El director de teatro Carlos Marquerie ha levantado una inmensidad escénica en la que confluye todo su saber teatral y la fuerza de un grupo excepcional de artistas para abordar Poeta en Nueva York - que podrá verse hasta el 2 de junio en la sala Fernando Arrabal de las Naves del Teatro Español en Matadero y el 20 julio estará en Barcelona en el Festival Grec-. Mas de dos horas de diacronía lorquiana donde aparece el vigor de la palabra del poeta y una visión de un teatro nuevo y perdido al mismo tiempo. Una propuesta que aúna la concepción del teatro como arte total de la vanguardia de comienzos del siglo XX y los más de cincuenta años de un creador irrepetible donde color, línea y poesía se hacen carne en el escenario.
El plan de Marquerie de llevar el mundo del Poeta en Nueva York de Federico García Lorca nació allá por los años ochenta. Tuvieron que pasar más de cuarenta años de trabajo hasta que se ha podido materializar. Todo un periplo, el de un teatro de arte e investigación que siempre tuvo que lidiar con los márgenes, que ha sido necesario y está en este Poeta que en cierto modo es pura decantación de todo aquello.
El libro Poeta en Nueva York, escrito en 1929, es uno de los textos más importantes de la literatura universal del siglo XX en el que Lorca recoge las preocupaciones artísticas de toda una época, y donde el poeta es capaz de trasladar el nuevo paisaje moderno con sus urbes y su arquitectura emocional con un pesimismo y renovación formal tan solo comparable a Tierra Baldía (1922) de T.S. Eliot. Un libro que, además, es testigo del triunfo de unir la vanguardia con lo popular sin que esa distinción ya sea significativa. Poeta en Nueva York es a la poesía de Lorca, lo que El público o Comedia sin título son a su teatro. Es esa unión entre poesía y escena la que Marquerie intenta llevar a cabo en este montaje.
Las incursiones escénicas en Poeta en Nueva York han sido mínimas, y fueron más pasto del recital o la antología musical que de verdadera apuesta escénica que se atreviera a recoger y tratar la inmensidad de aristas políticas, artísticas, musicales y escénicas que el libro suscita. Este montaje se carga a la espalda esa inmensa tarea. No veremos Lorcas aniñados, ni momentos de cuplé que intentan amenizar la hondura de las palabras como si hubiera dos Lorcas, sino que la obra hace una muy seria incursión en el universo del poeta para llevarlo al teatro ritualista, pictórico y carnal de Marquerie.
La densidad alumbradora
La obra está dividida en seis paneles que abordan 12 de los 35 poemas del poeta. Comienza por el principio, Vuelta de paseo, para luego atender los poemas centrales del primer corpus de libro, con especial atención a los más urbanos de Los negros y Calles y sueños. Si bien están presente los poemas, la concepción del espectáculo es otra. La poesía es el arte literario que fragmenta el relato hasta ser comprendido de un modo que nada tiene que ver con lo narrativo. Poeta en Nueva York hace esto mismo con el poema, incluso con la frase, incluso con el verbo, el complemento y el adjetivo. Fragmenta y diluye el sentido buscando luces, sueños, iluminaciones escondidas. Marquerie lleva esa concepción a la escena y hace que cada panel sea autónomo. Se rompe con la idea de montaje cinematográfico tan preponderante en el teatro y hace que esa ruptura esté incluso presente en el interior de cada panel.
El montaje es densísimo, en el buen sentido de la palabra, lleno de referencias al teatro del propio Marquerie y a la época lorquiana. Está el auto sacramental, que tanto obsesionó a la Generación del 27, pero lo hace no solo en temática, sino también en la concepción del espacio donde la maquinaria, la altura y la profundidad se trabajan en pos de un cuadro en volumen que late y clama. Algo que ya había abordado en el montaje anterior en el Teatro de la Abadía, Descendimiento (2021), una obra que abre una etapa que este montaje certifica y amplía.
Aparecerá el títere de cachiporra, pero también el concepto del títere como máquina que recuerda ese momento de principios de siglo donde el muñeco, a través de Gordon Craig y sus “supermarionetas” y de otros pensadores y artistas españoles como Hermenegildo Lanz o Rivas Cherif, son vehículo de un teatro vanguardista y experimental. En la obra, podemos ver más de una decena de marionetas creadas por el Marquerie. Vemos al Rey de Harlem, a la muerte que dibujara Lorca, al propio autorretrato del poeta con un vestido de tul blanco, a la gorda del poema Paisaje de la multitud que vomita, al perrito asirio del Paisaje con dos tumbas, un imaginario al que este creador, que comenzó andadura en los años setenta en la compañía de títeres La Tartana, añade sus obsesiones en las que aparece la mueca y la calavera.
Niño de Elche y Walt Whitman
El tercer elemento que hace de esta obra una maravilla insospechada es la música. No se cantan los poemas de Lorca, que también, sino que la música se aborda como otro elemento que incide y labra cada escena. Lo primero a destacar es la colaboración de Enrique del Castillo, artista que crea un espacio sonoro a través de un instrumento ideado por él mismo, el umbráfono, donde el reproductor de cine, el proyector, se convierte en instrumento. Del Castillo compone una música que luego escribe en el propio filme con tiras de celofán. La película se transforma en una especie de partitura donde al incidir la luz se van creando las notas de un bello sonido de máquina analógica. Le acompaña un piano interpretado por Manuel Egozkue. Todo ese ambiente sonoro será el que se una al canto de Niño de Elche que ha creado una banda sonora para la pieza espectacular apoyada también en las sugerencias de Pedro G. Romero.
La elección de las músicas es de gran finura histórica y simbólica. Los ejemplos son numerosos. Las tres hojas, aquella canción que Lorca grabara en el mismo viaje a Nueva York con la Argentinita y que tanto éxito tuvo. Quiero vivir en Granada, un canto oriental, una granaína que hace que de manera sutil aparezca una merecida evocación al gran Enrique Morente. Un blues aflamencado que abre en carnes la parte dedicada a Harlem y que tiene la letra del poeta negro Langston Hughes. El charlestón que la Niña de los Peines ya convirtió en bulería, Madre cómprame un negro. O una versión estremecedora en español del tema de 1939 de Billie Holiday, Strange Fruits, un acierto que Niño de Elche borda y que es uno de los momentos más sobrecogedores de la obra.
Otro momento álgido es el poema Oda a Walt Whitman, poema dedicado al poeta norteamericano. Lorca lo sitúa, o sus editores posteriores, el orden de este libro es algo que nunca será resuelto, casi al final del poemario. Marquerie, con tino, lo coloca en mitad de la pieza. Ahí, Jesús Rubio Gamo, dirá ese poema incómodo de un Lorca espantado ante la sensualidad homosexual convertida en deseo urbano. Rubio Gamo es coreógrafo de formación, aunque ya había mostrado su interés por la palabra en El hermoso misterio que nos une. Aun así, lo que este bailarín consigue con la palabra de Lorca en esta escena es de otro mundo. Dota a la palabra de un ritmo propio encontrado, un ritmo lleno de musicalidad quieta y precisa.
Es de destacar que sea un bailarín quien haga esto, ya que es fruto de la convicción de Marquerie de que el artista en escena -ya sea bailarín, cantante o actor- debe ser un artista total. Elena Córdoba y Clara Pampyn son otro ejemplo, y si bien en algunos momentos ciertos textos no están en el tono preciso, sobre todo cuando se intenta dar una intención a la palabra, la obra está llena de aciertos como con los poemas Nocturno del hueco o Crucifixión. Tras la oda, Rubio baila con una chaqueta dorada. Marquiere ilumina para crear múltiples reflejos que son como pequeñas luciérnagas que invaden todo el espacio y Niño de Elche canta a Whitman con ecos de copla. La amalgama en ese momento de luz, música, baile e historia es buen reflejo de las cotas que alcanza la obra.
Crucifixión española 1936, naturaleza muerta
Con ese título abre la obra su último panel. Se viene anunciando desde el comienzo, desde ese poema dicho al principio, Fabula y rueda de los tres amigos, donde Lorca dice aquellas palabras tan proféticas: “Cuando se hundieron las formas puras (…) comprendí que me habían asesinado (…) Recorrieron los cafés y los cementerios de las iglesias (…) ya no me encontraron”. Se abre la obra a un final trágico, español, en el que no solo morirá Lorca, sino muchas esperanzas y posibilidades. El panel se abre con imágenes proyectadas de pinturas en torno a la crucifixión, desde El Greco hasta Picasso. Se aborda el poema del poeta, Crucifixión. Pero algo ha cambiado en escena.
El espacio se ha convertido en cuadro panorámico, aparecerá la citada pintura de Roger van der Weyden, Descendimiento, pero construida con los títeres y los propios actores. Un cuadro modificado, donde los paños se convierten en pura política de colores republicanos. Habrá un último momento de esperanza, los actores sacarán una marioneta naif de un caza ruso, de un Mosca, de aquel ágil avión que tenía que vérselas en la Guerra Civil con los Messerschmitt alemanes y los Fiat italianos y que tantas victorias dio. Los actores gritan eufóricos ante la entrada del Mosca, lo llevan en volandas. El Mosca acaba colgado boca abajo, crucificado como San Pedro. Fue la última esperanza de la República, la guerra se perdió en los cielos.
Los actores van diluyéndose detrás de los títeres, reina un tiempo suspendido. En un pequeño ascensor sube y baja una calavera y una hoja de pita seca, un pequeño homenaje a los bodegones de Sánchez Coltán que tan decisivos han sido en la estética de este creador. En el ascensor un actor coloca la versión pequeña del títere de Lorca y de la Muerte, pequeños títeres de cachiporra utilizados en la obra. Ahora descansan. El ruido del umbráfono llena el espacio, Niño de Elche acomete lo versos de Nocturno del hueco, esos de “No hay siglo ni luz reciente / Solo un caballo azul y una madrugada”, lo hace de manera apabullante, la voz se funde con el ruido, ahí acaba la obra.
Es uno de los finales más asombrosos del teatro que el que escribe haya visto. Ahí no solo muere la figura del poeta, sino toda la historia de un país que pudo ser. Marquerie construye un verdadero auto sacramental contemporáneo enraizado en esa idea de España pero que se extiende a mayores significaciones: se abren los cielos, se resquebraja la tierra como nos contaron que pasó en el Gólgota, pero no hay divinidad que ascienda sino una humanidad finita, una vida preciada que se va, una tragedia de soledad perpetua que es quizá el tema más presente en el libro de Lorca.
Tras la guerra los autos sacramentales volverían con el Teatro de la Falange pero no como búsqueda, sino como mayor gloria del nacional catolicismo. Volvería la hegemonía del autor teatral, de un teatro naturalista y miope. Todo aquel periplo de vanguardia e investigación, de cruce de las artes y apertura, salvo raras excepciones, sería aniquilado. Ese desierto, en cierto modo, es trasladable a la escena actual. Una escena que adoptó la ruptura que supuso el llamado teatro posdramático y lo ha vuelto mecanismo de modernez insoportable. Marquerie, cuando todavía no existía la etiqueta, allá por 1997, creó la primera pieza de teatro posdramático en este país, El rey de los animales es idiota. La obra pasó inadvertida y fue incomprendida por la crítica del momento. La pregunta hoy es qué es este teatro que se ha levantado ahora en las Naves de Matadero, qué funda, qué abole, qué abre.