Juan Mayorga ha llegado al momento crucial de su primera temporada como director del madrileño Teatro de la Abadía. Y lo sabe. Primera temporada como director artístico, primera obra escrita que presenta en este teatro en esta etapa y, además, realizando él mismo la dirección del montaje. “Si la responsabilidad es triple, lo sé y lo asumo”, confiesa a este periódico. Si bien este madrileño, académico de la lengua y premio Princesa de Asturias de las Letras, ha escrito ya más de 50 obras y realizado una veintena de adaptaciones, María Luisa supone su octava dirección teatral. Mayorga es consciente del riesgo y para ello ha presentado un texto netamente mayorgiano y se ha rodeado de un elenco privilegiado de actores.
El texto de María Luisa es Mayorga en estado puro, un texto donde ficción y realidad se van entrecruzando a través del deseo de una mujer ya mayor y sola, como muchas mujeres que camina por la calle agarradas a un bolso lleno de recuerdos, gente ya ida, envuelta en sus soledades. Mayorga se introduce en la cúspide de la pirámide de la población de nuestra sociedad envejecida para proclamar que allí hay vida. Y quizá más libre y poderosa que la de las vidas ajetreadas y llenas de responsabilidades de la población activa. Y, además, lo hace con un comienzo poderoso y lleno de posibilidades. El portero (Paco Ochoa) de María Luisa (Lola Casamayor), que vive sola, le dice que debe poner más nombres en su buzó para que los ladrones no elijan su piso como objetivo. María Luisa decide poner dos nombres: Emerson Azzopardi (Juan Paños) y Benito Beckenbauer (Juan Codina). Cuando sube a su casa, ambos “personajes” estarán esperándola.
Bajo este magnífico punto de partida, que Mayorga cuenta que surgió de la conversación con un amigo portero, el autor irá creando una estructura teatral de apariencia inofensiva, pero que irá quitando amarres y liberando un mundo regido por el deseo donde la realidad se va desdibujando y entremezclándose, un mundo de libertad y obsesiones donde el alma inconsciente es encendida sombra de la vida y la muerte, como apuntó Luis Cernuda en La realidad y el deseo. Mayorga ahonda en uno de los temas centrales de su teatro, la fuga de la realidad. “Y de nuevo, otra vez, también está el poder de invocación de las palabras, en esta ocasión de los nombres propios”, apunta a este periódico el propio autor.
Realidad y ficción
Lo primero que quedó claro en el estreno de la obra es la voluntad del montaje de poner en jaque la propia convención del teatro. Los actores suben escaleras imaginarias, abren puertas y aprietan interruptores en el aire, se menean para dar a entender que están viajando en metro. “He pretendido que la puesta en escena tenga la ingenuidad de la propia María Luisa, tiene algo de infantil, de función escolar”, explica Mayorga, que parece así querer llevar al espectador hacia el pacto teatral más básico, aquel por el cual el público asume que aquello que bebe la Julieta de Shakespeare es veneno o que realmente estamos recorriendo junto con Max Estrella las callejuelas de un Madrid de madrugada en Luces de bohemia. Algo que Mayorga parece decidir, no para analizar el arte teatral, sino para poner en duda aquello que en la vida tomamos como real y que, quizá, es simple convención.
Y el juego, aunque por momentos despista, funciona. La obra, poco a poco, va acumulando un sinfín de espejos y realidades superpuestas en el que ya no se vislumbra cuál es sueño, cuál vigilia. El montaje tiene escenas en donde en un mismo espacio hay cuatro y hasta cinco planos de realidad superpuestos. Las conversaciones de María Luisa con su amiga Angelines (Marisol Rolandi), su única amiga, son un claro ejemplo. Se mezclan y se fusionan espacios, ficciones, realidades. Así, los personajes que al principio parecían “reales” acaban siendo tan ficticios como aquellos que parecen fruto del deseo y la imaginación de la protagonista.
Destaca también el tratamiento de los personajes en teoría ficticios, fruto de la imaginación de María Luisa. El joven poeta, Azzopardi, imbuido por la palabra, que dirá en un momento una de las claves de la obra —“El sueño no es lo contrario de la vigilia, sino una esfera que la envuelve”— es un poeta que canta a la ciudad, que necesita ser cuidado y que es claramente el preferido de María Luisa. Beckenbauer, un hombre de acción, es un fantástico remedo tan literario como latinoamericano, hombre conspiranoico que parece surgido de la mente de Roberto Arlt, un hombre de acción que grita “detrás de mí, yo tengo un pueblo”. Y en esa frase resuena El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, resuena Juan Domingo Perón y esa voluntad de acción perdida de los personajes de Roberto Bolaño o del mismo Ricardo Piglia y su álter ego Emilio Renzi. Un latinoamericano que tiene como destino la acción, pero que en realidad bebe mucho, ordena los cojines y se desvive por María Luisa, a quien no deja de espetarle “voy a poner el país a tus pies”.
Y un tercero en liza, que llegará luego, cuando María Luisa se sienta defraudada por sus dos primeras invenciones y por ello mande borrar sus nombres del buzón para invocar a Juan Olmedo (Juan Vinuesa), hombre español, de esa derecha intelectual, clasista y un tanto despreciativa, que en su declaración de amor se enfrenta con Azzopardi y Beckenbauer y dice: “Yo bebo, a lo más, una copita en las comidas, y tengo a gala no haber escrito un poema ni haber hecho una huelga en la vida. Yo no tengo vicios, María Luisa. Yo solo aspiro a cuidarte”. Los tres personajes están construidos con escalpelo. Tienen vida propia, son al mismo tiempo los deseos de María Luisa y vuelan solos como aquellos heterónimos de Pessoa.
Texto y dirección
La obra a nivel textual no para. Está llena de referentes literarios, del Quijote, incluso de San Agustín de Hipona, entre líneas, nunca recalcado. Todo se multiplica y tiene su doble, como los personajes fruto de la imaginación de María Luisa tienen un muñeco en la obra, un muñeco que el portero fabrica para cuando no haya nadie en casa, para ahuyentar a los ladrones, pero también para que Azzopardi, Olmedo y Beckenbauer, esos seres fantasmales, miren a su doble en escena convertido en espantapájaros.
Destaca un diálogo del portero que es una hermosa declaración del oficio del dramaturgo, tal y como lo concibe el autor. El portero está atento a lo pequeño, es invisible a los demás; observa, sabe que el misterio está en los detalles de lo cotidiano. Un texto que recoge la poética de la obra de manera nuclear y precisa. El texto en definitiva es como un palulú, aquellos palos de la infancia que nunca se acababan por más que los deshilachases. Pero la obra, en su estreno, estuvo falta de ritmo, de brío y solvencia en la dirección. Silencios que eran páramos, decisiones de movimientos de la escena que ralentizaban, composiciones de escenas que lastraban por momentos la obra a un ritmo de tacataca. Algo que contrasta con aciertos de esa misma dirección al saber detectar y plasmar signos que están en lo escrito; y algo que también contrasta con las composiciones de un elenco de actores más que solvente. La naturalidad y la expresividad final de una espléndida Casamayor, la presencia de Codina, la solvencia de Ochoa… La obra ganará con las funciones, con una rebelión de la actuación que se intuye constitucional y sana, y con los ajustes en la dirección que el propio Mayorga es esperable que vaya introduciendo.
María Luisa, además, cuenta con un final humano, esperanzado y abierto a la polisemia. Un final donde su protagonista se lía la manta a la cabeza y va hacia el encuentro del deseo, no el ficcionado y que uno quiere controlar, sino aquel que nos da miedo por libre, por ignoto. “La obra habla del deseo, y creo que probablemente ese deseo que es realidad, ese deseo que mueve a la acción y que es determinante, se da más cuando somos más vulnerables, se da más en los adolescentes, en los niños y desde luego en los mayores”, concluye el autor. En la última escena suena Ma che fredo fa, una de esas evocadoras canciones italianas del San Remo de finales de los 60. Brillan los ojos de Casamayor, Codina se convierte en un personaje de El baile de los vampiros, sube la temperatura escénica, emocional. Y el espectador se da cuenta de que es el primer sonido grabado que suena en escena, que lleva hora y media con tan solo la voz de los actores. La canción, para más inri, es de Nada Malanima. El poder evocador de las palabras, de los nombres propios. Puro Mayorga.
Quizá estemos ante uno de los grandes textos del madrileño. El tiempo dirá. Las palabras, como dice el dramaturgo, invocan. Y estas parecen tener todos los mimbres de invocar a muchos creadores. Mayorga ha realizado el primer montaje, no será el único y posiblemente se multiplicarán los formatos. La escritura en María Luisa es al mismo tiempo precisa, referencial, cotidiana y abierta. La madurez de su escritura es amplia, no subraya, deja al lector, pero también al creador, habitarla. Las escenas finales pueden ser luminosas como el montaje que ha levantado Mayorga, pero en manos de otras cabezas también pueden acabar en el extrañamiento del mejor Cortázar, el de Casa Tomada, o incluso en un bar de carretera de tintes lynchenianos. Y es que este texto, esta María Luisa, abre mundos.