En una España donde las redes sociales se han convertido en el coto de caza más accesible para la política, es normal que los atriles ardan en reivindicaciones por la libertad de expresión. Las artes escénicas no se mordieron la lengua en la XIX edición de los Premios Max y lanzaron sus dardos con la tranquilidad que otorgan las cámaras de televisión nacionales.
El ministro de Cultura, Íñigo Méndez de Vigo, y la presidenta de la Comunidad, Cristina Cifuentes, fueron las caras visibles del sonrojo en el patio de butacas del Circo Price. Es un secreto a voces que la danza y el teatro son las especialidades más azotadas por la crisis y el desinterés del público. Pero este descuido es consecuencia directa de la poca visibilidad que tienen los espectáculos en comparación con los musicales, artísticos o cinematográficos. También de un programa caprichoso de recortes que les relega a ser los últimos de la lista. Así que el sector arañó los minutos críticos de la gala como el que ya no tiene nada que perder.
Si algo diferencia a los Max de otros premios reivindicativos como los Goya, es que no acotan la denuncia a los problemas de su sector. El teatro está lejos de integrarse en el idílico star system que reina en otras disciplinas. Los actores y bailarines pasan hambre, tiemblan ante la factura de la luz y temen quedar obsoletos en un panorama tan cambiante como paradójicamente estático.
“Humillación y desprecio, dos sustantivos que podrían recoger a la perfección la situación de nuestra danza”, espetó Manuel Aguilar en su discurso institucional. El presidente de la Fundación SGAE recordó que la actividad y la recaudación han caído en un 50% desde 2008. “Y el resto de las artes escénicas apenas esbozan una situación diferente”. Entre tal coyuntura, las dos disciplinas más castigadas necesitan apoyarse entre ellas. Esta solidaridad convirtió a la danza en el leitmotiv perfecto para escupir en la indiferencia de los representantes políticos.
“Por favor, ¡ayúdennos! Pero también ayúdense. Profundicen en el conocimiento de las propiedades balsámicas de la cultura para una ciudadanía que sigue peleando duro para salir de esta crisis ya casi congénita. Pero también ahonden con decisión en el estudio de los medios para conseguir que el aporte de la industria cultural al PIB supere de nuevo el 4% como mínimo”, continuó Aguilar.
Hueco para la vergüenza humanitaria
La danza no enmudece ante Cervantes y mucho menos ante un bardo inglés. En plena resaca del Día Internacional del Libro, Manuel Aguilar se permitió bromear con las diferencias entre las políticas culturales británicas y españolas. “Tampoco ayuda que este año, en el que se conmemora también a Shakespeare, esté tan de moda echarse en brazos de la lengua inglesa”, dijo tras abrir su breve discurso con el manco de Lepanto. “Sobre todo eso de la free culture… porque el inglés es un poco tramposo: free significa tanto 'libre' como 'gratis'. Y yo necesito continuamente ser libre. Pero no comparto actuar gratis”.
Aunque los artistas reconocen que tenemos mucho que aprender de Europa en materia cultural, el continente occidental también se llevó su buena ración de crítica desde los micrófonos. Las políticas de refugiados y la marcha atrás de la Unión en su compromiso humanitario encontraron su espacio entre la parrilla teatral. “España se comprometió a acoger a 16.000 refugiados procedentes de Siria e Italia. Han pasado casi cinco meses desde que comenzó 2016, y sólo ha acogido a 18”, recordó Mario Gas.
Pepe Viyuela recogió el testigo de los derechos humanos al hacerse con la manzana a mejor actor principal por Rinoceronte. “Los refugiados nunca serán lo suficientemente mencionados por el agravio y la vergüenza inmensa que estamos viviendo en Europa por nuestra incapacidad para abrir esas fronteras tan cerradas para las personas y tan abiertas para el dinero”.
Los sagrados titiriteros
Pero en ese recorrido por el bochorno, Viyuela quiso indultar especialmente a unos compañeros que se han convertido en mártires de la profesión. “Quería dedicar el premio a una pareja de titiriteros. Porque francamente no consigo entender a una sociedad que persigue a los mas débiles para colocarles en el lugar visible y que sirvan de ejemplo para que nadie se salga del redil”, dijo en referencia a la estigmatización social que sufren Títeres desde abajo por su obra La Bruja y Don Cristóbal.
“En esa pareja de titiriteros se condensa también lo mas sagrado de nuestra profesión, que es la libertad de creación y de expresión”, concluyó Viyuela. Aitana Sánchez Gijón, ensalzada como mejor actriz por Medea, se pronunció sobre el asunto con la elegancia propia de su sentido del humor. “Esto de ser titiritera a veces es un poco arriesgado. Yo estaba aterrada cada vez que me subía al escenario a hacer Medea, pensando que en cualquier momento se levantarían dos policías del patio de butacas y me llevarían presa por matar a mis hijos”, atacó velada la intérprete.
La otra orilla femenina
Aitana es una de las pocas mujeres que se mantienen impertérritas ante el paso del tiempo y la decadencia del sector. “¿Y qué pasa, que no hay talento? Claro que lo hay. Ya lo decía la británica Virginia Woolf: no era falta de talento, eran estereotipos negativos, obligaciones domésticas y falta de oportunidades lo único que tenían las mujeres. Ella lo dijo hace un siglo y aún persiste”, lamentó Manuel Aguilar.
Los propios compañeros de profesión fueron los que alzaron la voz contra la brecha de género en un gesto sorprendente por su excepcionalidad. “Solo el 16% de las autoras son mujeres. ¡Basta ya de techos de cristal que acaban siendo de hormigón!”, exclamó el cabeza de la SGAE.
Alberto Conejero también se mostró crítico con la desigualdad y, tras dedicar el premio por La piedra oscura a su sobrina, denunció que “nos falta la otra orilla de la voz. Estamos incompletos sin ellas y tan huérfanos de tanto talento que es imperdonable que ocurra esto”.