En una pequeña sala de Madrid, Nave 73, ha vuelto a resurgir, desde el rencor y el fracaso convertidos en luz y entrega, la figura de uno de los performers del teatro-danza más pujantes del país. Hace ocho años, Alberto Velasco surfeaba una ola de premios y reconocimientos, pero dos más tarde su carrera se truncó y comenzó un desierto de inseguridades que le llevaron a la inquina y la soledad. Sus proyectos no recibían apoyo y comenzó a recorrer el terreno abrupto del fracaso. Una etapa en que la autocompasión se vuelve compañera y la vida se desmorona. De ese periplo surge esta obra, Sweet Dreams, abordada con fragilidad, sinceridad y humor. Con medio cuerpo de Joker y otro medio del Cremaster de Matthew Barney, Velasco sangra y quiere brillar.
La hecatombe le llegó cuando recibió el Premio Max en el año 2016. Antes, Velasco prometía e iba subiendo escalones. Lo hizo desde que en 2007 creó su primera pieza, Vaca. En ella, con camiseta imperio y calzoncillos abanderados, hacia un alegato de la libertad queer y gorda contra cánones y corsés que le valió premios en su ciudad natal, Valladolid. Luego, Velasco sería succionado por una de las artistas más intensas del teatro-danza de este país, Marta Carrasco. “Marta dejó un poso en mi absoluto, fueron seis años muy intensos, me chupó. Y salir de ahí, poder desligarme y abrazarlo con cariño me costó mucho”, confiesa Velasco. Una etapa de formación y crecimiento en la que también trabajó con Alicia Soto e Hiroko Tanahashi.
Entre 2012 y 2016 le llega la confirmación en Madrid como creador. Había dejado Francia y el universo Carrasco, y se afianzaba. Trabaja con el coreógrafo Chevi Muraday de Losdedae en Cenizas, obra que resulta finalista en los premios Max, que incluye textos del propio Velasco y de un incipiente Pablo Messiez, y con la que viajan por Europa y América. Trabaja con Carlota Ferrer en Los nadadores nocturnos, le nominan al premio Max como actor secundario. La gente lo quiere, la profesión lo reconoce. Con Muraday repite fórmula y crean la pieza En el desierto un año más tarde, ganando el premio Max al mejor espectáculo de danza. La cosa sigue funcionando. “Esa época fue buena, fue buena, buena”, recuerda. Ese mismo año se atreve y monta espectáculo. Velasco no es actor, es intérprete, performer, y en escena no está para repetir y repetir, sino para crear y expandir. Y así, como paso natural, se atreve con un espectáculo propio: Danzad malditos. Triunfa; crítica y público lo jalean. Gana el premio Max al mejor espectáculo. En un mismo año, dos Max. Velasco cree en esa gala que el mundo se abre, se postra a sus pies. “Me decía: 'Ahora me recibirán en los despachos'. No sucedió. Presenté proyectos, llamé y llamé, y nada. No sucedió nunca”, recuerda.
Me decía: ahora me recibirán en los despachos. No sucedió. Presenté proyectos, llamé y llamé, y nada. No sucedió nunca
Paradójicamente, es justo en esa gala cuando comienza el desierto, la desorientación. No todo es tan fácil. Velasco monta La inopia. Coreografías para un bailarín de 120 kg, en el Teatro Kamikaze, foro de la gente de teatro de la capital del momento. Se hace tan solo dos días: “No funciona, no sale gira. Reconozco que me equivoqué, tenía cosas chulas, pero sí, soy muy crítico y no se me caen los anillos por decirlo. No estaba redonda”, recuerda. Intenta montar otro espectáculo: Escenas de caza, obra de una de las autoras que despuntan en ese momento, María Velasco. Nada: tres funciones. Llega la soledad. No volverá a dirigir en teatro hasta ahora, su carrera en televisión (Señoras del (H)ampa, Vis a vis, El vecino...) se ralentiza… “Pensaba que mi trabajo no interesaba, hacía proyectos con dramaturgos, proyectos de teatro-danza, los presentaba y me decían que no o ni me recibían. O me llegaba un mail del Centro Dramático Nacional que decía escuetamente que no les interesaba mi trabajo. Entonces intentaba modificar mis planteamientos, buscaba dar con la tecla de lo que se quería mostrar en Madrid y en el mundo. Me perdí”, explica. “La vida se me fue a la mierda, no sé separar una cosa de la otra. En lo personal también sentía desorientación y fracaso. Todo estaba unido, vida y trabajo, y me decía: 'Ya has hecho lo que tenías que hacer, ahora chao, se acabó, no tienes nada que contar''”, explica.
Una residencia, una salvación
Muchas veces los artistas exigen espacios y apoyo para la creación. “Una sala en Madrid, pequeñita, para ensayar una semana, son quinientos euros mínimo”, confiesa Velasco. “Para mí todo cambia cuando la Compañía Nacional de Danza me da una residencia y un espacio para trabajar. De repente me dicen 'que sí, cariño, que te buscamos unas fechas'. Y en cuanto empiezo a ensayar allá, en esas salas generosas de espacio y luz, veo que las cosas funcionan. Llegué siendo un despojo. Trabajé desde ahí. Me hice acompañar por María Pizarro que me animó a exponerme, yo andaba un poco traumado y me daba miedo. Y ahí comencé a ver que funcionaba, que conectaba, que no me daba pereza hacer los pases. Esto es importante. Cuando te da pereza hacer pases es que algo va mal. Comencé a fluir, a estar en contacto conmigo mismo, a permitirme, a meter músicas, a tener libertad”, explica Velasco que incluso afirma no tener la sensación “de hacer una pieza”. “Cuando entro en la obra es como si siguiese con mi vida, la atravieso, acaba y la vida sigue, pero sin sensación de que hubiese parado. No hay show, por eso tiene algo de especial este trabajo. La pieza me ha dado una naturalidad escénica con la que no contaba, porque no estoy empujándome. Estoy muy de acuerdo con lo que hago en la obra, estoy tranquilo, si mañana se acaba todo pues que le den”, cuenta.
Cuando entro en la obra es como si siguiese con mi vida, la atravieso, acaba y la vida sigue, pero sin sensación de que hubiese parado. No hay show, por eso tiene algo de especial este trabajo
Todo comienza como un ritual postdramático de raíces oscurantistas y castellanas. Velasco, gordo y con una actitud afirmativamente gay, sale a escena y se tumba sobre una tela enorme en la que se ve el cuadro Agnus Dei de Zurbarán. Realiza movimientos de suelo de una danza mínima, contemporánea. Las luces juegan al claro oscuro de tintes goyescos. El tiempo es lento, el simbolismo apuesta por la intuición, se huye de lo ilustrativo. Todo recuerda a una escena experimental española de principios de siglo que parece ya ida. Velasco se pone un capirote de Semana Santa, que más bien parece el de la Santa Inquisición. Ahí comienza un trabajo de cuerpo, de espalda, que lo convierte en pájaro con el propio capirote oficiando de pico del animal. Los referentes no paran, si al principio pareciera una obra de Angélica Liddell iluminada por Carlos Marquerie, ahora la escena se convierte en un trabajo de claras referencias al teatro-danza de Marta Carrasco.
Tras esta apertura, Velasco decide romper la escena, coge el micrófono y dice: “1983, un señor ya bastante grande asoma al mundo haciendo romper aguas a su jovencísima madre (…) Nunca más me ha vuelto a gustar madrugar (…) Como banda sonora de mi nacimiento, Eurythmics publica Sweet Dreams (Are made of this). Fui bautizado con este salmo”. Comienza a sonar la canción de la banda británica, pero en voz de Holly Henry. Bienvenido a un mundo de fulgor y deseo, de dolor y soledad, de luz y sombra.
A partir de ahí, el actor irá desgranando en escena una radiografía de su momento como artista y ser humano. Lo hará aunando géneros. Delirante sketch de una receta de un brownie en la que los ingredientes son 200 gramos de trauma, 110 de entorno normativo, 12 de buenas intenciones, 85 gramos de sal de tu zona de confort y una cucharada de esencia de amor romántico. Escena con playback del tema Vuelve conmigo de Anabel Conde que juega con el “quién se acuerda de ella hoy” en estos días de gloria de Chanel y SloMo. Y textos de gran carga poética sobre la infancia como reino perdido, sobre el pasado convertido en un paisaje de catástrofes, sobre el horrible miedo a la depresión: “Con la boca llena de veneno y unas ganas enormes de huir, de quitarme los zapatos y no moverme más nunca de mi rincón”, dice en un momento de la obra. Destacan, entre ellos, dos textos. Uno sobre la autocompasión que acaba en un lupanar de carretera con David Lynch al frente y una serpiente que te canta al oído lo miserable que eres. Y otro sobre las drogas en el que el cuerpo de Velasco se revela como un Chernobyl después de la tragedia, donde con los dientes blandos y la saliva pastosa se pregunta porqué su generación se droga tanto.
Bajo la influencia de Angélica Liddell
Todo se lo permite Velasco en esta obra. Pero lo realmente interesante, aunque a veces bordee el peligro de la pieza deslavazada, es que Velasco consigue unirlo, crear una dramaturgia, esa entelequia teatral que muchas veces no se sabe qué es. Una dramaturgia donde se trata su ascenso y caída profesional, pero que también es atravesada por otra búsqueda. Velasco se muestra como un Frankestein lleno de referentes, con retazos que son movimientos de Alicia Soto, con momentos que reproducen aquella maravilla de Marta Carrasco en Jerez junto a Juan Zaranda, Aiguardent. No hay pudor en mostrar influencias, Velasco sabe que estamos construidos de retazos de otros y lo muestra porque la búsqueda es otra, va indagando quién es él en escena, cuál es la esencia de su movimiento, desde dónde puede él decir. Velasco había perdido la brújula y Sweet Dreams busca un norte.
Hasta dos días antes del espectáculo todo era un desastre, pero ahí pasó algo, no sé el qué, que me hizo recobrar las ganas de vivir
Además muestra, con acierto, cómo la creación puede ser una cadena trófica al modo que lo es para el personaje de Belinchón en la novela de Rafael Reig Manual de literatura para caníbales. Un día eres posdramático, al otro estás en la teatro-danza, luego debes ponerte los galones del teatro documental y ahora parece que eso ya fue y debieras darle al sainete posindustrial. Y siempre con la sensación de llegar tarde, y siempre con el fracaso colgando. A ese vértigo responde Velasco. Si bien la pieza contiene momentos más discutibles, como una exhibición de actuación donde el actor reúne textos de Lorca, Chéjov e Ibsen, Sweet Dreams es un trabajo honesto, teológico y, después de tanta miseria, esperanzador. Una palabra peligrosa, tiende siempre a convertirse en chicle, pero que en esta obra Velasco consigue aquilatar y compartir con el público. La obra con pocas funciones todavía transcurridas se está convirtiendo en una de las sensaciones del teatro en la capital.
En un momento de la obra, Velasco cita una frase de ese montaje que con el tiempo comienza a alargar su extensa sombra como uno de los espectáculos más influyentes de este siglo: La casa de la fuerza, de Angélica Liddell. “La frase 'Amar tanto para morir tan solo' retumba en mi cabeza desde 2009, cayó en mi como una epifanía”, dice el actor sobre la escena. Pero hay una diferencia entre ambos. Velasco no comparte la destrucción filosuicida de Liddell. Cuando se enfrenta al bicho negro que supone Liddell, Velasco confiesa: “Sí, es cierto, me da mucha pena de mí mismo. Me hubiera encantado decir hasta aquí hemos llegado, pero no. Todavía tengo ganas, sé que es imposible ser feliz, pero quiero construir pequeños momentos de felicidad, lo deseo, lo anhelo. Hasta dos días antes del espectáculo todo era un desastre, pero ahí pasó algo, no sé el qué, que me hizo recobrar las ganas de vivir. Y es eso lo que cierra el espectáculo. Estos años anteriores, tan oscuros, que son como una nebulosa, no me hicieron bien. Me hace mejor ser esta persona un tanto más naif que soy ahora. Al final de la obra cojo otra vez la chaqueta de brillo, quiero iluminar el mundo, es así de simple. En definitiva, esta obra es tan solo una penitencia pop”, concluye.