Sobre brutos y bestias: las lecciones de Eugene Ionesco sobre el rebaño total

El apocado, bonachón y un poco piripi Berenguer, protagonista de Rinoceronte, aparece por primera vez en la obra de Eugene Ionesco en El Asesino, publicada en 1958 y después en El rey se muere (1962) y El peatón del aire (1963). En todas menos en una, Berenguer es un hombre sin ambición, ligeramente depresivo, que se convierte en héroe antisistema, por ser el único que ofrece resistencia a la apisonadora de la presión social. Y en todas acaba mal.

En El asesino, Berenguer descubre una ciudad radiante al lado de su casa; un espacio limpio, bello, ordenado y perpetuamente luminoso donde, como en Tiffany's, no te puede pasar nada malo. Lamentablemente, ese edén urbano y potencialmente distópico de la ciudad de París esconde un asesino en serie que mata tres personas al día empujándolas a un lago. Espantado ante el desinterés de las autoridades, la aceptación de sus habitantes y el narcisismo de sus políticos, Berenguer acaba enfrentándose al asesino en una discusión típicamente kafkiana donde los valores cívicos se revelan tanto o más absurdos que el crimen más aberrante.

Rinoceronte es una de las principales muestras del Teatro del Absurdo, un género inspirado en el absurdo existencialista de Camus y que agolpa a dramaturgos tan dispares como Samuel Beckett, Harold Pinter, Alejandro Jodorowsky o Fernando Arrabal. La adaptación de Ernesto Guerrero en el Centro Dramático Nacional empieza en una plaza de una provincia pequeña. Allí se encuentra Berenguer (Pepe Viyuela) con su buen amigo Juan (Fernando Cayo), que le achucha por descuidado y por empinar mucho el codo cuando, de repente, aparece un rinoceronte, o quizá dos.

Una epidemia transformadora

Tras de una larga discusión acerca de la naturaleza y origen del perisodáctilo, que incluye la intervención completamente absurda de un lógico profesional, todos y cada uno de los personajes de la obra se irán transformando en rinocerontes. Todos salvo Berenguer, cuyo proceso paralelo de transformación va de la neurosis al terror, a la indignación y, finalmente, a la resistencia total, solitaria y suicida. Como dice el lógico antes de sucumbir, “pensar contra la corriente de los tiempos es una heroicidad. Decirlo en voz alta, una locura”.

Todos caen. Desde los abusones, como Juan, que siempre tienen razón (“¿Qué hay de bueno en pasar de una posición insostenible a otra -decía Beckett- en buscar justificación siempre en el mismo plano?”) a los intelectuales que están sobrecivilizados y que encuentran estímulo en la barbarie. La amada de Berenguer se deja seducir por los cánticos, los cuernos en fila y las marchas sincronizadas. Y estos son los que resisten; la mayoría sucumbe felizmente al zumbido tranquilizador del consenso masivo, de lo políticamente correcto, encontrando una nueva fuerza en la colectividad.

“La mente de los hombres necesita una verdad sencilla, una respuesta que responda a todas sus preguntas, un gospel, una tumba -barajaba Cioran en Sobre una civilización exhausta.- Los momentos de refinación esconden un principio de muerte: nada es más frágil que la sutileza”.

Una adaptación con subtítulos para despistados

Rinoceronte es una obra sutil. Como todo el mundo sabe, se trata de una reflexión sobre el ascenso viral de los movimientos totalitarios, como el que Ionesco vivió en Rumanía en 1937-38 y el resto de Europa desde el 39 hasta el final de la última gran guerra. Pero la pieza es tan austera que hasta Sartre le pareció seca: “¿Por qué hay un hombre que resiste? -se quejaba el francés cuando la obra se estrenó en París, en 1959 -Al menos podrían decirnos por qué, pero no, ni eso nos dicen. El resiste porque está allí”. La producción del María Guerrero, pese a sus aciertos estilísticos y el trabajo superior de la mayor parte de sus actores, sufre precisamente de lo contrario.

Abrumados por la oscuridad de la metáfora, esta última adaptación brilla en la puesta en escena, que es imaginativa y tiene momentos deslumbrantes, pero intenta contemporizar la acción con una línea de puntos para que el espectador de 2014 -supuestamente más idiota que el de 1959 por la sobreexposición a los medios masivos, los videojuegos y los atentados en loop noticioso- vea la figura final y no se aburra ni se pierda. La sensación es que, como las traducciones de los libros difíciles, la obra acaba teniendo tres veces el tamaño del original, que es corto y áspero y difícil. Es posible que la obra gane en claridad pero, con el abandono de su naturaleza absurda, pierde también gran parte de su radicalidad, por no hablar de su sentido del humor cósmico, el de reírse por no llorar.