Durante estas primeras semanas de marzo, plataformas como Instagram han sido invadidas por la nostalgia. Muchos usuarios compartieron el aniversario de los últimos recuerdos prepandemia: 8 de marzo de 2020, un cumpleaños donde quince personas se reunían en un espacio cerrado sin precauciones. 11 de marzo de 2020, el vídeo de una amiga bailando en nuestro bar de confianza. Las redes sociales nos permiten evocar el último momento en el que abrazamos a nuestros amigos y familiares sin preocuparnos por el contagio. O la noche en la que nos quedamos hasta que encendieron las luces de nuestro garito preferido sin saber que, un año después, quedaría fijada en nuestra memoria.
Pero Twitter, Instagram o Facebook son mucho más que un repositorio en el que almacenar la vieja normalidad. Durante meses, lo virtual fue el principal espacio donde pudimos demostrar nuestros afectos: en el aniversario del confinamiento y de la mano de algunas personas que investigan o han articulado proyectos artísticos en torno al tema, proponemos echar la vista atrás y pensar sobre cómo las redes sociales fueron nuestra principal ventana a la realidad, el modo de sentirnos parte de algo colectivo, una forma de conectar con nuestros seres queridos y agarrarnos a la certeza de que no estábamos solos.
Para Remedios Zafra, Científica Titular en el Instituto de Filosofía del CSIC y autora de ensayos como El entusiasmo (Premio Anagrama 2017) y Un cuarto propio conectado, es necesario diferenciar entre el “espacio a dos” generado por los mensajes o emails, que favorece “un contexto de mayor intimidad y profundización afectiva”, del entorno de las redes sociales, cuya lógica “descansa en la exhibición del sujeto como protagonista de su red y como producto” y promueve una relación afectiva que en muchas ocasiones no pasa de compartir gustos o tendencias determinadas.
“En esta línea, en la pandemia, los usos de las redes han sido en muchos casos expresiones derivadas de la claustrofobia y aislamiento, permitían expresar emociones y compartirlas con los demás, aunque fueran en su mayoría desconocidos”, opina Zafra, y señala que las redes sí que han operado “como vías de solidaridad para articular formas de ayuda paralelas a las que no era posible llegar o estaban desbordadas”. “Han supuesto apoyo de calidez y cercanía para quienes se han sentido solos y aislados, aunque en estos casos, creo que han sido ampliaciones de las clásicas redes de apoyo entre vecinos, pues la ayuda que las personas solas han necesitado ha sido tanto afectiva como material”.
Juan Martín Prada, filósofo y catedrático de la Universidad de Cádiz, incide en la necesidad de pensar la relación entre redes sociales y afectividad desde una perspectiva crítica. Para Martín Prada, el hecho de que nuestras relaciones interpersonales estén mediadas por plataformas pertenecientes a grandes corporaciones implica “un sofisticadísimo modelo de negocio definido, sobre todo, por un fabuloso dominio de estrategias y dinámicas biopolíticas, y en el que las relaciones económicas no son separables ya de las personales y sociales”. “La pandemia y el hecho de que todo deba estar mediado a través de las interfaces de las herramientas online no ha hecho sino incrementar en grado sumo esta situación”, asevera.“La dependencia digital a la que estábamos abocados en los diez o quince próximos años se ha acelerado a unos pocos meses”.
Según este investigador, autor de El ver y las imágenes en el tiempo de internet (Akal), la COVID-19 nos ha llevado a “una ‘forzada migración a lo digital’ en todos los ámbitos”, algo con lo que coincide Zafra. Un contexto difícilmente reversible y en el que muchos aún no se sienten cómodos. “Lo que sí que hay que hacer es vivir esta digitalización siempre desde una perspectiva crítica y con un cierto grado de disensión, pues la digitalización de la afectividad nos lleva a una situación en la que las interacciones afectivas son colonizadas muy profundamente por la economía”, recalca Martín Prada. “Hay que estar muy atentos a las consecuencias que esto tiene”, advierte.
Entre los aspectos positivos de esta aceleración hacia lo digital está la inclusión de personas mayores que “en otras situaciones se habrían autodescartado”, apunta Zafra. Y destaca las videollamadas como “un lazo y una profilaxis simultánea, es decir, un vínculo responsable que te permite querer, hablar, cuidar y amar a distancia”. Para esta investigadora, el esfuerzo de las personas mayores para conectarse a través de videollamadas “no solo ha supuesto un plus de autoestima en su aprendizaje, sino un conocimiento que puede serles muy valioso para sus redes afectivas y asistenciales ahora y en el futuro. La imagen sumada al audio refuerza el vínculo afectivo, emociona, acerca; tranquiliza ver que la persona que quieres está en un lugar determinado frente a la imaginación que viene con alas cuando solo escuchas una voz”.
Proyectos virtuales, amistad y cuarentena
Para colectivos como @ontologiasfeminstas y Visual 404, que llevan años pensando la red desde una perspectiva crítica y feminista, el coronavirus también supuso un punto de inflexión. “Precisamente durante la pandemia quisimos dar un paso más allá y volver a publicar tras un parón de dos años en el que ahorramos para poder remunerar este último y sexto número de la revista”, explican desde Visual 404, un proyecto nacido en 2014 con el objetivo de crear una red de pensadoras que escribieran sobre afectos ligados a las imágenes. “Quisimos además suspender la temporalidad dando a las colaboradoras un espacio en blanco e intermitente, un número que comenzó a publicarse a primeros de abril de 2020 y que no terminará hasta dar con nuestros cuerpos en las calles, creando una especie de refugio y acompañamiento durante esta época”.
Ante la imposibilidad del encuentro físico, el colectivo @ontologiasfeministas, creado en 2019 y especializado en virtualidad situada y espacios educativos, exploró los espacios de fiesta virtuales con su proyecto Mal de baile, presentado este mes de septiembre en Matadero y en el festival Bye Footage de Buenos Aires. “Pasamos del entusiasmo al desencanto con estos espacios de encuentro virtuales, creo que tiene que ver con la traducción literal que intentamos hacer de los espacios físicos, en lugar de pensar con las herramientas de la virtualidad”, explica Elena Castro, una de las integrantes de @ontologiasfeministas. “Intentamos pensar de qué otras formas se había estado bailando durante el confinamiento. Por ejemplo, Tik Tok fue una plataforma en la que se animaba mucho a una especie de espacio celebratorio con la viralización de ciertas coreografías durante la cuarentena”.
Durante los meses más duros de la pandemia, los lazos afectivos mantenidos a través de las redes sociales fueron el germen de numerosos proyectos autogestionados. Es el caso de La Almendra, un fanzine de 40 páginas que verá la luz este 14 de marzo, un año después de “la congelación de casi todas nuestras rutinas, hábitos y costumbres”, como apunta la primera línea del prólogo. En este fanzine hay relatos, collages o poemas con los que un grupo de amigos, en su mayoría estudiantes de la Universidad de Salamanca, intentaron poner en común sus vivencias durante la cuarentena.
“En el centro está la vulnerabilidad, la incertidumbre, la sensación de ser frágiles y no saber qué va a pasar”, expone Miguel Ángel García Torres, uno de sus creadores, que un año más tarde recuerda los meses de encierro “como un sueño, y por eso ahora leer el fanzine me genera una sensación de extrañamiento”. García evoca las reuniones semanales por videollamada con sus amigos, cada uno en una punta del país, como uno de los pocos momentos de distensión y colectividad durante el confinamiento. “Cada una, con su situación precaria o sus pérdidas, aportó lo que le salió en el momento, pero el tono general del fanzine es más bien intimista, centrado en la vida cotidiana, aunque con una conciencia muy aguda de cómo esto excedía por completo nuestra experiencia personal”, relata.
Árboles frutales es otro de los proyectos alumbrado en las redes durante la cuarentena. A finales de marzo, el periodista Adrián Viéitez comenzó a recopilar en Medium una serie de textos que bordeaban el contexto de la pandemia. Viéitez invitó tanto a autores nacidos entre 1989 y 2000 que despuntan en el panorama nacional —Luna Miguel, Rosa Berbel, Elizabeth Duval, Juan Gallego Benot, Rodrigo García Marina o Carlos Catena— como a sus amigos más cercanos o incluso a su propio padre, que cierra el último de los 40 textos. Un año después, estos escritos, difundidos y articulados en torno a Twitter, se han convertido en una antología de la mano de Editorial Dieciséis. “Tenía la vocación de que fuera una de tantas herramientas para estar juntos y dar continuidad a las redes afectivas que estaban creadas previamente, no permitir que en esta situación se erosionasen”, sostiene Viéitez.
“Creo que las redes siempre han sido un lugar de encuentro con los demás, en donde algunos de nosotros hemos crecido y hemos aprendido a mirar, también hacia dentro”, opina Margot Rot, filósofa especializada en ontología digital y una de las participantes en Árboles frutales. “Durante el confinamiento dimos cuenta de ello, no estábamos solos: había otros aislados como nosotros, otros que solo necesitaban un teléfono móvil para lograr un cuarto propio conectado, como dice Remedios Zafra”.
“Sin embargo, no podemos olvidar que internet genera ansiedad digital. La cuarentena incrementó este tipo de problemas: pasamos muchas más horas en el cuarto propio conectado”, prosigue Rot. “El confinamiento ha hecho que nos demos cuenta de cuán importantes son nuestras redes y aquellos que las habitan, pero también de la necesidad de repensar en sus lógicas; hemos de encontrar la forma de habitar lo digital de manera saludable”. Los peligros de las redes son evidentes: en abril de 2020, algunos estudios preliminares ya hablaban de “infodemia” y relacionaban la alta exposición a las redes sociales durante la pandemia con el empeoramiento de nuestra salud mental. Aún es pronto para que los resultados de muchas investigaciones salgan a la luz, pero análisis como el llevado a cabo por miembros del MIT y la Universidad de Harvard concluyen que, tras el coronavirus, hablamos más en redes sobre temas como la ansiedad y el suicidio.
Nos encaminamos hacia un futuro en el que la tecnología “nos permitirá ampliar las sensaciones de presencialidad a través de nuevos interfaces, limitando la soledad, la añoranza del otro y el miedo”, apunta Remedios Zafra. “Y lo harán permitiendo que las personas puedan estar telemáticamente ‘juntas’ aunque por otras razones se vean obligadas a vivir físicamente distanciadas. La ubicuidad compartida y las limitaciones de los sentidos serán transgredidas por la tecnología. El echar de menos será respondido por un botón. Entonces, quizá el problema venga de la ansiedad derivada de encajar esas demandas de afectos cuando se vuelven constantes e intrusivas con la necesidad de intimidad off-line y de soledad sin pantallas”.