Chan Puthisak pasó cuatro meses y 28 días en prisión por ir a una protesta. Era enero de 2014 cuando fue arrestado, uno de los meses socialmente más convulsos que ha vivido Camboya durante los últimos años. Las calles llevaban días llenas de trabajadores del textil que pedían un aumento del salario mínimo de 5 dólares desde los 95 que entonces cobraban. Él no era trabajador de ninguna fábrica, pero llevaba años luchando contra las expropiaciones forzosas y decidió solidarizarse con ellos.
Puthisak se había ganado fama como activista después de luchar contra los planes de las autoridades de construir oficinas y apartamentos de lujo en Boeung Kak, un popular barrio de la capital camboyana, y cree que por eso se ensañaron más con él. Los golpes, en la espalda, la cabeza y el estómago, le venían de todos lados y lo dejaron casi inconsciente. Poco después, la policía se lo llevaba arrestado. Las protestas de aquellos días, a principios del pasado año, se saldaron con cuatro muertos, un desaparecido y 22 detenidos más.
No era la primera vez que ocurría algo similar en Camboya. Amnistía Internacional acaba de publicar el informe “Tomar las calles. Libertad de asamblea pacífica en Camboya” en el que denuncia la violencia sistemática que se ha ejercido sobre los activistas en el país y que se ha incrementado desde las reñidas elecciones de 2013, que marcaron un antes y un después en la lucha por los derechos en el país.
En total, la investigación de la organización documenta desde julio de 2013 “al menos seis personas muertas” debido a disparos de bala de las fuerzas de seguridad. Además, la organización teme que un séptimo, el joven Khem Phaleap (de 16 años) también falleciera debido a su participación en una protesta. “La última vez que fue visto fue el 3 de enero de 2014, tumbado en la calle Veng Sreng de Phnom Penh con una aparente herida de bala en el pecho”, recoge el estudio.
“Durante los últimos dos años, la gente ha salido a las calles a pedir sus derechos como nunca antes, pero las autoridades han respondido normalmente con represión violenta”, asegura en una nota de prensa Rupert Abbott, director de investigación de Amnistía Internacional para el Sudeste Asiático y el Pacífico.
El descontento por los resultados de los comicios, que por primera vez amenazaron la hegemonía del primer ministro Hun Sen, que lleva más de 30 años en el poder, lanzó a miles de personas a las calles en un país que aún vive con cautela cualquier conflicto tras la traumática experiencia de los Jemeres Rojos, un régimen maoísta que acabó con la vida de casi dos millones de camboyanos en los años 70. Hun Sen retuvo el poder tras las elecciones, pero este ha sido desafiado por mareas de manifestantes de forma creciente desde entonces.
Junto a las manifestaciones políticas, las protestas por las condiciones en la industria textil, como a la que acudió Puthisak, han sido uno de los principales focos de oposición. Camboya es uno de los principales centros textiles del Sudeste Asiático y el sector supone hasta un 85% de sus exportaciones. Durante años el sector ha sido vigilado con lupa por las organizaciones sociales debido a las duras condiciones de las fábricas, con jornadas de hasta 16 horas, durante seis e incluso siete días a la semana, a cambio de salarios que no cubren las necesidades básicas. Los despidos arbitrarios, retrasos en los pagos y desmayos masivos, provocados por la mala alimentación de los trabajadores, el exceso de trabajo y las altas temperaturas han sido casi la norma en los talleres.
“Apenas nos daban comida”
Los días en la prisión no fueron sencillos para Puthisak. “Apenas nos daban comida y la habitación era muy pequeña. Tenían a más de 100 personas en la misma celda”, asegura. Puthisak dice que no recibió más golpes estando en prisión, pero otros activistas apuntan a la presión psicológica que recibían por parte de los guardias como lo más duro de su estancia en la cárcel. Bov Sorphea, otra conocida activista que pasó un mes en prisión tras ser arrestada en una protesta a mediados de 2012, cuenta: “Nos decían: 'Si quieres salir de aquí, date golpes contra la pared', y muchas lo hacían porque estaban desesperadas”.
Las mujeres han sido un elemento clave de las protestas de los últimos años, en un intento de frenar la creciente violencia contra los manifestantes. “Las mujeres estamos ahora al frente de las protestas porque si fueran los hombres la policía usaría sin pensarlo la violencia contra ellos”, explica Sorphea. Pero los golpes también les llegan y el pasado año una mujer embarazada sufrió un aborto por la represión sufrida en una de las protestas.
Los golpes y la prisión son para los afortunados; muchos otros, como el conocido activista medioambiental Chut Wutty asesinado en 2011, pagan con la vida su enfrentamiento a las autoridades del país. Las organizaciones de derechos humanos denuncian además que las autoridades usan su control sobre la justicia para no responder ante los abusos cometidos contra los activistas. “Junto a la violencia contra los manifestanes, la impunidad es utilizada como un intento de crear una cultura de miedo en Camboya y para frenar a aquellos que púbilicamente buscan la verdad”, aseguraba una nota publicada el pasado mes de noviembre por el Centro Camboyano de Derechos Humanos. El informe de Amnistía Internacional destaca, por su parte, que ninguno de los responsables en las represiones de los últimos dos años ha sido investigado o procesado.
Una vida de sacrificio
Cuando Puthisak decidió representar a su comunidad para luchar contra la expropiación de sus casas, no sabía muy bien cuáles iban a ser las consecuencias. “Decidí hacerme activista porque no quería perder mi terreno”, explica. “Pero tuve que dejar el trabajo y ahora apenas tengo ingresos”. El activismo se convirtió en un trabajo a tiempo completo.
Puthisak llevaba a cabo las negociaciones con la empresa y el gobierno y organizaba a los vecinos para las protestas y otras actividades, lo que apenas le dejaba tiempo para cortar el vidrio que durante años le había permitido vivir. “Sobrevivo vendiendo algunas cosas aquí en mi casa y de lo que me dan los vecinos. Pero no recibo ningún tipo de salario”, asegura.
Bov Sorphea tampoco se imaginaba que tendría que dejar su puesto de sandwiches y pedir a su hermana que se encargara de sus hijos para poder seguir defendiendo su casa. “Los activistas tenemos más problemas económicos porque tenemos que dedicarle mucho tiempo a luchar contra las autoridades”, afirma. Al igual que Puthisak, Sorphea es una de las más de 770.000 personas que, según el gabinete de abogados Global Diligence, han sido amenazadas con perder sus hogares para dar paso a proyectos urbanísticos, nuevas fábricas o extensas plantaciones en el país asiático. En su caso, consiguió ganar la batalla y, junto a otras 800 familias, obtuvo un certificado de propiedad de su casa.
Su lucha, sin embargo, continúa. Sorphea quiere asegurarse que todas las familias de su barrio reciben los títulos de propiedad prometidos y que los movimientos sociales dejan de ser perseguidos en el país. “Nos siguen continuamente y nos amenazan con llevarnos a prisión sin ninguna razón”, explica la activista. “Pero nuestra voz ha sido escuchada a través de los medios, las ONG y las redes sociales. Y el gobierno tiene miedo de eso”.