Un estudio de la revista Science comparó la actividad de nuestro cerebro ante el consumo de telebasura con un empacho de barbitúricos. Si además se regodea en la desgracia o destaca lo peor de la psique de sus protagonistas, el programa en cuestión atrapará por completo al espectador en apenas cinco minutos.
Science solo ponía una base empírica al fenómeno que ya habían adivinado los gurús de la televisión sin tocar ni un encefalograma. Esta hipnosis colectiva llevaba años siendo la prioridad del nuevo entretenimiento y así se lo hicieron saber a Sarah Gertrude Shapiro durante sus años tras las cámaras de The Bachelor, el concurso más misógino, racista y vanidoso de Estados Unidos.
Un joven de alta cuna se deja seducir por una veintena de mujeres para, varios episodios y récords de audiencia después, elegir a la afortunada con la que cabalgará hasta su decadente castillo. La intención de este reality show diseñado al milímetro por la ABC era fabricar morbo para un público que todavía confunde las conductas retrógradas con el amor romántico. A su manifiesto clasista se le suman varias virtudes como la de no aceptar a negros entre los candidatos o convertir la muerte repentina de un concursante en carnaza televisiva. “Durante 13 años hemos construido esta franquicia mostrando al espectador todo lo que ocurría, fuese bueno, malo, dramático o triste”, respondía el presentador del reality ante las críticas por lucrarse con la tragedia.
Aquí tenemos bastante asimilado que nuestra parrilla está guionizada hasta el último estornudo, pero al otro lado del Atlántico prefieren mantenerse en la feliz quimera de la realidad que supera a la ficción. Por eso no querrán saber que en la sala de máquinas de The Bachelor se urden planes para enemistar a candidatas, provocar la recaída en la bulimia de chicas enfermas e incluso invitar a exmaridos maltratadores para dar un buen espectáculo en pantalla. Shapiro manejó esos hilos durante nueve temporadas por una trampa en su contrato con la productora. “Firmé para trabajar en otro programa sin saber que me obligaba a trabajar para ellos durante varios años”, escribió la guionista en The Hollywood Reporter.
“No, dios mío, soy feminista. Os prometo que no me queréis. Seré una pesadilla”, respondió -según ella- cuando le anunciaron que sería la nueva productora ejecutiva de The Bachelor. Cuando consiguió zafarse de esa secta del poder quiso tirar de la manta con un discurso que nadie estaba dispuesto a escuchar, así que creó a dos alter ego que hablasen por ella: Rachel Goldberg y Quinn King. Ambas serían el alma de UnReal y las encargadas de arrasar (en la ficción y fuera de ella) con todo el entramado de Hollywood como nunca antes lo habían hecho.
Un cuento de hadas adulterado
El piloto de UnReal lo tenía todo para ser otra ficción repulsiva de la televisión. La serie nos mete entre bambalinas del programa de citas Everlasting -una parodia brutal sobre The Bachelor- para desplegar la faceta más retorcida de los creadores y protagonistas del reality. A un lado están el repugnante director que se lleva todos los réditos de la audiencia junto al galán inglés que busca dinero para su imperio, recuperar su reputación y, como elemento accesorio, el amor. En el otro están Quinn y Rachel, la jefa de producción y su mano derecha, más la veintena de chicas que se presentan voluntarias a un programa que las extorsionará y manipulará como marionetas.
Una vez demostrado que el bando femenino es el que controla la escaleta de la ficción, empieza lo bueno. Esta no es una historia donde las mujeres se rescatan entre ellas de un sistema patriarcal y sometido a la dictadura de las audiencias. “Nosotros no solucionamos problemas. Llevamos nuestras cámaras hasta ellos”, le dice Quinn a su productora favorita cuando se empieza a encariñar de más con las pretendientas.
El trabajo de Rachel es conseguir que la ganadora del programa salga de su grupo de chicas, aunque sea despellejando a sus adversarias. Para eso tendrá que meter el dedo en los traumas más profundos y traicionar a unas pobres inocentes que, como Shapiro, no saben lo que han firmado en el contrato. O quizá no sean tan inocentes. El perfil heterogéneo y cambiante de las concursantes es tanto o más interesante que el de las lideresas del show. Son un reflejo desmesurado de las mujeres que pasaron por la manos de Shapiro y un homenaje a esos exteriores de maniquí que esconden toda una urdimbre de inseguridades.
“El cuento de la princesa es muy potente. Nos empiezan a inculcar cuando somos niñas esa idea de que si eres lo suficientemente guapa y delgada entonces todo va a estar bien y alguien nos salvará y solucionará nuestros problemas”, dijo en una entrevista la creadora.
Pero la guionista no quería limitarse a un mensaje condescendiente sobre las relaciones femeninas y prefirió llenarlo de complejidad e incluso crueldad. De credibilidad, en definitiva. Shapiro opina que igual de malo es crear personajes burbujeantes y superficiales como dotarlos de un empoderamiento ramplón e injustificado. Así, las concursantes no solo pelean por sus intereses, sino que se dejan llevar por los sentimientos y por una fragilidad exagerada por la situación. “Están en una casa sin medios de comunicación, música, libros, revistas, nada. Sólo ellas mismas y bebida. Así que desarrollan, literalmente, un síndrome de Estocolmo, donde la única forma de salir es a través del soltero. Al final, muchas de esas mujeres piensan que están realmente enamoradas”.
Mujer contra mujer
No debemos dejarnos engañar por los remordimientos transitorios del personaje de Rachel y su camiseta de This is what a feminist look like. Tanto ella como Quinn saben cuándo están siendo retorcidas, destructivas, y eso les provoca una especie de adicción inconfesable. “Cada día hacía cosas que me hacían sentir mal. Y lo peor era que me gustaba y eso me hacía sentir como si no me entendiera a mí misma. Era duro ser buena en eso”, contaba Shapiro sobre su propia dualidad moral.
La otra incongruencia de estas antiheroínas es su escepticismo ante el amor y, a la vez, su tendencia irracional a idealizarlo. Quinn, con toda su patología manipuladora, siente una debilidad total por un jefe obeso, casado y extorsionador; mientras que Rachel acaba creyéndose las consignas ficticias que ella misma se inventa y cayendo en las garras del playboy británico. El truco para que simpaticemos con ellas es vendernos su lucha contra el techo de cristal de Hollywood y, cuando están siendo demasiado perfectas, mancillar su aura blanca con alguna decisión despreciable.
Y ahí es donde radica la defectuosa perfección de UnReal: en esconder su crítica al sistema patriarcal dentro de un envoltorio de “pura televisión”, con sus giros en la trama y sus líos de faldas. Shapiro usa toda la artillería aprendida en Hollywood para colarse con un caballo de Troya feminista en su propio esqueleto. “Tuve tiempo de madurar y de aprender el ser humano que quiero ser, independientemente de la industria en la que trabajo”.
Ahora, con la segunda temporada recién estrenada, buscan sacudir otra vez los trapos sucios del machismo y lanzar una nueva embestida contra el racismo televisivo. “Imagina la cara de los espectadores cuando vean a un negro poner sus manos sobre el culo de una chica blanca”, resumen las viperinas showrunners en los primeros capítulos. Un comienzo alentador para una temporada con más guerras entre política y medios, más buenas intenciones que se tuercen y más feminismo interseccional.