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Vuelven las histéricas

Para el que esté siguiendo Homeland en esta última temporada, convengamos: Carrie está fatal de lo suyo. No se trata de un gran spoiler; al fin y al cabo siempre ha tenido una cierta tendencia a hacer exactamente lo contrario a lo que le decían sus superiores, y ésta fue exacerbada en la segunda temporada. Si le pedían que no se metiera en una fábrica abandonada a buscar al líder de una red de terrorismo islámico, ¿qué hacía ella, eh? Pillar una linterna a las cuatro de la mañana y hacernos sufrir como sólo sufre una madre.

Pero ahora la cosa ha adquirido tintes un tanto más oscuros. Vuelven todas las señales que nos advierten de que la cosa se anima: se bebe dos botellas de vodka al día, se enrolla con el primero que encuentra en el supermercado y ha vuelto a colgar sus mapas de colorines por las paredes. Carrie vuelve a estar desatada y estamos todos deseando que alguien le haga mascar litio o le inyecte algo para contener un poco sus dos grandes señales de que la cosa no funciona: “ojitos de loca” y “barbilla temblorosa”.

Porque de eso se trata, ¿no? De contener a un personaje incontenible. Pero no a cualquiera: a la protagonista, que es impredecible. Ese es el tema. Y, por lo visto, no es la única. Si algo nos está mostrando la ficción contemporánea en estas últimas series es que la imagen de chica complicada necesita, forzosamente, un problema mental al que aferrarse. Al que se aferran los guionistas, claro está. En el caso de Homeland, esto ya comienza a criticarse desde algunas esferas: ¿cumple Carrie, como paciente de un trastorno bipolar, con el criterio de verosimilitud?, ¿o simplemente “se chala” cuando a los guionistas les conviene que haga algo impredecible que no pueden justificar de otra manera? Pero hay otros interesantes ejemplos de personajes femeninos cuyo estado mental es, cuando menos, difuso.

La adicta: Jackie (Nurse Jackie)

Madre y esposa amantísima de día, reina de urgencias despendolada de noche. A Jackie no le cuelgan el sambenito de ningún trastorno en concreto, pero ni falta que hace. Disocia tranquilamente entre sus dos personalidades públicas gracias a, como suele pasar en estos tiempos en la ficción, su gusto por las pastillas que requieren receta. Lo mismo se esnifa unos tranquilizantes en la mesa camilla del hospital que se los espolvorea sobre el café. Mujer trabajadora, madre, amante y enfermera. ¿Quién no necesita un diazepam?

La autista: Sonya Cross (The Bridge)

La detective protagonista es guapa, lista e implacable. Casi demasiado implacable. Tanto, que al principio de la serie los espectadores se preguntaban por qué reaccionaba de manera tan fría cuando tenía que comunicar una muerte a un familiar o demostrar algún tipo de sentimiento. Finalmente, los productores aclararon que Sonya sufre el síndrome de Asperger, un trastorno del espectro del autismo, pero que no querían revelar su situación desde el primer capítulo, sino que el televidente lo fuera descubriendo a medida que avanza la serie. Como una rubia gélida de Hitchcock con un plus de complejidad.

La obsesiva-compulsiva: Hannah Horvath (Girls)

Pese a que hay una mención aparentemente casual en la primera temporada a “aquella época en la que Hannah estuvo mal”, lo cierto es que no es hasta que el personaje sufre una serie de contratiempos cuando comprobamos a qué se refiere. Ante el bloqueo literario, el exnovio que no desaparece y las decepciones generales, los síntomas de un trastorno obsesivo compulsivo de la adolescencia retornan a la protagonista. Tras insertarse un palito en el fondo de la oreja, la temporada termina con el retorno del príncipe azul –vía Alcohólicos Anónimos–.

La iluminada: Amy Jellycoe (Enlightened)

Comprobamos, una vez más, que si la protagonista de una serie estadounidese es una trabajadora con responsabilidad, es muy probable que se chute algo y le dé un telele. Esta es la premisa de Enlightened, en la que exploramos, a través de Laura Dern, la locura, ya no sólo de la autodestrucción, sino de los discursos espirituales de salvación contemporánea. Pese a su buena voluntad –Amy, purificada tras la rehabilitación, intenta engancharse ahora a una nueva versión de sí misma–, la realidad no deja de jugarle malas pasadas. Como diría Barbara Ehrenreich, sonríe o muere.