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“Es una obra maestra que causará desesperación entre los hombres en general y los dramaturgos en particular”. Son las palabras con las que el escritor Jean Anouilh definió la obra que el 5 de febrero de 1953 se entrenaba en el parisino Théâtre de Babylone. Esperando a Godot era el título del texto que su colega Samuel Beckett, un emigrante irlandés de 47 años, lograba al fin llevar a escena tras tres años guardado en un cajón de su residencia de París.
Fue las obras más revolucionarias y polémicas de su tiempo que, a día de hoy, continúa despertando entre críticos, artistas, hombres -y también mujeres-, la admiración y desesperación presagiada por Anouilh.
Con esta función Beckett consiguió adquirir la dimensión y el éxito internacional que le situarían como uno de los grandes dramaturgos del siglo XX, pero no fue lo único que provocó. Años después se sigue debatiendo sobre un aspecto que el propio autor dejó firmado en su testamento: que los personajes masculinos de la obra solo podían estar representados por hombres.
Esto a su vez pone sobre la mesa el debate acerca de los límites de la voluntad del artista a la hora de administrar sus derechos de autor. ¿Debe la prioridad del autor en este sentido impugnar cualquier decisión en la interpretación y dirección de las adaptaciones? ¿Puede esta preeminencia de criterio incurrir en censura?
El paradigma de esta cuestión lo encontramos en la que es considerada la obra principal de Beckett. El motivo tiene que ver con una cláusula que el propio autor dejó reflejada en su testamento, en la cual se especificaba que la interpretación de sus personajes masculinos debería ser asumida siempre por hombres. Una voluntad que, tanto sus herederos como los editores responsables de la gestión de los derechos de sus obras en los distintos países, han respetado al pie de la letra desde el fallecimiento del escritor en 1989.
A partir de esa fecha, la paralización, e incluso la cancelación de adaptaciones teatrales de este título debido a interferencias de los responsables de la gestión de los derechos de Beckett, resulta algo sorprendentemente habitual.
El caso más reciente, y uno de los más polémicos dado el contexto en el que se produjo, tuvo lugar el pasado año en Argentina. En septiembre 2018, el Complejo Teatral Buenos Aires recibía una revocatoria de la autorización por parte de la agencia encargada de gestionar los derechos de Samuel Beckett para seguir adelante con la adaptación de Esperando a Godot que tenía previsto acoger el Teatro San Martín.
El motivo aducido para la paralización del proyecto dirigido por Pompeyo Audivert, por entonces en una etapa muy avanzada de producción –los ensayos llevaban en marcha desde el mes de julio-, tenía que ver con la elección del elenco. En concreto con la presencia de las actrices Analía Couceyro e Ivana Zacharski en los papeles de Lucky y el Muchacho, respectivamente, roles que la agencia, siguiendo lo estipulado en el testamento de Beckett, no autorizó que fueran interpretados por actrices.
A pesar de una primera propuesta por parte del CTBA de reemplazar a ambas actrices por intérpretes masculinos, finalmente el proyecto era paralizado, tal y como el propio Teatro informó a través de un comunicado. En él, se afirmaba que, en caso de aceptar estas nuevas condiciones, la dirección del Teatro “ponía en peligro a la obra, al equipo artístico, al mismo Complejo Teatral y a su público”. “Estaríamos convalidando un planteo anacrónico, absurdo y anti-artístico, con el cual definitivamente disentimos”, concluía el comunicado.
No se trata, ni mucho menos, del primer caso en el que sucede algo similar. En el año 2004 fueron dos las productoras alemanas que se vieron afectadas por la rigidez de las últimas voluntades del padre del teatro del absurdo. Una semana antes de su estreno, la editorial S. Fischer Verlage, gestora los derechos de Beckett en Alemania, prohibió la adaptación que se iba a presentar en la localidad de Wilhemshaven por incluir en su elenco a dos actrices. La misma razón que la editorial aportó para la cancelación, tan solo un mes antes, de una adaptación mismo título en un teatro de Frankfurt.
Son solo algunos de los muchos casos en los que las advertencias de los editores o herederos de Beckett han concluido con la paralización de distintos proyectos. Sin embargo, también encontramos ejemplos de producciones que, aferrándose a su propuesta original, han logrado salir adelante.
Es el caso de la que en el año 2005 puso en marcha en Italia la Compagnia Laboratorio di Pontedera, con Roberto Bacci como director y Luisa y Silvia Pasello en los papeles de Vladimir y Estragón. En esta ocasión, la compañía plantó cara a las acusaciones de la agencia D'Arborio de haber, supuestamente, pervertido la voluntad del autor. Apelaban en un recurso judicial a la ausencia de la prohibición explícita de incluir actrices en el elenco dentro del contrato firmado con la agencia italiana.
Tuvo que ser una sentencia del Tribunal de Roma la que diera la razón a la compañía y desbloqueara la paralización del espectáculo, permitiendo su representación en el Teatro Pontedera tal y como había sido planteada inicialmente.
En nuestro país son varias las ocasiones en las que un elenco con presencia femenina ha logrado llevar a escena una adaptación de la obra de Beckett. Así ocurrió en el año 2000, cuando el director catalán Lluís Pasqual llevó al Teatro de la Abadía la obra con la actriz Anna Lizarán en el papel de Vladimir.
Y aún más sorprendente es el proyecto que en 1978, más de una década antes del fallecimiento de Beckett, logró sacar adelante la Compañía estable de Mari Paz Ballesteros con un elenco exclusivamente formado por mujeres. Maruchi Fresno, Rosa María Sardá, Maite Brik, Maite Tojar y la propia Mari Paz Ballesteros fueron las actrices que interpretaron entonces los cinco papeles en la obra que suponía el primer proyecto de la compañía.
“En esta visión del montaje era apasionante plantear las grandes preguntas de la humanidad con las matizaciones de la mujer, siendo distintas sus relaciones y reacciones con respecto a los hombres. Puede resultar más patético o más frívolo, pero es una propuesta distinta, un intento de comprender la visión del mundo a través de la mujer”, opinaban entonces sus promotores.
Y es que si por algo destaca esta prohibición, es por la disparidad de criterios y la ambigüedad con la que a lo largo de los años ha sido aplicada. Diez años después del estreno de la adaptación femenina en Madrid, sería el propio Beckett quien –aun en vida- presentaría una demanda contra el holandés Teatro Haarlem Toneelschuur por tratar de poner en escena una propuesta muy similar a la española.
“Si tenemos que luchar contra él, lo haremos”, afirmaba entonces la portavoz del proyecto Hermina Staal. Y así hicieron. La demanda fue desestimada, la obra pudo ser interpretada por actrices y Beckett, resentido, prohibió hasta su muerte -tan solo un año más tarde- la representación de su obra en los Países Bajos.
Una inconsistencia en el criterio seguido en vida por el propio Beckett, carente además de cualquier tipo de matiz al ser trasladado al papel, que el autor trataba de argumentar con ironía en una entrevista con el profesor universitario Ahmad Kamyabi Mask un año antes de su muerte recogida en el libro Encuentro con Samuel Beckett.
Durante este encuentro, Kamyabi no dejó pasar la oportunidad de preguntarle el porqué de su disputa legal con el elenco holandés. “¡Qué importancia!”, exclamó Beckett entre risas: “Las mujeres no tienen próstata. Por lo tanto, no pueden interpretar el papel de un hombre”, argumentó. “Es una obra escrita para hombres”.
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