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Tres libros de fantasía escritos por mujeres: utopías socialistas, mundos ambisexuales y heridas de la esclavitud

La fallecida Ursula K. Le Guin, una autora referencial de la literatura fantástica del siglo XX

Ignasi Franch

La literatura de fantasía y ciencia ficción a menudo ha explorado la dificultad, o la imposibilidad, de entender aquello que nos resulta ajeno. Parte de la obra novelística de Stanislaw Lem trata de los fracasos de intentar comunicarse con civilizaciones extraterrestres. En su enigmática versión cinematográfica de 2001: una odisea en el espacio, despojada de las explicaciones apuntadas por Arthur C. Clarke en la versión literaria, Stanley Kubrick escenificó en parte ese abismo de incomprensión entre inteligencias.

Más allá de la dificultad de inventar formas de vida verdaderamente diferentes, que fuesen algo más que variaciones del modelo humano, multitud de escritores tenían que lidiar con un desafío mucho más abordable: tratar de unos otros mucho más cercanos, con quienes dialogar y empatizar hasta dejar de considerarlos ajenos, fuesen los extranjeros de tierras más o menos lejanas o, sencillamente, las mujeres.

Muchos autores optaron por cultivar la literatura fantástica sin cuestionar sus inercias colonialistas, sin cuestionar su tendencia a reflejar y reforzar un modelo social dominado por el hombre blanco. Otros, y otras, aportaron una visión diferenciada desde la asunción de muchas convenciones de los géneros literarios. Rescatamos tres ejemplos recientemente recuperados en castellano.

Matriarcadia: utopía en el país de las mujeres

Matriarcadia

Escritora y activista sufragista desde finales del siglo XIX, Charlotte Perkins Gilman (La habitación del papel amarillo) escribió una trilogía de novelas con componentes fantásticos. En buena medida, seguía la estela de dos fabuladores socialistas: Edward Bellamy (Mirando atrás) y H. G. Wells (Una utopía moderna). La segunda entrega de la trilogía, Matriarcadia (Akal), es una obra de lectura independiente que subvierte premisas habituales de la novela de aventuras de la época, como la contemporánea El mundo perdido, de Arthur Conan Doyle, con sus hombres que fuman en pipa y se sienten capaces de decidir si exterminan una especie.

El punto de partida de Matriarcadia recuerda a la revisionista El país de los ciegos, de Wells: hombres exploradores hallan una sociedad aislada y conciben fantasías de dominación. Están equivocados, y no porque Perkins Gilman o Wells conciban superioridades tecnológicas que justifiquen la derrota del hombre blanco. Sus sociedades se defienden mediante la solidaridad y la adaptación al medio.

Wells usó El país de los ciegos para transgredir las inercias colonialistas de la novela de aventuras. Gilman hizo lo propio para combatir la noción del hombre, y no del ser humano, como centro del mundo. Tres exploradores acceden a un territorio aislado en el que se ha formado una sociedad exclusivamente femenina, cuya placidez y armonía causa el bochorno de dos de los protagonistas masculinos. El tercer explorador, pertinazmente machista, lamenta la ausencia de competitividad y lucha.

A través de la voz del narrador, la autora ataca el individualismo, las desigualdades sociales y económicas y el dogma de la competencia como única vía de superación. La respuesta queda clara: solidaridad colectiva y dedicación a un proyecto común muy orientado a salvaguardar una maternidad que trasciende el hecho biológico. Tradición y transgresión se entremezclan. Si basar un país de mujeres en la maternidad puede remitir a nuestro mundo de divisiones sexistas del trabajo, esta se plantea como un asunto colectivo.

Para bien y para mal, Perkins Gilman firmó una novela de tesis. Los personajes y sus relaciones sirven sobre todo como herramientas para escenificar las materias (la igualdad de derechos, la religión, la educación) que interesan a la autora. El resultado es una obra orientada al discurso por encima de la acción, creado bajo un prisma de mujer activista que complementa las preocupaciones expresadas en otras utopías literarias socializantes de principios del siglo XX.

La mano izquierda de la oscuridad: gélida aventura

La mano izquierda de la oscuridad

En algunos aspectos, Matriarcadia suponía un choque frontal con la sociedad de su época. Publicada a finales de la década de los sesenta del siglo pasado, La mano izquierda de la oscuridad (Minotauro) no resultó una obra tan obviamente contracorriente, pero sí una relevante expansión de las sensibilidades imperantes en la literatura fantástica del momento. Ursula K. Le Guin (Historias de Terramar) planteó la historia de un primer contacto entre civilizaciones. El enviado de una federación de planetas visita un gélido mundo con un cierto aspecto medieval. Las desconfianzas entre los diversos países y entre los poderes de cada territorio dificultan la misión diplomática del protagonista e incluso ponen en peligro su vida.

La autora desarrolló la narración combinando un cierto dinamismo con la morosidad. El protagonista visita diferentes tierras, pero viaja en vehículos de velocidad reducida o protagoniza una agónica huida a pie por tierras glaciares. Le Guin parece cómoda con ese ritmo, y usa escenas de pausa para reproducir diálogos entre personajes que no dejan de representar culturas diferenciadas. De nuevo, aparece la dificultad de comprensión: el enviado Ai tiene un aliado, pero no es consciente de ello porque sus diferencias culturales dificultan el entendimiento.

No estamos ante una novela marcadamente discursiva como Matriarcadia, sino ante un ejemplo de literatura de aventuras interesada por las antropologías fantásticas como herramientas de reflexión y crítica. Entre otras temáticas, la novela aborda la relación entre sexos a través de un elemento fantástico: cada habitante de Invierno es un ser andrógino que solo se sexualiza (como hombre o como mujer, imprevisiblemente) durante periodos de celo.

El narrador se muestra algo descolocado ante esta realidad desconocida: aunque proviene de una sociedad tecnológicamente evolucionada, requiere de un aprendizaje y en sus palabras se filtra un cierto sexismo. Le Guin incorpora elementos de crítica y reflexión con una cierta sutileza, acompañando de manera armónica la trama. También aparecen ecos de las filosofías orientales y la preocupación por el nacionalismo como elemento propulsor de guerras.

Parentesco: las cicatrices de la historia

Parentesco

En pleno ciclo de lucha por los derechos civiles, Octavia E. Butler escribió su novela Parentesco (Capitán Swing) desde una doble otredad respecto a la cultura hegemónica: como mujer y como afroamericana. Su obra tiene un punto de partida inquietante: una joven aparece con el brazo pegado a la pared de su casa. A partir de ahí, la protagonista comienza su relato retrospectivo de los hechos. Ha sido una viajera en el tiempo a la manera del Hank Morgan de Un yanqui en la corte del rey Arturo: sin explicaciones científicas o pseudocientíficas. Las cosas, sencillamente, ocurren. Y subrayan los vínculos a veces indeseables entre épocas lejanas.

Dana es una mujer afroamericana emparejada con Kevin, un hombre blanco. Ambos quieren ser escritores, aunque él parece aspirar a que ella se convierta en su secretaria. Dana no quiere ser una ayudante, sino una compañera. Y de eso trata Parentesco: de los lazos difíciles, de las relaciones de poder, del miedo a que las convenciones sociales más indeseables se filtren en la vida íntima y contaminen lo que parecían espacios de refugio. Que comprometan o incluso destruyan las relaciones personales porque empujan a aceptar que las pieles blancas son mejores que las negras, que los hombres pueden dominar a las mujeres.

Cuando viaja en el tiempo, Dana aparece en una plantación de esclavos antes de la Guerra de Secesión americana. Siempre se materializa cerca de Rufus, el impulsivo hijo del terrateniente. Los destinos de Dana y de Rufus se entrecruzan constantemente, puesto que ella aparece cada vez que él está en peligro. Y lo está a menudo, también cuando se convierte en un adulto movido por pasiones destructivas.

La protagonista vive inmersiones incontroladas en ese pasado de compra-venta de seres humanos y castigos brutales. Butler trata las cicatrices de la historia y las heridas abiertas del mundo contemporáneo. Como en La mano izquierda de la oscuridad, el discurso se desarrolla en paralelo a la narración sin imponerse a esta. Ademas, la autora defiende una literatura fantástica que cuida las relaciones entre personajes y la mirada a lo cotidiano. Aunque en ocasiones fuese una cotidianidad terrible y surgiese la tentación de cerrar los ojos, Butler siguió escribiéndola.

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