Es difícil interpretar todos los dolores de la guerra con una sola voz y que no se antojen prosaicos, repetitivos. La misma voz que no entiende el interés de abrir una fosa común, al segundo está recibiendo una brutal paliza a manos de los soldados franquistas. Por hablar, por callar, por ser mujer. “Solo sois mujeres, no sois nada”, repetían sus verdugos con la sorna propia de quien se cree del sexo fuerte. Pero ellas no solo eran amas de casa en el lugar inadecuado, también eran bestias de la trinchera que defendían su ideología, aguantaban la sangre entre las encías y se arrancaban las uñas magulladas después de los puñetazos.
“En España hacen falta muchos homenajes, pero el que más me duele es el de las mujeres republicanas que lograron suplir unas carencias hoy inimaginables”, decía Almudena Grandes sobre las hijas de la Nueva España de los años 30. Solo son mujeres, la nueva obra del Teatro Abadía de Madrid, recupera ese dolor en un tríptico de testimonios sobre el periodo más infame de la Guerra Civil. Las olvidadas del franquismo son cifras perdidas entre los registros de la policía, son 13 rosas y voces dormidas de la cárcel de Huelva, son las hijas de las militantes exiliadas en Rusia y México.
Pero, ¿dónde están las que recibieron un balazo por ateas mientras lucían un crucifijo en el pecho?, ¿qué pasó con las monjas de la caridad que torturaron a mujeres y niños hasta su conversión cristiana?, ¿y las analfabetas que usaron una grabadora para no perder los recuerdos de su calvario?
Carmen Domingo no pretendía ser clemente con la memoria histórica cuando escogió a sus tres protagonistas. “Es difícil que no te acusen de demagoga cuando escribes sobre el tema”, por eso la guionista se guardó las espaldas con datos y cifras más que con testimonios. Si creemos que las licencias artísticas recrudecen el mal trago, es que no sabemos nada de historia.
La mujer de las tres caras
En escena, Míriam Iscla muda de piel a una velocidad ciclotímica y aguanta la mirada sobre el patio de butacas. En un momento, observas el hueco donde descansan los huesos de las fusiladas y los fósiles miniatura de sus nonatos. Al siguiente, los gritos desesperados y la cordura se escapan entre las rejas de Las Ventas. La misma actriz representa tres papeles sin pausas teatrales ni cambios de vestuario. Pero tampoco hace falta. Siempre llora, pero las lágrimas que preceden a la muerte no son las mismas que las que ven morir a niños por inanición, o las que aguantan silenciosas los bofetones de los interrogatorios.
“Para ser solo una mujer, me castigáis como a un hombre, y eso me honra”, pero esto no es del todo cierto. Como dice su autora, las detenciones de las mujeres estuvieron marcadas por varios componentes que no sufrieron los hombres. “A los hombres se les castigaba a través de sus esposas, madres o hermanas. Sin embargo, el régimen no se vengaba de las mujeres haciendo daño a los hombres de su familia, sino a sus hijos”. Un trato sañudo del que fueron víctimas nuestras tres protagonistas.
Infanticidios en los hospitales
Míriam Iscla se coloca frente al anfiteatro. Ya no se dirige al público, sino a las monjas de la caridad que custodiaban el hospital de Can Sales, en Mallorca. Y de repente su boca habla en nombre de Matilde Landa, militante del Partido Comunista y trasladada en 1939 desde la cárcel de Las Ventas. Con una voz sosegada, se ríe de la misericordia de Dios y culpa a las católicas de haber asesinado a 13 niños. “Hermanas, aunque me amenacéis y torturéis, no me voy a bautizar. He nacido libre”.
Como castigo, las monjas impusieron un régimen de horarios imposible para amamantar a los bebés, que morían de hambre en pabellones contiguos a los de sus madres. “No puedo mirar sin llorar los rostros de esos niños a los que amenazan con dejar sin leche si yo no me convierto”, escribía Landa en una carta. Las órdenes religiosas se hicieron cargo de estos almacenes donde hacinaban a las reclusas para “limpiar el futuro de España”. Allí, los infanticidios se convirtieron en una práctica heredada del nazismo para coaccionar a las mujeres. “Vallejo Nájera defendía que ser roja era una enfermedad hereditaria y que se debía matar a la criatura o separarla de su madre”, nos cuenta Domingo.
La lealtad no necesita letras
“¿Te acuerdas de cómo se me cayó el paño higiénico de los golpes? Me tuve que bajar las bragas y colocarlo otra vez en su sitio”, ríe nerviosa Tomasa Cuevas mientras cojea por su celda. Esta militante de 16 años de las Juventudes Socialistas pensaba que la ideología podía más que el sentido común. Si hubiese triunfado el segundo, Cuevas habría delatado a sus compañeros de formación en los interrogatorios y no habría tenido que aguantar las torturas ni arrancarse las uñas amoratadas de los pies.
Cuando consiguió la libertad condicional, Tomasa se exilió a Francia, pero sin olvidar a sus compañeras de prisión. Aquellas que volvían a sus cubículos irreconocibles, con la cara desfigurada y la boca llena de sangre. También a las que no volvían, y sus cuerpos quedaban tendidos bajo las bancadas de la sala de interrogatorios, como el de su amiga Teresa. Su analfabetismo le impidió escribir todas las barbaridades que ocurrían entre las paredes de las prisiones de España. Así que se hizo con una grabadora y regresó para dar luz a otros -muchos- testimonios silenciados. “Esta cárcel estaba prevista para 500 y terminó acogiendo a 12.000 presas”.
La penitencia de la beata
Carmen Domingo parte de un testimonio más general para dar voz a sus otras protagonistas. Amparo Bayón procedía de una familia de derechas y se declaraba abiertamente católica. Durante el golpe de Estado, su marido se refugió en Madrid y le aconsejó que huyera a Zaragoza con su familia. La mujer quemó todas las fotografías, cartas y documentos que le pudiesen vincular con el bando republicano. Pero no fue suficiente. Su familia política la delató para quedarse con las tierras y el dinero de la herencia.
La siguiente escena nos sitúa, como ya hizo Dulce Chacón, en los momentos previos a escuchar los nombres de la lista de fusilamientos. “Lo pronuncian muy despacio”. Después del tiroteo, y aprovechando que la fosa común no se tapaba hasta el amanecer, los chavales del pueblo tiraron unas botellitas con el nombre de las fusiladas. Gracias a este gesto, en apariencia nimio, el cuerpo de Bayón fue encontrado 40 años después junto a otros 13 esqueletos y los minúsculos restos de un feto.