Un siglo de fascinación americana por la Semana Santa española

A lo largo de estos días las impactantes imágenes de las procesiones de las ciudades y pueblos españoles vuelven a colarse en las portadas de los periódicos internacionales y en sus ediciones digitales, tras los dos años de abstinencia de desfiles —que no de Semana Santa como tiempo litúrgico— a que ha obligado la pandemia mundial. Cabe preguntarse cómo algunas de las principales cabeceras de Estados Unidos —The New York Times, The Wall Street Journal, The Washington Post— tampoco escatiman espacio para recoger el lejano drama que se representa en las calles de las localidades más recónditas de nuestro país. Una sólida pista puede estar en la reacción que los jóvenes estudiantes norteamericanos suelen experimentar cuando visitan algunos de los museos locales de la Pasión. Ante las imágenes que las cofradías procesionan hasta el próximo Domingo de Resurrección, se desatan todo tipo de sentimientos salvo la indiferencia: fascinación, sorpresa, estupefacción, horror… e incluso llanto.

Es el llamado impacto cultural que provocan la forma de vida y costumbres españolas. En el caso de Estados Unidos, uno de los primeros síntomas de la enfermedad descubierta por una serie de intelectuales a finales del siglo XIX, que dieron en llamar la “fiebre española”, nada que ver con la gripe que se cobraría millones de vidas en la recta final de la Gran Guerra. No, no se trataba, en sí misma, de una dolencia que pudiera consultarse en un tratado de medicina. Sino, como define el hispanista estadounidense Richard Kagan, consistía más bien en un insaciable apetito por el arte y la cultura españoles que, en los casos más graves, podía derivar en el fenómeno de la “hispanofilia”.

Aquella fiebre incubada a lo largo del XIX terminó por desatarse recién zanjada la guerra hispano-estadounidense, que obligaría a España a desprenderse de sus últimas colonias —Cuba, Puerto Rico y Filipinas— en 1898. Hasta entonces, para los americanos España era un país decadente del que apenas se tenía noticias, salvo por el negativo influjo que, desde la conquista del Nuevo Mundo, había ido desprendiendo la dañina propaganda de la leyenda negra española. Solo un año más tarde, uno de los mejores escultores americanos, Augustus Saint-Gaudens, puso rumbo a España para comprobar si de lo que le había prevenido un amigo —su compatriota, el pintor John Singer Sargent— era o no cierto. Tras viajar de norte a sur, desde Burgos y Toledo hasta Andalucía, Saint-Gaudens no solo comprobó la existencia de esa particular “fiebre española”, sino que cayó víctima de su poder de seducción.

Según afirma Kagan, el escultor experimentó una insaciable curiosidad por la cultura y el arte de “una tierra fascinante”. Era una nueva España, la que el escritor romántico americano Washington Irving había descrito ya como un país “hospitalario” y “pintoresco”, que había sido capaz de preservar costumbres, tradiciones y formas de vida de muchos siglos atrás, haciéndolas compatibles con el progreso. “Una tierra de castillos —recoge Richard Kagan en su libro The Spanish Craze: la fascinación de América por el mundo hispánico, 1779-1939—, de elegantes caballeros, bailadoras gitanas y fuertes campesinos con vestidos típicos”.

Furor por lo español

La inusitada fiebre era extraña, porque en Estados Unidos apenas se sabía nada de lo español, más allá del furor que comenzaban a causar las pinturas de maestros del Barroco, como José de Ribera o Diego Velázquez. De repente, lo español hacía gracia. O dicho en lenguaje moderno, España “vendía”. Thomas Alva Edison dedicaba una de las primeras películas de la historia a las actuaciones de La Carmencita, una bailaora española de flamenco que deleitaba al público de Nueva York y Chicago, en un extraordinario documento hoy digitalizado en YouTube. El auge contagiaba también al patrimonio. El arquitecto Stamford White, proclive al diseño de edificios historicistas de origen español, no dudaba en coronar la reforma del Madison Square Garden, el auditorio ubicado en pleno Manhattan, con una réplica de la Giralda sevillana.

Puede que España fuera un país decadente a ojos de los americanos, pero esa perspectiva no podía encubrir un sorprendente y seductor pasado. De hecho, esa era la conclusión que arrojaba la teoría que el historiador William Prescott había difundido con éxito desde principios del siglo XIX. Su famoso “paradigma” identificaba los males de nuestro país, lastrado —sostenía— por el absolutismo monárquico impuesto por los Austrias tras el destacado tiempo de los Reyes Católicos y el fanatismo religioso, desatado desde entonces y encarnado por los desmanes de la Inquisición. Su teoría se concretaba en una paradoja: España representaba el declive y la falta de libertad, mientras Estados Unidos traía al mundo los valores opuestos: la prosperidad económica, el desarrollo del comercio y los beneficios de la democracia. En suma, Norteamérica era lo nuevo; España, lo viejo.

Fue así como los americanos descubrieron que lo que realmente les interesaba de España era su pasado. El patrimonio, la cultura, el arte y las costumbres que habían inoculado la “fiebre española” en Estados Unidos procedían de un periodo tan lejano como la Edad Media. Un fenómeno que, unido a la pujanza económica del país, originó la negra etapa del comercio de arte: los grandes potentados querían hacerse con un trozo de ese pintoresco país situado entre el Atlántico y el Mediterráneo. Era la cautivadora España de los edificios románicos y góticos, de la coexistencia entre cristianos y musulmanes, de unas gentes cuyos modos de vida habían quedado congelados en el tiempo y asomaban ahora, prácticamente intactos, a la modernidad. Este último detalle fue el que terminó de convencer a algunos de los más influyentes hispanistas atrapados por la “fiebre española”. Y de uno en particular, Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society of America (HSA) en 1904.

El museo de un niño

“Creo que un museo es la cosa más importante del mundo”. La frase, recogida en la biografía de Huntington, no extrañaría si no procediese de un niño de solo 12 años. En la mente del joven heredero del imperio americano del ferrocarril se fraguaba ya la idea de un centro que divulgase la cultura hispana. De hecho, a los 14 se inició en el aprendizaje del español, y siendo aún adolescente se embarcó en varios viajes por Europa y Latinoamérica. En 1892, con apenas veinte años, hizo realidad su sueño: conocer España. El descubrimiento cambió todos los esquemas mentales que había ido forjando durante años de estudio. En aquella experiencia iniciática, siguiendo las huellas históricas y legendarias del Cid y de la compleja mezcla cultural española, se dio cuenta de que lo que realmente buscaba estaba muy lejos de las ciudades: era al conocimiento de los pueblos, de las zonas rurales —donde las costumbres y la vida de la gente se habían detenido—, una investigación personal a la que consagraría gran parte de su vida.

Tras el fallecimiento de su padre, Archer Milton Huntington dispuso del capital de la herencia para fundar, en 1904, la institución que actualmente conserva la mayor colección del patrimonio español fuera de nuestras fronteras: la Hispanic Society abría sus puertas al oeste de Manhattan. El objetivo de su promotor era claro. Huntington quería reunir la representación más amplia posible de la cultura, el folclore y el arte españoles para ponerla, de forma desinteresada, al servicio de los investigadores. Para ello, juzgaba fundamental acercarse a sus máximos exponentes. Conocida es su estrecha relación personal con el pintor valenciano Joaquín Sorolla, a quien encargaría un conjunto de pinturas que reflejasen, precisamente, el exotismo que los americanos veían en las tradiciones españolas. De ahí que Sorolla no dudase en incluir escenas de la Semana Santa de Sevilla en la colección que entregó al filántropo en 1914.

La cruzada de Huntington precisaba nutrir de fondos documentales las cada vez más rebosantes estanterías de la Hispanic. Para ello, y con criterios de absoluta vanguardia para la época, se rodeó de mujeres a quienes encargaría las labores de conservación en la biblioteca, el museo y el resto de departamentos. Por ese motivo, también fue a una mujer a quien encargó una de las tareas cruciales de la institución: la fotógrafa Ruth Matilda Anderson se convertiría en los ojos de Huntington en la España que previamente había retratado Sorolla. Anderson debía viajar por los pueblos españoles para retratar “los oficios tradicionales”, los “eventos festivos” o las “ceremonias religiosas”, asevera la profesora Noemí Espinosa en su tesis doctoral sobre la fotógrafa. En las procesiones de Semana Santa de Sevilla, Valladolid, Asturias o Gran Canaria hallaría la retratista americana parte del material más valioso de su prolongada carrera.

El descubrimiento del drama

Así, en 1926 Ruth Anderson y su compañera de aventura Frances Spalding emprendieron una expedición que se convertiría en un hito para la institución y para ellas mismas. Era poco habitual —por no decir que parecía una auténtica locura en aquel tiempo— que dos mujeres, solas, alquilaran un vehículo y recorrieran los pueblos más remotos. De profundas creencias religiosas y como si de una misión evangelizadora se tratase, Anderson bautizó aquel vehículo con el nombre de “Nuestra Señora” y situó en la zona de carga una especie de “arca de la alianza” que, en lugar de las tablas de Moisés, custodiaría el pesado y delicado equipo fotográfico. Aquellos siete meses entre Galicia y la actual Castilla y León reportaron a la Hispanic más de dos mil fotografías y uno de los hallazgos más intensos en la carrera de Anderson.

La fotógrafa, tras su habitual y meticuloso trabajo de documentación, eligió la ciudad de Zamora para cumplir el encargo. En la zona “volvió a localizar ejemplos sobre una forma de vida que iba abandonándose progresivamente y que consideró las huellas, el rastro de una tradición perdida que se empeñó en descubrir y fotografiar por insignificante que fueran, así se lo había pedido Huntington”, precisa la historiadora Espinosa. En cambio, como su jefe, la realidad que encontró hizo saltar su esquema de trabajo por los aires. Tras inmortalizar a las gentes de Zamora siguiendo en masa los pasos de Semana Santa, abandonó la capital y se dirigió a un pueblo situado a unos treinta kilómetros para seguir persiguiendo su gran objetivo, hallar la “autenticidad”.

Lo que encontró en la procesión de la localidad de Villalcampo y la puesta en escena de un auto sacramental —el drama de la Pasión representado por vecinos del pueblo— era exactamente lo que un par de décadas antes había dejado boquiabierto a su jefe, la clase de vida congelada en el pasado que entusiasmaba a los americanos y, en definitiva, uno de los virus más decisivos de la “fiebre española” en Estados Unidos. Anderson encontró vestigios vivientes del pasado, tanto en aquella representación teatral, como en los espectadores, vecinos subidos en carros y árboles, de puntillas para no perder detalle del acontecimiento. Aunque no sin encontrar reticencias, entrevistó a los participantes e interrogó a las mujeres en tanto que depositarias de las tradiciones rurales. Sus apuntes glosaron la serie de fotografías de Villalcampo que, si no fue la de mayor calidad —a juicio de los expertos, las instantáneas de Asturias supusieron el cénit de la reportera— sí supusieron un hito en los hallazgos de Ruth Anderson y de la propia Hispanic.

Corrían los años veinte y, tras acaparar parte importante de edificios, obras de arte, artesonados, tapicerías y todo tipo de vestigios, la “fiebre española” comenzaría a atenuarse en Estados Unidos. Tras llenar los salones de la Hispanic y aunque las campañas fotográficas continuaron, Huntington daría por cumplida su labor de recopilación en las siguientes décadas. La fascinación por las costumbres españolas —y la Semana Santa reunía todos los ingredientes— se perpetuaría en Norteamérica desde hace un siglo. Hasta nuestros días.