CRÍTICA

Alfredo Sanzol estrena la Bernarda Alba más 'emo' de la historia

12 de febrero de 2024 16:25 h

0

El escenario de esta La casa de Bernarda Alba parece una ranura de un ordenador de última generación. No hay ninguna referencia estética al sur, al mundo agrario o al interior de una casa de pueblo. Los muros donde viven enclaustradas las cinco hijas de Bernarda ya no son de piedra encalada, son muros casi inmateriales, pero tan reales como los que levantan las redes sociales hoy en las almas de muchos seres humanos. La obra comienza con una declaración de intenciones. Antes del primer parlamento, de esa frase tan conocida con la que comienza la acción de la obra: “Ya tengo el doble de esas campanas metido entre las sienes”. Adela, la hija menor de las Alba, baila bajo un sonido envolvente de música techno.

El planteamiento del montaje de Alfredo Sanzol para el Centro Dramático Nacional en el Teatro María Guerrero (Madrid) es claro: unir el presente con una de las grandes obras de Federico García Lorca escrita hace casi 80 años. Su montaje prescinde de cualquier referencia localista o rural. La Casa de Bernarda ya no es una casa de pueblo, sino que el director, de la mano de la escenógrafa Blanca Añón, convierte esa casa donde las hijas de Bernarda son condenadas a ocho años de luto, esa cárcel metafórica, en un espacio que remite al universo virtual que gobierna el presente. Sanzol propone una puesta en escena donde, si bien hipercuidadoso con el texto de Lorca, apuesta por una estética nueva en la que las hijas de Bernarda irán convirtiéndose en bichos de estética emo y en la que intenta cruzar el universo lorquiano con otros lenguajes escénicos como la danza contemporánea. El riesgo acometido es de alabar. Un director del Centro Dramático Nacional tiene que meterse en estas lides, buscar cómo se puede afrontar el repertorio desde otros lados. La gran pregunta es si ha conseguido lo que perseguía, resignificar la obra, traerla al presente.

La casa de Bernarda Alba está escrita en 1936, fue la última obra del autor de Poeta en Nueva York. En ella, fotografiaba una España lastrada por un catolicismo castrante, una sociedad clasista y desigual, una moral represora y un mundo, en definitiva, machista y patriarcal donde la mujer era moneda de cambio, esclava y muda. “Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón”, dice Bernarda condensando en una frase el espíritu de toda una época. Al igual que todo el teatro lorquiano, la obra estuvo condicionada por la muerte del poeta y su censura durante años en España. Algo especialmente acusado con esta obra que, por su tono realista, sin la lírica de sus otras dos tragedias (Yerma y Bodas de sangre) se llenó de un simbolismo político muy acusado. Poco a poco eso fue cambiando y su obra fue abriéndose en significados y posibilidades. Hagamos un poco de historia teatral para acercarnos a cómo fue conformándose esta obra que es ya un clásico del repertorio contemporáneo español.

Las diferentes Bernardas

La historia de La casa de Bernarda Alba nace en el momento más abrupto y trágico del siglo XX. Lorca, en enero de 1936, se encuentra por última vez con Margarita Xirgu en Bilbao, en el estreno de La dama boba de Lope de Vega. Allí le promete que acabará la obra para que la pueda estrenar en Buenos Aires. A los pocos días, ambos iban a partir de Santander hacia América. Lorca decidió quedarse y unirse más adelante a la compañía en México. Nunca salió de España. Xirgu nunca regresaría. Lorca acabó de escribir La casa de Bernarda Alba en junio de ese mismo año. Dos meses más tarde, el 19 de agosto, fue asesinado.

Nueve años más tarde, el 8 de marzo de 1945, en el Teatro Avenida de Buenos Aires, se estrenó por primera vez este texto que llegó poco antes a las manos de la Xirgu a través de un amigo del poeta. Lorca ya era un símbolo mundial de la lucha antifranquista y ejemplo de la persecución ejercida por el fascismo a intelectuales de todo el mundo. Margarita Xirgu era, a su vez, puro símbolo de la España en el exilio. El significado de las palabras de Bernarda al final de la obra, cuando dice: “¡Silencio! ¡A callar he dicho! ¡Las lágrimas cuando estés sola! (…) la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!”, fue unívoco. Todo era símbolo, la casa era España, Adela era el propio Federico y Bernarda era el propio franquismo imponiendo una ley de silencio férrea y brutal.

Después, la obra, a través de estos 79 años de representaciones a lo largo de todo el mundo, ha ido buscando y encontrando en cada momento su relación con el público. En España se estrenó por primera vez bajo la dirección de Juan Antonio Bardem en 1964, quien realizó una puesta en escena en blanco y negro. La casa de Bernarda era pura prisión, el registro actoral era de un naturalismo seco que remarcaba un ambiente de opresión acentuado aún más por la escenografía de Antonio Saura. El periodista José Monleón, haciendo un repaso de los montajes de Bernarda, escribía en Cuadernos Hispanomericanos: “El '¡silencio!' final de Bernarda ya no atemorizaba como antes. Andábamos por los '25 años de paz' y ese plazo desgasta la autoridad de cualquier guerrero”. Fue un montaje, decía Monleón, que sobre todo sirvió para normalizar la regularización de las relaciones de Lorca con la sociedad española hasta entonces mitificadas por un parte de la sociedad y denostadas por otra.

Ya en democracia, la obra siguió mutando. Primero, en manos de Ángel Facio en 1976 que dobló la muñeca del repertorio respetuoso e hizo que Ismael Merlo encarnara la figura de Bernarda en un montaje donde se acentúo la carga sexual de la obra ―el espacio escénico de goma espuma emulaba el interior de una vagina― al mismo tiempo que se subrayó cuanto tenía el personaje de Bernarda de símbolo de una ideología que había sometido a España durante 40 años. La obra tuvo un éxito enorme. La crítica la aplastó.

Luego llegaría el montaje que la historiografía ha querido situar como canon y referente, el de José Carlos Plaza en 1984. Plaza decidió abandonar por primera vez la puesta en escena en blanco y negro y apostó por un espacio lleno de luz, costumbrista, donde fueran los personajes, a través de la acción dramática, quienes llevasen al público a la reflexión crítica. Sin símbolos opresores. Ahí surge una Bernarda que ya no es la autoridad implacable, sino una persona débil, víctima a su vez. Plaza, hace dos años, volvió a montarla, con una propuesta más esencial que perdió el pie con el presente pero que tenía una Bernarda en Consuelo Trujillo que el público hoy sigue recordando.

Desde aquel montaje hasta hoy, destacan también la propuesta de Calixto Bieito en 1998 con María Jesús Valdés en donde desaparece toda referencia localista; y la que Lluís Pasqual estrenó en 2009 con Núria Espert y Rosa María Sardá como Bernarda y Poncia, respectivamente. Todos estos montajes fueron añadiendo capas y significaciones a un texto que supo ir abriéndose paso a través del tiempo. Pero ¿qué ha intentado Sanzol en este montaje?

Realidad y multiverso

La propuesta de Sanzol tiene aciertos. El primero es Poncia, donde Ane Gabarain ―que el sábado salió pitando de la función para recoger el premio Goya a la mejor actriz de reparto― está perfecta, sin una desmesura cómica, pero dando vida donde hay que darla. Le sigue Sara Robisco que compone un bicho gótico enigmático y oscuro. Pero, a pesar de estos aciertos, la obra se tambaleó en su estreno, algo que se dejó sentir en el aplauso, agradecido pero taimado. El estreno, que siempre está lleno de nervios, adoleció de desmesuras en la actuación, sobre todo del reparto más joven que en ciertos momentos cayó en el grito. Adoleció también de ritmo, donde los silencios no cogían el peso suficiente, y en el movimiento de las actrices en escena que distaba mucho de ser orgánico. Pero estos son pormenores que tienen solución.

Otro acierto es el vestuario de Vanessa Actif que ayuda a componer un imaginario de las hijas inmerso en esa interioridad tan contemporánea donde los jóvenes son capaces de llegar a extremos de reclusión como la de los hirikomori. El montaje mira al texto de Lorca desde un presente donde realidad y multiverso se confunden, donde el adentro y el afuera se han difuminado pero el aislamiento social sigue operando a toda pastilla. El aislamiento es hoy galopante y tan político como el que se impone a las hijas de Bernarda. Y ese gesto escénico de Sanzol abre una puerta, un hilo de conexión entre el presente y la obra de Lorca bien interesante. Estas hijas de Bernarda temen salir a un mundo dominado por los hombres, a un sistema que las mercantiliza y ejerce sobre ellas una violencia sexual permanente. Tienen miedo, un miedo muy contemporáneo.

Pero la duda es si ese hilo consigue trabar con la dimensión teatral del drama lorquiano. Y quizá no lo consiga del todo debido a la indefinición en el registro actoral. La mesura un tanto naturalista de Patricia López Arnaiz, que encarna a Angustias, contrasta con el registro casi performativo, en cuerpo y energía, de una Adela que por momentos parece salida de un extrarradio posindustrial actual. El tamiz esperpéntico de la madre (Ester Bellver), tampoco casa del todo con la indefinición de una Bernarda que manda y no manda o con el clasicismo realista de Inma Nieto que borda el papel de criada. Esa indefinición despista y hace que las actrices en ocasiones remen en direcciones distintas.

Otro hilo interesante que Sanzol lanza al aire para unir la obra de Lorca con el presente es incluir un lenguaje basado en las políticas del cuerpo proveniente de la danza. Las hijas de Bernarda bailan, se impone una lectura de unos cuerpos expuestos a una violencia sexual sistémica que el espectador bien puede unir con el presente. Pero el problema es que el director decide separar la acción dramática de estos momentos. Estos siempre se darán como un aparte. La escena queda en suspenso y las actrices bailan. Cuando el baile acaba se retoma la escena. Esta separación crea una escisión entre ambos lenguajes que dificulta la contaminación fructífera.

El misterio de esta obra está en su final, cuando la tragedia se consuma, cuando Adela se suicida y llega ese texto final de “¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!”. Ahí es cuando la obra de Lorca tiene que resonar. Y el problema es que no se sabe bien a qué resuena esta Bernarda. Hay una tristeza bonita en la voz de Ana Wagener, una tristeza hecha de cansancio, de un cansancio ante la evidencia de la poca efectividad de tantos años de lucha ante un patriarcado que subsiste, un cansancio insoportable ante tantas Adelas idas. Todavía es pronto para saber la verdadera significación de esta Bernarda, cómo será recordada o si lo será. Tan solo podemos dar parte de un estreno que hizo patente la gran dificultad que tiene hacer hoy un teatro de repertorio más allá del que se realiza con voluntad arqueológica.