Las Huecas, punk sobre las tablas
Las Huecas son cinco jóvenes que aún no pisan la treintena y que la están armando desde un pequeño teatro de Barcelona, epicentro de la creación contemporánea catalana, L’Antic Teatre. Se llaman Esmeralda Colette, Andrea Pellejero, Júlia Barbany, Núria Corominas y Sofía Ana Martori. Después de un estreno que acabó en aplauso atronador en el Teatre Principal de Terrasa, en el Festival TNT, han pasado dos semanas actuando bajo el cartel de “No hay entradas”. Pero esta historia no va de éxito, sino de respiraderos de una escena que a veces peca de aburrida. La prueba es que con esta obra, su segundo montaje, tienen a gran parte del sector teatral hablando de ellas.
Su nueva obra, Aquellas que no deben morir, una pieza sobre la muerte y el negocio que la rodea, es simple como un tema de los Ramones: tres acordes y al lío. No quieren ser modernas ni parecerlo y han decidido tirar de raíces netamente teatrales. En algunos momentos de la pieza parecen un Els Joglars transmutado. Pero no se equivoquen: en esta obra las cantan directas: teatro feminista que lo es sin declararlo, una visión del cuerpo femenino desexualizado hasta el extremo y una actitud punk que abole el virtuosismo al mismo tiempo que reivindica lo colectivo.
Las Huecas, tras una de las funciones, acogieron sobre el mismo escenario a este periódico. Un diálogo ameno y eléctrico en el que responden sin dobleces, cortándose la palabra la una a la otra, con un pensamiento de colmena que llama la atención. En cierto sentido, haciendo lo mismo que hacen en la escena: actuar como una compañía. Por eso en sus respuestas una voz colectiva surge entre las individuales.
“Las Huecas nace de la necesidad de hacer cosas fuera del Institut del Teatre. El ambiente del Institut era axfisiante, pura ansiedad. Todo empezó porque nos presentamos a Croquis, un pequeño festival que organizaba el colectivo Atresbandes en el Sala Beckett de Barcelona”, explica Esmeralda. “Había que enviar un vídeo de un ensayo y nos inventamos uno de una obra que no existía. Y en ese primer no ensayo, ¡pum!, vimos que ahí explotaba algo, que nos entendíamos. Y nos cogieron para hacer una residencia de la que saldría nuestra primera pieza, Projecte 92”.
Projecte 92, que se estrenó en este mismo teatro en 2018 y ya asombró a propios y extraños, estaba más enraizada en el teatro posdramático de los noventa. Entre pogo hardcore y baile sincopado, Las Huecas repasaban esa Barcelona fundacional y desmesurada en la que nacieron. Pero tienen claro que no pretenden hacer historiografía romántica con ellas mismas: “Bueno, vieron que estábamos un poco colgadas”, apunta Júlia. “Y también influyó que hace cinco años no había grupos de teatro de mujeres. Eso enganchó. Además, no performábamos desde ese lugar ñoño del malentendido teatro de mujer. Por eso caló, porque estábamos jugando a hacer el feo, a hacer de feas”, concluye Núria. “Pero no venimos solo del Institut o la sala Beckett. Con ese primer montaje nos chupamos pocos teatros pero muchos garajes, mucha plaza, mucho local autogestionado, trasteros, mataderos abandonados… Ese también es el lugar que nos explica”, sigue Núria. “No es lo mismo estar actuando en la Beckett que en el Sant Feliu Fest donde estaban todos los punkarras del hardcore gritándote 'Muuuu bien”, explica Andrea sobre su participación en este mítico festival de punk que en 2019 celebró sus 25 años y en el que hicieron una versión más trash de Projecte 92 tirando de la otra cara de la compañía, su banda de punk-rock La Buides.
Todas ellas menos Martori, que es la parte técnica de la compañía, acaban de concluir estudios en el Institut del Teatre, entidad docente por antonomasia de las artes escénicas en Cataluña. Tienen un recuerdo de su paso por el Institut ambivalente. Saben que, en cierto sentido, las formó y en otro se reconocen en la definición de las escuelas que diera Thomas Bernhard: puros calabozos educacionales.
A la pregunta de cómo se formaron y qué obras les dejaron huella, Andrea dice que su referente es su propia compañera Júlia. “Cuando la veía en clase me decía: ¡cómo mola esta friki! No tengo referentes épicos, tengo a la Júlia”, dice. “En mi caso, me acuerdo mucho de la compañía mexicana Lagartijas tiradas al sol y antes, cuando era muy pequeña, de El año de Ricardo de Angélica Liddell”, escoge Núria. “Y el montaje de Guerrilla de El Conde de Torrefiel, bueno y La plaza, a ese montaje fuimos todas, me acuerdo de estar volviendo juntas en autobús flipadas”, explica Esmeralda. “Yo, si tengo que escoger una función, es la de unas abuelas en Logroño, no sé qué hacían, alguna obra de texto, solo recuerdo que allí encontré algo que no veía en otros lugares cuando miraba: la necesidad, la necesidad de estar ahí, haciendo. Me vi reconocida, hasta entonces solo había visto las obras que ponían en el Teatro Principal de Logroño y aquello no me traspasaba”, explica Andrea. “Bueno, también nos inspiran las obras que nos transmiten mucho grinch, mucha vergüenza, en Bachillerato hice mucho clown para empresas de festejos y eso marca”, apunta Júlia. “Exacto, cuando haces una animación infantil de mierda, en un cumpleaños de mierda en el que eres la última mierda: ese ridículo…”, explica Núria. “Eso en un teatro grande es revolucionario”, concluye Júlia.
Las Huecas hasta hoy tan solo han actuado fuera de Cataluña una sola vez, en Bilbao con su anterior montaje. Todo indica que eso está a punto de cambiar, pero recelan del mercado teatral, de sus necesidades y sus apremios. Hasta estrenar Aquellas que no deben morir han pasado más de dos años de creación. Se autodefinen de “creación lenta”, algo a lo que se unió la pandemia y la dificultad de crear sin tener ningún tipo de ingreso económico por ello. El resultado es una pieza sobria sobre la ausencia, la muerte y la falta de libertad para vivirla como uno quiera. Siguiendo los gustos del momento del teatro contemporáneo actual, la obra contiene una escena de teatro documental donde Núria Isern, una asistente funeraria encargada de maquillar y preparar a los difuntos, escenifica el procedimiento que lleva a cabo desde que acoge un cuerpo. La escena funciona, el malestar del público al saber que algún día serán ellos los que estén tumbados en esa camilla se palpa durante la función, y además está sobriamente realizada y actuada. Pero la obra tiene varios momentos antológicos. Aparte de un comienzo y un final deslumbrantes, la pieza contiene un baile de las cuatro huecas apoyadas en unos títeres bidimensionales, verdaderas piezas de arte povera, de gran carga poética. Bailan con los muertos, con las ausencias, bailan y las manipulan como a los ciudadanos en los tanatorios. El baile no es ilustrativo, su semántica es oscura y poderosa, y la energía y el movimiento en escena son arrasadores, pura actitud punk agarrada a una profunda investigación del cuerpo y el movimiento. Algo que el tiempo y los teóricos dirán si es un “nuevo lenguaje escénico” pero que cuando uno asiste a él sabe que está frente a algo no visto. Ellas lo denominan el antibaile.
“El antibaile es bailar mal. Bien pero mal. También se relaciona con el hecho de ser mujeres en escena. Como salir desnudas sin ser sexualizadas. Somos tías. Tenemos una edad determinada, no tenemos cincuenta. Y sabemos que eso genera unas lecturas y unos juicios con los que jugamos. También se trata de encontrar un movimiento propio, no aprendido. Es un baile que se alimenta de la manera de movernos de nosotras cuatro. Nos miramos y nos copiamos pero no hay codificación, no hay coreografía”, explica Júlia. “Lo bueno de esta pieza es que hemos comenzado a instaurar un vocabulario propio sobre lo que estábamos haciendo. Hemos estado hablando mucho sobre cómo trabajar con lo sincero pero desde lo impostado, de los niveles de teatralidad, de lo que nosotras llamamos estar siempre de 'retirada permanente', sin acabar nunca de instaurar una tesis, un discurso, que nuestros cuerpos estén siempre en una fragilidad vulnerable. Nunca estar en firme”, dice Núria.
Las Huecas, con esta obra, quería sobrevivir a su creación. “Ver que éramos capaces y podíamos resistir y seguir juntas”, dice Andrea. “Y de alguna manera también queríamos revindicar el teatro. No nos estamos inventando nada, no queremos ser originales, no queremos generar vanguardia. Estamos haciendo teatro de toda la vida, el prehistórico. No somos modernas. Utilizamos el mecanismo teatral, la convención. Y mola. Esta obra es máscara, cuerpo, objeto y diagonales, ya está”, dicen.
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