Crítica

'La vida es sueño', una propuesta más disfrutona que filosófica

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Se estrenó, por fin, en el Teatro de la Comedia, La vida es sueño, de Calderon de la Barca. Llegaba a la sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico tras haber pasado por Sevilla, Girona, Valladolid, Valencia, Avilés y Francia. Llegaba pues, si no madura, rodada. Este montaje es claramente la gran apuesta de la temporada de la compañía dirigida por Lluís Homar, quien decidió encargar a uno de los grandes directores de escena europeos más reconocidos, Declan Donnellan, el proyecto de llevar a escena uno de los títulos del Siglo de Oro.

Llegaba este estreno tras diez largos años desde el último que realizara Helena Pimenta también en la Compañía Nacional. La vida es sueño es una obra poco representada en España. Los especialistas arguyen que se estrena poco porque la obra impone mucho. Los más veteranos recuerdan el montaje que se estrenó en otro diciembre de 1981 dirigido y protagonizado por José Luis Gómez. Un montaje con una alabada escenografía de Eduardo Arroyo, dramaturgia de José Sanchis Sinisterra y una música con toques a lo Pink Floyd, recuerdan las crónicas. Un montaje austero, tendente a esa veta filosófica y trascendental que la obra contiene. Otro montaje recordado es el dirigido por Calixto Bieito, ya en el año 2000, donde destacaba la manera especial la oralidad del verso, una manera muy física, violenta, propia de Bieito. Y está el también mencionado montaje de Pimenta, recordado, sobre todo, a parte de la finura en la concepción dramatúrgica de la directora, por su protagonista, una inmensa Blanca Portillo que bordó el papel de Segismundo.

Porqué hablar en esta crónica de montajes pasados. Porque hay pocas obras en el repertorio español que vayan reflejando nuestra sociedad con cada montaje como esta. Por ejemplo, es difícil de imaginar aquel estreno en 1940 dirigido por Luis Escobar en el Teatro María Guerrero. Difícil imaginar cómo resonarían las palabras de Segismundo sobre qué es sueño y qué realidad en ese Madrid. “Nos enorgullece que el nuevo Madrid de la convalecencia y la reconstrucción, la del espíritu, se haya reflejado en el teatro”, decía el periódico Arriba con motivo del estreno. Difícil imaginar a un joven José María Seoane (que luego haría innumerables películas del Régimen) en el papel de Segismundo, o al médico y poeta Luis Sáenz de la Calzada, miembro de la Barraca de Lorca, interpretando aquella obra en la más pura posguerra. Y la pregunta obligada, ahora que vuelve a subir esta obra al Teatro de la Comedia, es qué refleja este montaje de Donnellan en esta España de 2022.

La maestría de Donnellan

Lo primero destacable del montaje es la capacidad de Donnellan para entender que La vida es sueño es también una comedia, un juego teatral, con sus partes de enredo, donde las mujeres se visten de hombre y se juega al equívoco, una pieza con una acción teatral que hay que saber mover en el espacio y el ritmo. Aquí el inglés es un maestro. Y es que Donnellan es medio siglo de teatro europeo. Sus montajes de William Shakespeare, llenos de vida y de una asombrosa capacidad en la dirección de actores, le abrieron Europa entera. Muchos profesionales del teatro ya viejos recuerdan su paso por España en los años noventa con Medida por medida de Shakespeare. Su influencia en cómo acometer a los clásicos es larga y profunda no solo en España, sino en Rusia, en Finlandia, en Francia o en Austria, países donde ha trabajado no solo los clásicos ingleses sino autores como Racine, Chéjov o Pushkin.

Esta maestría en el montaje es indiscutible, aunque valga también decir que los recursos utilizados en él, como el congelar finales de escena para encabalgar los actos, o la propia escenografía de su compañero de compañía Nick Ormerod que se basa en un muro con numerosas puertas de las que van saliendo los actores, no son lo que se dice nuevas ni revolucionarias, sino simples herramientas conocidas y bien aprovechadas por el inglés. Donnellan entiende a la perfección la propuesta de Calderón de la fábula entretenida y la acción ágil. Las escenas del comienzo del segundo acto, en que Segismundo es llevado a palacio y se encuentra por primera vez en su vida en sociedad, reflejan un dominio de la escena indiscutible. Alfredo Noval, que interpreta a Segismundo, en esta parte se crece y domina el espacio incluso actuando desde la platea.

El otro aspecto que cabe resaltar es la manera de decir el texto. Quizá lo más saludable de este estreno sea el poder ver otra propuesta de cómo decir a Calderón. Si Calixto Bieito quería romper el verso con energía y fisicidad a principios del siglo XXI, y Blanca Portillo era capaz de sacarle hasta el último jugo a cada expresión, a cada inflexión del verso; Donnellan, en una dirección de actores equilibrada, nadie desentona, opta por la mesura en el ritmo y el tono. Suena así Calderón más inteligible, le quita artificio, el actor va masticando lo que va diciendo, descubriendo lo que piensa el personaje. Aunque quizá Donnellan lo lleve demasiado al extremo fragmentando en demasía el verso, convirtiéndolo así en un ejercicio de estilo donde la manera de decir se vuelve un tanto mecánica.

La controversia: desengaño frente a levedad

El punto más controvertido del montaje es quizá la lectura que Donnellan propone de la obra calderoniana. El autor publicó esta obra en 1636, pero en estudios modernos, especialistas como José María Ruano de la Haza, han cuasi probado que el estreno se realizó a finales de los años veinte del siglo XVI. Si Shakespeare estrenó Hamlet con 38 años, Calderón, que luego escribiría hasta los ochenta años, parió esta obra con 27 años. Lo hizo con un ojo en el arte nuevo de las comedias de Lope de Vega, pero con otro en su concepción ética del mundo fruto de una vida llena de vicisitudes y desencantos. Una concepción donde se impone, como lo definen los expertos en su obra, el desengaño. Un desengaño que en esta obra de juventud, si bien Calderón sigue el canon de la Contrarreforma y del statu quo de los poderosos, nunca fue un revolucionario, es un desengaño todavía amargo, que duele, donde la herida está recién abierta.

Donnellan acoge este acento calderoniano con un espíritu anglosajón disímil. Así el tercer acto de la obra, en el que Segismundo se da cuenta que es incapaz de distinguir qué es sueño y qué realidad, se interpreta con una aflicción británica que ante lo que no tiene remedio parece que solo cupiera reírse. Todo está resuelto con un espíritu donde la dureza a ese despertar, la amargura que conlleva conocer que nunca sabremos qué es la vida ni podremos tener unas convicciones éticas de una solidez inmutable, no se representa con su carga trágica, sino con cierta levedad resignada. El último parlamento de Segismundo, aquel de “¿Qué os admira? ¿Qué os espanta (…)?”, que es de una amargura difícil de soslayar, cae así en un tono más cerca de lo jocoso que de la propia hondura barroca. Y aquí vuelve la pregunta de imposible respuesta hoy, tendrán que pasar años, de cómo se relaciona este montaje con esta España de 2022, cómo se mira una en otra.

El montaje, por otro lado, está lleno de propuestas teatrales. Momentos cercanos al musical y la coreografía llenos de vida, o lecturas sobre nuestro presente irónicas y mordaces en ciertas escenas, denunciadores otras como la batalla final con bombardeos ensordecedores que remiten inevitablemente a los actuales. También hay otros momentos menos claros como la permanencia del Rey Basilio en casi todas las escenas como un ente omnipresente que uno no sabe bien qué significa, o decisiones en los cortes que hacen que buenos trabajos como el de Goizalde Nuñez en el papel de Clarín no puedan ir más allá. Pero, en definitiva, es una buena noticia ver sobre las tablas del Teatro de la Comedia una nueva propuesta sobre esta gran obra inagotable. Qué buena idea sería cambiar la tradicional representación anual del Don Juan de Zorrilla por uno de La vida es sueño. O por lo menos, no tener que esperar como mínimo diez años entre propuesta y propuesta.