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Danza Festival de Otoño

Pablo Messiez se enfrenta al mercado con una pieza crepuscular de danza

Todo empezó con Muda hace once años. Con Fernanda Orazi y Marianela pensado, desubicadas, charlando su soledad a través de un teatro de raíces porteñas, de dramaturgia extrañada pero que ya hacía presentir la capacidad de este director y actor de teatro para crear espacios y personajes tan melancólicos como humanos.

O quizá todo empezó en 2006, cuando Messiez se enrola como actor en esa hermosa versión de Tres hermanas de Chejov dirigida por Daniel Veronese, montaje argentino que traería a Messiez a España. Aquel montaje arrasó y Messiez volvería al año siguiente a remontarlo en el Centro Dramático Nacional. “Ahí estuve en pareja con un español que me había mandado flores al camerino del María Guerrero” recuerda Messiez buscando la razón que le hizo hacer los petates y trasladarse a España, “así que volví, pero la relación era un infierno y a los dos meses de estar aquí me separé. Habiendo hecho toda la movida de venir para acá, sin tener ya casa en Buenos Aires y para evitar el bajón de volver a empezar de nuevo allí, preferí empezar de nuevo aquí. Le propuse a Fer Orazi hacer Muda en Pradillo y volver así al teatro, que es una relación que siempre me ha tratado bien”, explica Messiez a este periódico.

Y ahí comenzaron once años de relación intensa con el teatro español de este argentino amable, inteligente y apasionado. Una relación que ha dejado colaboraciones fructíferas con nombres como Chevy Muraday, la compañía Grumelot, el Teatre Lliure o su última aventura con Silvia Pérez Cruz; y encargos tan exitosos como la obra sobre Lorca La piedra oscura de Alberto Conejero (hoy director del Festival de Otoño), o su paso por el Teatro de la Zarzuela en que haría una versión aireada de La verbena de la Paloma. Y, sobre todo, años que han supuesto más de media docena de montajes entre los que destacan obras que el público tiene ya en su memoria como Los ojos, Los bichos, Todo el tiempo posible o Las canciones, quizá su montaje más aclamado. “Es la obra que más me gusta de las que he escrito y montado. Aunque le cambiaría cosas, como a todas. Me hizo muy feliz poder hacerla. Y muy feliz que resonara en la gente como lo ha hecho”, explica Messiez de manera modesta para explicar la relación de su teatro con el público. Messiez tiene público, un público que le sigue, que no se pierde una obra suya, que lo cuida y apoya en redes. Un público que quizá este fin de semana ande un tanto desorientado con el nuevo trabajo que este creador ha presentado en el Festival de Otoño, Cuerpo de baile. Una obra beckettiana, sí, pero concebida desde el cuerpo y la presencia, desde la danza.

La pirueta no es nada desdeñable. Acto de libertad de este creador al que ya ni podemos encasillar con el sufijo comodín de argentino. “Ya ni siquiera sé si puede decirse que soy argentino. No vivo allí desde hace 13 años. Tampoco soy español aún, aunque tengo la nacionalidad en trámite. Como decía Orazi en Los ojos, cuando te vas de un lugar no sos de ningún sitio. Y, mirá, qué alivio”. Un viraje en el trabajo de Messiez que parece intentar salirse del encasillamiento tan propio de estos lares: “al principio, cuando llegué a España, me costó entender las tribus: los del texto, los de las salas alternativas. En Buenos Aires las tribus eran otras”, recuerda. Pero todo ha cambiado, ya incluso a nadie se le articula la palabra alternativa en la garganta para hablar de movimientos o líneas. Y en este presente, metidos en pura pandemia pero en fase amnésica, con los teatros llenos de gente que busca el encuentro y el escape al mismo tiempo, Messiez ha presentado una obra entre dos tierras, con la que posiblemente el instruido y educado en la danza y el seguidor del teatro de Messiez no puedan identificarse por completo.

Huir de la producción como repetición

Cuando se le pregunta el porqué de este cambio Messiez lo explica de esta manera: “Porque creo que para entender un medio expresivo hay que ver qué es lo que tiene de específico. Qué es lo necesario para que sea. Y el teatro es antes que nada presencia. No hay escena si no hay espacio y unos cuerpos que miren”, comienza. “Y sin embargo veo, trabajando en teatro, que a veces al espacio y los cuerpos que miran no se les da bola. Se los da por sentado. Y se hacen todas esas obras de gente charlando, o esas obras llenas de opiniones sobre cosas, como si el teatro fuera un medio de comunicación. Por eso, he decidido poner el foco en lo específicamente teatral. Y claro, lo específicamente teatral es lo escénico. Por lo tanto, la pregunta sería: por qué esa división de lo escénico entre teatro, danza y música. Cada disciplina tiene sus lugares comunes. Y el del teatro es dar por sentado, literalmente, al público. La terrible costumbre del teatro de la que habla Bresson es la de convertirse en un muestrario de habilidades. Un territorio para darle al público unas cosas que hemos hecho. Ahora bien, si es el público el que les dará sentido, ¿no se tratará más bien de pedir que de dar? De dejar el espacio abierto, incompleto, imperfecto, carente, necesitado de mirada, y no necesariamente de admiración”, concluye Messiez, que también pone a la pandemia como eje de este cambio. En un texto escrito hace varias semanas, que no ha sido publicado, Messiez decía: “¿Cómo reencontrarse con algo parecido a la alegría en estos tiempos tristes? ¿Qué pueden ahora nuestros cuerpos? ¿Y cuál es la escena que tendrá sentido? Estuvimos demasiado tiempo encerrados en casa añorando volver a estar aquí como para volver a hacer lo que ya hacíamos, del modo en que ya sabíamos hacerlo. Ha pasado algo demasiado horrible como para seguir como si nada. Toca hacerse algunas preguntas. Cambiar la lógica del sentido por la lógica de la sensación. Dejar que el baile nos contagie algo que no podamos nombrar y ver si no entendiendo, entendemos mejor”.

Pero la explicación va ramificándose, no es unívoca, Messiez la va atacando desde diferentes lugares: “El pasar del foco de la palabra al del cuerpo tiene que ver con el deseo de huir de la representación para trabajar con acciones en presente. Hablar es poner distancia”, prueba a explicar. “También es seguir el consejo de Müller cuando dice que el teatro solo es interesante cuando uno hace lo que no sabe”, ahonda. “Y quería intentar poner en valor la lógica de la sensación por sobre la del sentido. Las obras que más me han gustado en mi vida no se pueden contar. Pero no me las olvido”, remata.

Cuatro intérpretes, cuatro mundos

Para el viraje Messiez se ha agarrado a dos actores y dos bailarines, cada uno con potencialidades, energías y códigos bien distintos. El bailarín Lucas Condró “es un animal, un niño animal bestial que baila como caballo salvaje. Y eso es lo que me interesa de él: su imprevisibilidad”, explica Messiez. La incombustible Claudia Faci que en breve estará en el Teatro de la Abadía de Madrid con Matarile Teatro en la pieza El diablo en la playa: “el cuerpo de Claudia, su modo de escuchar, esa especie de fragilidad que es su fuerza. Y toda su historia. Sus horas de vuelo en la escena. Y su entrega”, remarca su director. La brasileña Poliana Lima: “flipo con su relación de desconfianza con el límite. Los límites en Poliana se van ensanchando en direcciones múltiples”, sintetiza Messiez. Y un actor que ya es la cuarta vez que trabaja con Messiez y a quien uno también puede encontrárselo en montajes de teatro clásico, “Juan José Rodriguez es actor total, me interesaba tener a un actor total ya que lo que quiero es justamente borrar esa clasificación que nos quita potencia. Pensarse actor, bailarín, músico, solo le viene bien al mercado. Pero la escena necesita siempre de lo mismo. Un actor debería estar más cerca de un futbolista que de un cuenta cuentos”, afirma Messiez.

Y así comienza la pieza con estos cuatro seres desubicados en escena, perdidos en un espacio cerrado, bufones de un Beckett pospandémico. No es baladí que el anterior montaje de Messiez fuera precisamente Días felices, obra del dramaturgo irlandés. Poliana Lima busca un amigo que nunca vendrá, Condró repite “déjalo, déjalo, aquí es así, es así”. Un mundo sin agarraderos, de paredes descubiertas, en el que tan solo vemos un cuadro de Degas pequeñito que nada cubre. La pieza se irá dividiendo en cuadros (El aire, Las canciones, Lo que vibra, La lengua, El canto de agradecimiento), cuadros en los que sin palabra estos personajes van desglosando sus pérdidas, sus heridas, sus afanes. Destaca un baile de Condró con música de los Cantos de Auvergne de Canteloube, Bailero, un baile de cuerpo roto, torcido, descompuesto pero que aún sigue buscando. Quizá la pieza no tenga la rotundidad de las obras de teatro de Messiez, pero la apuesta se trata de eso, de no ser producto, de no repetir lo que la “claca” intenta dirigir desde el aplauso. Y Messiez, ahí, agarrado a Beckett, con una concepción del espacio profundamente teatral va dejando llevarse por presencia y resonancia. Destaca también la aparición de un corredor de fondo de nuestro teatro, Óscar G. Villegas, que, a parte de dirigir el sonido en la pieza, en un momento de la obra sale a escena y como si fuese Patrick Bauchau, aquel ingeniero de sonido que iba escrutando la ciudad en la película de Wenders Historias de Lisboa, Villegas buscas restos de sonido por el espacio, estelas de presencias pasadas, y encuentra nuestros ecos que van tornándose en gemidos, en grito.

En un momento de la obra todo se para, todo acaba. Poliana Lima sigue buscando a su amigo, a un Godot que esta vez se topa con la muerte. Juan José Rodriguez le contesta: “Está muerto. Todo ha muerto. Todo aquello [dice señalando a público]. Pero también todo es movimiento. Somos ese río. Nadie no se mueve. No se puede. Escucha”, ahí comienza a sonar el “Canto de agradecimiento a la divinidad de alguien que ha sanado, o se ha recuperado”, cuarteto de cuerda opus 132 de Beethoven, pieza musical que el alemán compuso después de sanar de una enfermedad que casi le lleva a la muerte. La obra acaba en sanación. Los cuatro cuerpos presentes en escena, en una escena que ha sido delimitada como ataúd, como nuestro propio mundo, ahí, justo en esa realidad concebida y asumida como nicho, esos cuatro cuerpos bailan, se reconcilian, sanan. Precioso y luminoso final: “Al poder volver a las salas, mi necesidad fue un poco la de empezar de nuevo. Sin escenografía ni vestuario. Los cuerpos en el espacio y ver qué pasaba ahí. Cuál era la escena que ya está ahí antes de que la hiciéramos. Y esa escena es la del aire compartido. La del contagio”, explica Messiez. La pieza viajará a principios de años a ese centro belga sito en Sevilla, el Teatro Central dirigido por Manuel Llanes. Seguirá la obra su particular lucha en esa tierra de nadie donde Messiez ha puesto un pie, un pie no concluyente, iniciático, trastabillado a veces pero que se agradece por lo que el gesto implica de libertad y frentismo al mercado.