Marilú Marini y Claudio Tolcachir acercan el teatro argentino a España: una historia de migración y búsqueda

Este periódico ha conversado con dos grandes personajes de la escena argentina que están estrenando en Madrid sendos monólogos. Marilú Marini, la gran actriz argentina, la María Casares porteña, en el Teatro Español. Claudio Tolcachir, uno de los autores y directores más queridos y seguidos en nuestro país, en el Teatro de la Abadía. Ambos con unos textos de dos de las cabezas más privilegiadas de su país. Marilú con un texto de la poeta María Negroni, El corazón del daño, sobre la difícil relación entre madre e hija. Tolcachir con un texto de Sergio Bizzio, Rabia, una historia en el que el actor se sumerge en la psique de un asesino.

Les separan 35 años. Ambos viven fuera de su país. Marini desde que en el año 1975 dejase una Argentina que miraba al abismo. Un año después, el 24 de marzo de 1976, los militares Videla, Massera y Agosti comenzaron la llamada Junta Militar, la dictadura argentina que en seis años asesinó e hizo desparecer a más de 30.000 argentinos. Tolcachir, de una manera mucho más grata, decidió venir a Madrid hace tres años. Se ha afincado en la capital, ha abierto una escuela, sigue manteniendo su teatro abierto en Buenos Aires (Timbre 4) y fluctúa entre ambos países con diversos proyectos.

Es martes, en la pequeña sala del Teatro Español, la Sala Margarita Xirgu (atención al nombre), Marilú Marini ensaya la obra a dos días del estreno absoluto de El corazón del daño. La palabra de Negroni define sin adornos la relación entre una madre y una hija donde crimen y amor se confunden. “Nunca amaré a nadie como a ella. Nunca sabré por qué mi vida no es mi vida sino un contrapunto de la suya, por qué nada de lo que hago le alcanza”, dice al comienzo de la función Marini. “Madre, cripta. Nicho, altar”, dice en otro momento. Marini va diciendo frases que resuenen como lápidas: “Tu cuerpo madre, apenas llegado, decía: estoy ausente”, “yo amaba como vos, Madre, aborreciendo”.

Y ahí está Marini, con sus 83 años en escena y un cuerpo de otro mundo, haciendo simbiosis con el texto. Pero algo no funciona, todavía no tiene algunas escenas conquistadas. Faltan dos días y Marini lucha en escena con ella misma, con esa línea tan frágil entre el ser y el estar, entre desaparecer y decir. Tras el ensayo Marini recibe a este periódico en su camerino. Hay que esperar un poco, cuando llegamos Marini coquetamente se ha pintado un tanto los ojos con un rosa desvaído y brillante, se ha cambiado de ropa, ha reconstruido el personaje, el suyo. Nada más entrar pregunta qué tal el ensayo, está horrorizada, asustada ante el inminente estreno.

Es asombroso ver a una actriz que lo ha hecho todo en un momento de tanta fragilidad. Marini sigue de gira con el espectáculo que dirigió Peter Brook, La tempestad de Shakespeare, “qué gusto poder seguir haciéndola”, comenta. Pero es que esta señora, de porte francés y verbo porteño, lleva más de 60 años trabajando en escena. En los años sesenta Marini estuvo en el centro neurálgico donde el teatro argentino miró al futuro uniendo happening, performance, pintura y danza, el Instituto di Tella. En Francia conoció a Jean Genet de quien montarían Las criadas, hizo amistad con Raul Damonte, Copi, el gran autor de quien interpretaría dos de sus grandes obras, Le frigo y La mujer sentada, por este último montaje recibió el premio de la crítica en París. Lo hizo todo. Se lo bebió todo. Es esa misma bestia escénica la que ahora se muestra tan vulnerable bajo la luz extremadamente blanca de un camerino diminuto.

Marilú Marini se recompone, mira atenta, escucha las preguntas, responde de manera cercana, con una inteligencia que se resguarda en mínimas imprecisiones de la memoria, “no, no es la primera vez que actúo en España ni en Madrid”, comenta, “estuve hace poco en Barcelona con el montaje de Peter Brook y antes con Días felices de Beckett vine a Madrid, a la Alianza Francesa, sí, creo que la hice acá”, dice con dudas, “en 1990 también estuve en el Festival de Otoño que dirigía Ariel Goldemberg”, dice refiriéndose al director argentino del festival madrileño que la trajo con un montaje de Alfredo Arias, Familia de artistas.

Cuando tenía 7 años me llevaron a ver 'Bodas de sangre'. Antes del monólogo del cuchillito, cuando le traen al hijo muerto, se sacaba un pañuelo del delantal y se sonaba los mocos. Era bárbara. Claro, qué hace una campesina cuando le traen a su hijo muerto

Su memoria falla poco. Tampoco se equivoca cuando habla de los años en que pudo volver profesionalmente a su país. Aparte de una vuelta con una comitiva francesa presidida por François Miterrand a finales de los años 80, no sería hasta finales de los 90 que Marini volvió y reconquistó el teatro de su país. Historia bien distinta de la de María Casares, la gran actriz española que triunfó en el teatro y cine francés con obras de Camus, Sartre, Genet o Cocteau. Una Casares exiliada tras la Guerra Civil por ser hija del presidente del Consejo de Ministros de la Segunda República Española, Santiago Casares Quiroga. Volvió a pisar España por primera vez para montar El Adefesio de Rafael Alberti en 1976, el público y la crítica la rechazó diciendo que no sabía decir bien el texto, tenía acento francés. Nunca volvió a Madrid.

“Sí, claro, conocí a María en París, incluso la vi actuar en una obra de Copi, La nuit de Madame Lucien. Pero ya la había visto en Argentina haciendo la Yerma de García Lorca en 1963”, comenta sobre el mítico montaje dirigido por la propia Margarita Xirgu. Al notar el asombro en los ojos del que entrevista dice con aire juguetón, “pero tengo una historia aún más increíble, cuando tenía siete años mis padres me llevaron a ver al Teatro Cervantes de Buenos Aires: Bodas de sangre protagonizada por la Xirgu. Recuerdo que antes del monólogo del cuchillito, cuando le traen al hijo muerto, la Xirgu sacaba un pañuelo del delantal y se sonaba los mocos. Era bárbara, era genial. Claro, qué hace una campesina cuando le traen a su hijo muerto”.

Del otro lado

Del otro lado de la capital, en el Teatro de la Abadía, Claudio Tocachir lleva ya una semana actuando y enfrentándose con el público en un monólogo de hora y media donde el reconocido director que puso este país a sus pies con el primer montaje con el que llegó a España, La omisión de la familia Coleman, vuelve a actuar. No lo hacía hace tiempo en nuestro país y el público lo agradece, casi ya no quedan entradas para verle.

La historia de Tolcachir es bien distinta. Nunca estuvo preso como Marini por hacer teatro (la actriz argentina estuvo 45 días en prisión bajo la dura presidencia del militar Juan Carlos Onganía en 1969 acusada de corrupción de menores por la obra Las bacantes de Euripides), no tuvo que emigrar ante la llegada del horror de la dictadura argentina de 1976. Como dice él mismo su venida a España no se puede comparar “con alguien que no puede volver a su casa porque lo van a matar, pero tampoco con la dureza de tener que venir por una situación económica insostenible como también ha pasado”, argumenta, “mi venida está cargada de deseo, de curiosidad, de abrir mundos”, explica este director que hace tres años abrió un centro de experimentación teatral en el barrio madrileño de La Latina y al que no le faltan las propuestas para trabajar.

Desde los años setenta la presencia en España y Europa de actores y directores argentinos ha sido continua y numerosa. Huidos del horror en los setenta llegaron nombres como Jorge Eines o Cristina Rota. En los años noventa nacería en Argentina lo que se denominó la “nueva dramaturgia”, nombres como Rafael Spregelburg, Javier Daulte, Jorge Sánchez o el propio Alejandro Tantanian (que es el director de El corazón del daño) comenzaron a viajar y trabajar en Europa. El propio Daulte se quedó largas temporadas en Barcelona y Madrid. Algo que acentuó la llegada del corralito en 2001. La inestabilidad económica hizo que las calles y los teatros de España se enriquecieran con actores, directores y dramaturgos venidos de allá.

Cuando preguntamos a Marilú Marini sobre este fenómeno la actriz recuerda las tensiones con su familia, con su padre que no quería que bailase (Marini comenzó en la danza, nunca se formó como actriz), recuerda llamados amenazantes con la obra que estaban haciendo en 1975, Señorita Gloria, una obra tristemente visionaria en el que una maestra encerraba a unos alumnos y llegaba a torturarlos, “claramente me fui porque veía lo que se iba a venir”, dice Marini. “Nadie supo que nos matarían a todos” dirá la poeta Negroni sobre esos años en boca de Marini en la función.

Marini también recuerda sus primeros años de adaptación, la soledad y la dureza, “los argentinos nos creemos que somo bien francófonos, pero una cosa es leer a Diderot y otra entender y adaptarte a una cultura, al portero de un teatro, a la panadera… Eso es mucho más difícil”, argumenta. “Creo que en todo ese proceso no he perdido mi argentinidad, pero si es cierto que quizá perdí capacidad de adaptación. De alguna forma me puse más francesa, en Argentina hay que adaptarse rápido, todo cambia en un minuto y la gente tiene una capacidad de hacerlo envidiable. Creo que eso lo perdí”, reconoce.

“Pero si me voy todavía más atrás, más a lo primitivo, es como si hubiera hecho el camino del salmón, volver al origen”, explica, “mis padres son europeos, soy primera generación en Argentina, como nos sucede a muchos. Hay algo en muchos de nosotros que está cortado”, explica con voz calma. “Además, está la búsqueda de la identidad del argentino, un país que fue colonizado. Somos un continente de colonizados. Venir acá se trata también de algún modo de volver al origen. Hay como un ensueño en que eso es posible, un ensueño que, a veces, llega a barbaridades ridículas como los argentinos poderosos que recrearon en mitad de La Pampa castillos franceses. Nos movemos entre la búsqueda y el ensueño”, concluye.

Tolchachir acaba de estrenar en Buenos Aires, en su sala Timbre 4, La respiración de Alfredo Sanzol y Nerium Park de Josep María Miró. Dos autores españoles. El camino es de ida y vuelta. Cuando el director argentino habla de ese ir y venir no sabe darle razones concretas, dice que hay miles, que lo importante es hacerlo con honestidad, apunta que el modo de hacer teatral argentino, poco apoyado en la espectacularidad y sí en los cuerpos, en lo que “les sucede a los cuerpos”, ha dado un teatro vibrante que es trasladable a otros lugares.

Necesito hacer teatro por una cuestión existencial, necesito que me pasen cosas, necesito enamorarme, necesito enojarme, necesito proyectarme, necesito asustarme

“El teatro creo que para nosotros es un acto de supervivencia, más que un acto cultural, ensayamos a cualquier hora, meses y meses persiguiendo una historia”, argumenta Tolcachir. “Nuestro grupo y muchos de los que conozco, con más o menos suerte, viven el teatro como forma de vida. Y creo que allá donde vamos nos juntamos con quienes tienen ganas de hacer y ensayamos, hacemos. Por eso nos hemos pasado más de un año con Rabia, trabajando como burros, porque necesito hacer teatro por una cuestión existencial, necesito que me pasen cosas, necesito enamorarme, necesito enojarme, necesito proyectarme, necesito asustarme”, concluye.

Al comentarle que también este periódico está conversando con Marilú Marini a Tolcachir se le enciende la voz: “No se parece a nadie. Es una bestia. Y digo esto de muy poca gente. Su energía, su cuerpo, su imaginación. Tuve la suerte de trabajar dos veces con ella como actor. Fue un lujo porque yo la admiraba desde pequeño. La primera vez que la vi no lo podía creer, no sabía si era un monstruo o un dibujo animado”, comenta.

Última curiosidad. La temporada pasada se estrenó en España una obra de Loza, Todas las canciones, protagonizada por Eduard Fernández que interpretaba a una madre anciana. Esa misma obra se estrenó antes en Buenos Aires, la protagonizaba Marilú Marini. Este pasado jueves llegó el estreno de El corazón del daño, en el público uno podía ver a gran parte de la profesión. Nada más entrar en escena Marini recibió un caluroso aplauso. En la función Marinia ya había conquistado cada escena. Al finalizar toda la sala se puso en pie.