pantalla que parece estar inspirada en otro planeta. Las luchadoras del programa Gorgeous Ladies of Wrestling fueron un fenómeno en la televisión de los años 80 y consiguieron apropiarse de un deporte masculino y empoderarse a través de él.
Delante de las cámaras daban rienda suelta a su furia y explotaban sus partes más caricaturizables. Lo interesante surgía cuando las luces se apagaban. Las chicas generaron un ambiente sano de compañerismo y empatía femenina, aunque para ello tuvieran que aguantar los comentarios despectivos del director y aceptar que pertenecían a lo peor de la televisión.
Producida por la creadora de Orange is The New Black, la serie busca reírse de la cultura norteamericana del espectáculo y, de paso, mostrar que la televisión basura apenas ha cambiado en cuarenta años. Los reality shows actuales como Jersey Shore y The Bachelor se basan tanto o más en la sexualización y el estereotipo de las mujeres que Glow.
Las verdaderas luchadoras confesaron a The Washington Post que sus condiciones laborales rozaban el abuso y que las peleas eran mucho más encarnizadas de lo que muestra la serie. El director del programa quería clichés raciales para provocar los instintos más básicos en una audiencia masculina. “Cuando os miro veo unos ojos de china, una árabe terrorista y una negra gorda”, dice Sam Sylvia, el personaje que da vida al director en la serie de Netflix.
La virtud de Glow es ofrecer la mirada de sus protagonistas. Sí, muchas aguantaban los insultos para llenar la nevera o dar el salto a la interpretación. Otras encontraron en la lucha libre una manera de tumbar las expectativas de esposa amantísima y madre que la sociedad tenía sobre ellas. Pero gracias a rodearse de mujeres en un sistema misógino, aprendieron a valorarse entre ellas cuando nadie más lo hacía. “Si se metían con una chica Glow, se metían con todas”, recuerda la Princesa Roxy Astor de Park Avenue.
La serie ha conseguido captar este mensaje y ofrecer uno de los repartos más diversos y fantásticos desde Orange is The New Black. Pero, ¿lo explota tanto como podría? Aquí hay debate.
Hollywood es una fábrica de estereotipos y Glow, de una manera magistral, se apodera de ellos para sacar los colores a los segmentos más conservadores de la sociedad estadounidense. No todas las personas procedentes de Oriente Medio son terroristas; no todas las mujeres negras de mediana edad viven de subsidios; y no, no solo las amas de casa americanas son súper heroínas.
Al final de uno de los enfrentamientos entre Beirut y Británica, momento en el que el público enloquece al ver a una mujer caracterizada como una supuesta terrorista, la primera le dice asustada a la segunda que ahora todos le odian de verdad. EEUU sabe perfectamente cómo explotar ese odio irracional, cómo generarlo y distribuirlo por todo el mundo en diferentes formatos y dosis.
Una de las cosas más interesantes de esta serie de diez capítulos es ver cómo se apropia de la retórica de los estereotipos para hacer una crítica a los valores supremacistas de la sociedad estadounidense en general. En un momento determinado, el director de Glow le dice a sus chicas que la historia que quiere contar es la de un grupo de mujeres que lucha contra sus propios clichés. Y eso mismo es lo que sucede. No todos los rusos están borrachos todo el día; no todos los británicos son tan listos como Stephen Hawking; y no, no todas las asiáticas saben usar katanas.
Glow también hace una crítica mordaz a la ideología liberal de los 80 que reinaba de la mano de Ronald Reagan. Durante la típica fiesta que las élites utilizan para recaudar fondos y limpiar sus conciencias, Sam (el director de cine frustrado, locuaz y drogadicto) se encierra en una habitación, coge una foto enmarcada del presidente republicano y utiliza el cristal para meterse una raya. Los valores más pomposos de toda una época terminan por los suelos.
Más allá de los aspectos argumentales de esta serie colorida, otro de sus puntos fuertes es su reparto coral y sus diálogos ligeros. Aunque hay dos protagonistas claras, nos encontramos con una decena de mujeres de diferentes edades, etnias y condiciones. Además, los capítulos duran alrededor de 30 minutos, cosa muy de agradecer para las tardes de verano.
Acompañando a su estética ochentera, la música es otra de las razones por las que merece la pena ver la propuesta de Netflix. Su banda sonora, además de contar con mucha música disco, está compuesta de temas míticos de Barbara Streisand, Scorpions, David Bowie o Queen. También tiene purpurina, mucha purpurina.
Para ser justos, habría que empezar diciendo que esta serie merece la pena. Como en su momento hizo UnReal, Glow se disfraza de reality show para embestir las políticas retrógradas de la televisión y, lo que es aún mejor, logra remediar los deslices de la primera. Representa un escenario desigual sin mostrar a las mujeres como víctimas ni como brujas destructivas que pisotean a sus compañeras para ser las reinas del baile.
Se preguntarán ¿qué falla entonces? Pues que no conseguimos adivinar el trasfondo de Glow y todas sus virtudes hasta el quinto episodio. Esto no es solo culpa de una trama de espoleta retardada, sino de una estrategia de márketing que ha consistido en el acoso y derribo de carteles gigantes. Hay demasiadas series buenas como para lanzarse con los ojos cerrados hacia un producto extravagante como este. Netflix usa la estrategia de atraer con los colores brillantes, y es una lástima. El fondo de Glow no desmerece a la forma, es más, resulta ser su punto fuerte y diferenciador.
Los primeros cinco capítulos parecen una parodia de serie B. Las protagonistas son una caricatura de la caricatura, cuando en realidad busca criticar todo lo contrario. Glow va sobre mujeres que aceptaron representar un estereotipo diseñado por la industria por razones muy diversas. Que las primeras dos horas no incidan en la complejidad de sus historias ni en su personalidad, hace flaco favor a las intenciones de la serie.
Sin embargo, superado el tedio, el guion se vuelve un ejemplo mordaz y fantástico de buena televisión. Su reparto coral hace gran parte del trabajo. Hay mujeres de todas las razas, tamaños y clases sociales. Pero he aquí de nuevo el problema. Las únicas tramas que avanzan más son las de Ruth (Alison Brie) y Debbie (Betty Gilpìn): las dos son americanas de pura cepa, blancas y guapas.
Su historia comienza como cualquier cliché de la televisión norteamericana. Es decir, dos amigas enfadadas porque una se ha acostado con el marido de la otra. Quizá podían haberse trabajado una relación sin recurrir al mito de la rompehogares, a los celos y a la posterior pelea de gatas.
Esto, además, deja en los márgenes a grandes personajes como la chica india que acepta ser en el programa Beirut, una peligrosa terrorista, la camboyana que se resigna a empuñar una katana como Galleta de la Suerte, o la chica Lobo, que es una caricatura en sí misma. No sabemos nada de su pasado ni de su presente, esperemos que por lo menos estén en nuestro futuro en una segunda temporada de Glow.