Pasan las cuatro de la tarde. Hok, un joven tailandés de 24 años, se afana junto a otra docena de compatriotas en colocar voluminosos racimos de plátanos en enormes cajas de cartón, listas para ser empaquetadas. De un lado se encuentran las que contienen las frutas más vistosas, que serán distribuidas en el mercado israelí; de otro, las que guardan los plátanos más deslucidos, que se venderán en Gaza.
“Sacamos entre unas 20 y unas 60 toneladas diarias, depende del clima y de la temporada”, comenta en una conversación con eldiario.es Munir, el capataz árabe-israelí que dirige a la treintena de jornaleros asiáticos –16 de Tailandia y 13 de Camboya– que trabajan en los campos del kibutz de Ein Carmel, en la costa norte de Israel. Esta comuna forma parte, junto a otras cuatro de la zona, de la mancomunidad agrícola de Bananot Hahof que cultiva y comercializa plátanos, berenjenas o aguacates, entre otros productos.
En Israel aún quedan más de 200 kibutzim, comunas agrícolas de inspiración sionista-socialista que florecieron a partir de los años 20 y 30 del siglo XX en la Palestina del Mandato Británico. Los actuales poco tienen que ver con los originales. Hoy ya no se exige ser miembro de la comuna ni la participación activa en el proceso comunitario de toma de decisiones y se ha introducido la propiedad privada, ya que se puede comprar la vivienda y la tierra donde se asienta.
Además, ya no solo albergan explotaciones agropecuarias como en sus primeros años industriales, sino que algunos incluso se han convertido en sede de exitosas start-ups de tecnología, laboratorios de innovación o en lugar de creación para artesanos y artistas.
“Contratarles es más barato”
Es el caso de Ein Carmel, en cuyos campos ya no faenan de sol a sol los llamados sabras –término por el que se conoce a los judíos ya nacidos en Israel y sinónimo de gente abnegada y trabajadora–, sino tailandeses, camboyanos y vietnamitas que hoy forman la mayor parte de la mano de obra del sector agrícola del país, con unos 25.000 trabajadores. “Contratarles es más barato y hacen el trabajo que ya no interesa a los israelíes”, explica Munir mientras la actividad en la granja es frenética.
A su lado, supervisando, están Omar, un árabe israelí de Turán (en la Galilea) y Mohamed, un palestino de Tubas (norte de Cisjordania) que desde hace cinco años trabaja en Ein Carmel, adonde solo puede llegar con un permiso israelí. Durante los años 70 y 80, la mano de obra barata se reclutaba entre los palestinos, pero el estallido de la primera Intifada (1987-1993) y, sobre todo, de la segunda (2000-2005) provocó un masivo efecto de sustitución en favor de los orientales.
“Los tailandeses ganan unos 200 shéquels (47 euros) cada día de los seis que trabajan y los palestinos de mayor capacitación, 350 (unos 82 euros)”, explica Munir. El encargado también asegura que los trabajadores de Bananot Hahof cobran al menos el salario mínimo interprofesional, que en Israel es de 5.000 shéquels mensuales (unos 1.200 euros) por ocho horas de trabajo, aunque la mayoría de los empleados haga más para poder ahorrar y enviar dinero a sus familias.
En países como Tailandia el salario mínimo no llega a los 200 euros al mes, una cantidad que puede variar en función del sector y la zona del país. “Aquí por el mismo trabajo obtienen casi cuatro veces más”, apostilla Munir.
El capataz admite que el intermediario israelí se queda con un porcentaje del sueldo de los jornaleros para pagar, por ejemplo, el visado. “A la compañía que nos los proporciona –por ley en número limitado– le pagamos un pequeño porcentaje por el papeleo, pero en el kibutz los trabajadores no pagan nada, excepto 250 shéquels (unos 60 euros) por la electricidad mensual”, cuenta Limor, trabajadora de Bananot Hahof.
Viviendas con condiciones insalubres
Pero, a pesar del relato de sus gestores, no es oro todo lo que reluce en las granjas de Ein Carmel. Solo hay que apartarse unas decenas de metros del área bucólica de los kibutz, con extensos jardines rodeando las decenas de chalés unifamiliares donde viven sus 800 residentes, para encontrarse de bruces con otra realidad.
Casetas destartaladas con cocinas mugrientas, electrodomésticos oxidados, lavadoras que expulsan agua sucia en la parte trasera de los chamizos y se mezclan con charcos de aguas residuales a falta de una red de desagües sanitarios, todo a pocos metros de los patos que los trabajadores asiáticos crían como parte de su dieta.
“Eso corre de su cuenta”, apunta Limor, de Bananot Hahof. “Lo que nosotros sí les damos es el arroz”, añade. La situación contrasta con los valores socialistas que, en otros tiempos, se enarbolaban en este entorno, según los cuales ningún miembro del kibutz –y menos los trabajadores que cultivaban sus tierras– se quedaba sin una ración de comida en el comedor comunitario.
Por contra, hoy, los jornaleros asiáticos son quienes deben encargarse de comprar la mayoría de lo que consumen en un país donde los alimentos son, de media, un 25% más caros que en Europa, según datos de la OCDE (la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico).
Acerca de las viviendas de los jornaleros orientales, la trabajadora israelí asegura desconocer las precarias condiciones higiénicas en las que se encuentran. “De vez en cuando se hacen inspecciones y nunca nos han comunicado ningún problema”, sostiene Limor. “Sí nos consta que los capataces tienen que insistir a los trabajadores con la limpieza porque tienden a vivir igual que en sus países de origen”, asevera.
Estos chamizos nunca han recibido la visita ni de los cientos de residentes de Ein Carmel, que viven voluntariamente ajenos a la realidad diaria de los jornaleros orientales, ni de los turistas que anualmente vienen a esta comunidad agrícola-industrial, hoy reconvertida, además, en colonia de artesanos y artistas.
Abusos laborales y desprotección, según las ONG
“Decir que los trabajadores asiáticos viven así porque es como lo hacen en sus países de origen es puro racismo”, espeta al teléfono desde Londres Nicholas McGeean, autor del informe Israel: graves abusos de los trabajadores tailandeses, publicado por la ONG Human Rights Watch (HRW) en 2015. “Lo cierto es que en en las granjas agrícolas que visitamos encontramos esas mismas condiciones inmundas, vimos la misma segregación física y otro tipo de abusos”, explica.
Para el estudio, los investigadores de HRW entrevistaron a una decena de grupos de tailandeses repartidos por otros moshavim (granjas agrícolas como los kibutzim pero con medios de producción privados) en el sur, centro y norte de Israel. “Todos dijeron que sus salarios eran significativamente más bajos que el mínimo legal permitido, que trabajaban más horas, sin suficientes condiciones de seguridad o que pagaban más de la cuenta por la vivienda y demás servicios”, reza el informe.
Estas infracciones han sido también denunciadas por la organización israelí Kav LaOvev (Línea de Atención a los Trabajadores), cuyos miembros visitan mensualmente las comunidades agrícolas del país para informar en su idioma a los trabajadores de sus derechos y denunciar irregularidades.
“En la última visita, los asiáticos que vimos nos dijeron que cobraban una media de 140 shéquels (33 euros) al día”, relatan en su página web. En Israel, por ley, el salario mínimo interprofesional debe ser de 230 por una jornada de ocho horas trabajando cinco días a la semana, o de 200 si lo hacen seis. Cantidades legalmente reguladas, así como el número de horas trabajadas por día o el derecho a la huelga.
“Al final, los trabajadores tailandeses están financiando al sector agrícola israelí con un total de 500 millones de shéquels (117 millones de euros), que es el dinero que no cobran”, dicen desde Kav LaOvev. Esta cantidad revierte, aseguran, en beneficio de los contratistas y, por ende, en el Estado que “así se ahorra las ayudas que podría proporcionar a los empleadores en compensación por los elevados impuestos que les cobra cada año (37 millones de euros) por traer mano de extranjera a falta de nacional”, denuncian.
Desde esta organización lamentan que, a pesar de las constantes evidencias de irregularidades que presentan ante los ministerios de Trabajo o Hacienda, sus reclamaciones nunca obtienen respuesta. Tampoco la ha obtenido este diario cuando ha contactado con ambos organismos para obtener información sobre dichas denuncias.
La falta de asistencia médica
La falta de asistencia médica es otro de los abusos expuestos tanto por esta ONG israelí como por HRW. Ambas han documentado que, aunque los contratistas israelíes están obligados a proporcionar asistencia médica a los trabajadores, muchos de ellos terminan pidiendo a sus familias que les envíen medicinas para tratar las enfermedades comunes que padecen: agotamiento, dolores de cabeza o afecciones respiratorias producidas por el contacto con pesticidas sin la protección adecuada.
Según un informe de Human Rights Watch de enero de 2015, un total de 122 trabajadores tailandeses murieron en Israel entre 2008 y 2013, la mayoría fruto de accidentes laborales. No obstante, de acuerdo con el documento, también hubo cinco casos de suicidio y 43 de “muerte súbita nocturna”, esto es, la muerte sobrevenida durante el sueño fruto de la acumulación de exceso de trabajo físico en condiciones climatológicas adversas.
“Es una manera de dar un nombre a un fenómeno que no es más que la explotación laboral y la falta de asistencia médica”, apostilla McGeean, de HRW, quien asegura encontrar “muchas similitudes” entre lo que ocurre en Israel y lo que sucede en países como Qatar o Emiratos Árabes, sobre los que ya prepara un nuevo informe.
En el estudio que su organización hizo en el Estado hebreo recogieron un caso extremo: el de un jornalero que a sus 37 años falleció mientras dormía en una granja cerca de la ciudad Netanya. Tras la investigación, concluyeron que la víctima trabajaba hasta 17 horas diarias, siete días a la semana, combinando el ordeño de vacas en los establos con la recogida de aguacates en los invernaderos.
La policía no llegó a practicar autopsia alguna y la embajada de Tailandia repatrió el cuerpo de forma discreta para no perjudicar al acuerdo de cooperación laboral que ambos Gobiernos y la Organización Internacional de Migraciones (OIM) firmaron a tres bandas en 2011 con el objetivo de regular la importación de mano de obra tailandesa y combatir el fraude que ya se detectó a su llegada en los años 90.
Por su parte, Hok y sus compañeros de las granjas de Ein Carmel seguirán levantándose al alba para cultivar los campos del kibutz, donde casi nadie les conoce, ni sabe o quiere saber de sus condiciones. “Las frutas y verduras que nos comemos en Israel son recogidas por ellos. Solo la aplicación real de la ley, en una lengua que puedan comprender, podrá realmente defenderles”, concluye uno de los informes de Kav LaOvev.