A Abiy Ahmed se le da bien construir la paz. En menos de año y medio en el poder ha logrado poner fin a dos décadas de disputa con Eritrea, ha mediado en las crisis regionales de Sudán y Sudán del Sur y ha logrado que por primera vez desde 1970 no haya –al menos oficialmente– ningún grupo armado tratando de derrocar al Gobierno. Estos méritos, unidos a su agenda feminista y al apoyo de una comunidad internacional rendida a su política de privatizaciones, le han granjeado un premio Nobel de la Paz. Pero la ausencia de guerra no implica que haya paz.
El pasado mes de junio, un intento de golpe de Estado liderado por un coronel liberado por el propio Ahmed en la amnistía decretada tras llegar al poder demostró que el equilibrio por el que camina la paz en Etiopía es frágil. Meses antes, el propio Ahmed sobrevivió a un atentado terrorista durante un mitin. La ‘Abiymania’ que ha conquistado las redes sociales y las portadas de la prensa internacional ha desatado, al mismo tiempo, los recelos en un Estado con más de 80 grupos étnicos que se debate entre dos formas de entender el país.
Aunque constitucionalmente Etiopía se define como un federalismo étnico, el régimen tigray que gobernó el país desde que derrotaron al Derg comunista en 1991 impuso en la práctica un modelo centralista, Ethio-nacionalista, que primaba los intereses de una minoría que apenas supone el 6% de la población del país. Los agravios, principalmente por la expulsión de miles de campesinos de sus tierras, explotaron en 2015, cuando la comunidad oromo se levantó contra el plan de expansión urbana de la capital. Pronto se sumaron los amhara, juntos suman el 61% de la población, y otros grupos étnicos por todo el país.
Cuando la represión, utilizada durante décadas con el visto bueno de Occidente, se reveló insuficiente para contener el levantamiento, los líderes tigray dejaron caer al primer ministro Hailemariam Desalegn y acudieron a Ahmed, líder de la facción oromo que ejercía como oposición interna dentro de la coalición de cuatro partidos, la Ethiopian People's Revolutionary Democratic Front (EPRDF), que controla el país.
Hijo de madre ortodoxa amhara y padre musulmán oromo, Abiy Ahmed es un devoto cristiano pentecostal, un resumen de una personalidad camaleónica que le permitió hacer carrera como coronel y agente de inteligencia bajo el mando tigray. Ahmed apaciguó el país levantando el estado de emergencia, liberando a miles de presos políticos, avalando la libertad de prensa, permitiendo el regreso de figuras en el exilio –como la medallista olímpica Feyisa Lilesa– y negociando con grupos opositores como el Frente de Liberación de Oromo (OLF en inglés) y el Ginbot 7, considerados hasta entonces organizaciones ‘terroristas’.
En un aplaudido movimiento, nombró a la histórica líder opositora Birtukan Mideksa máxima responsable de la Comisión Electoral que dirigirá el proceso democrático hasta los próximos comicios, previstos para 2020 y que se plantean ya como un plebiscito sobre el modelo de Etiopía propuesto por Ahmed. El primer ministro ha prometido entregar el poder si es derrotado en unas elecciones libres y justas, para lo que ha acordado con la oposición un pacto de buenas prácticas democráticas.
Tildado de populista por sus detractores, Ahmed promulga desde su llegada al poder el modo medemer, un término amharico –la lengua mayoritaria del país– que alude a la unidad y a la capacidad de sumar, pero con el paso de los meses los guiños para contentar a todos se han tornado significantes vacíos: la connivencia con los tigray saltó por los aires con el arresto de varios altos cargos acusados de violaciones de los derechos humanos y posteriormente con expropiaciones forzosas de tierras en regiones tigray. Al norte la comunidad amhara, al sur guji y gedeo, y al este los somalíes han acabado también por levantarse contra el Gobierno.
El resultado es que en 2018 Etiopía fue el país con más nuevos desplazados internos del mundo: en el último año y medio, la cifra ha aumentado un 75%. Aunque el Ejecutivo de Ahmed insiste en que la emergencia está controlada, sobre el terreno acusan a las fuerzas estatales de obligar a los desplazados a retornar a sus territorios por la fuerza.
Como ha hecho históricamente con un país clave para la estabilidad de una de las regiones más volátiles del continente, la comunidad internacional cierra los ojos ante algunos excesos, incluido el arresto el pasado septiembre de 3.000 jóvenes acusados de incitar la criminalidad o sus injerencias en un sistema judicial politizado. En cambio, se centra en sus logros: su inequívoco compromiso feminista, plasmado en la elección de Sahle-Work Zewde como presidenta del país y en el nombramiento de un Gabinete paritario, y, sobre todo, en su audaz movimiento para poner fin al conflicto con Eritrea.
Tras más de dos décadas de disputa territorial, Ahmed sorprendió al mundo en julio de 2018 con un acuerdo de paz que ha permitido restaurar las relaciones diplomáticas y la conexión aérea y telefónica, pero que mantiene la frontera terrestre todavía fuertemente militarizada. Amparado por Estados Unidos, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, Ahmed ha ampliado su perfil como mediador internacional en conflictos como los de Sudán y Sudán del Sur.
Su liderazgo personalista, capaz de pasar por encima de las instituciones y de sus propios compañeros de Gobierno, alimenta los recelos ante un modelo autárquico de poder con demasiados ejemplos en África. Hasta la fecha, su política económica, basada en la privatización de sectores claves como la energía, el transporte o las telecomunicaciones, ha dado grandes réditos macroeconómicos, pero mantiene a casi una cuarta parte del país viviendo por debajo del umbral de la pobreza. Una realidad que, más allá de las disputas étnicas y la contienda que asoma con Egipto por las aguas del Nilo, puede oscurecer el futuro que traza el Nobel de la Paz.