La luz del Mediterráneo ilumina la costa de El Mina, suburbio portuario de Trípoli (Líbano), y delata las sillas polvorientas de un puesto de helados. Dos niños subidos en sus bicicletas recorren el ancho paseo marítimo poniendo la mirada en todos lados, como si llevaran el recuento de las palmeras y minaretes que se levantan sobre esta pequeña península del norte del Líbano. Un vendedor de bebidas es el único transeúnte al que sortean ante la mirada de los hombres del barrio, que pasan las mañanas desocupadas sentados en algún rincón.
“De Trípoli me gusta todo”, dice Zakaría. Rodeado de las pequeñas embarcaciones que repara, este trabajador del puerto recuerda las primeras jornadas de pesca con su padre cuando aún era un niño, menciona una isla con árboles a la que le gusta escaparse de vez en cuando y no pierde detalle cuando habla de sus pájaros, a los que cría y alimenta: “los puedo dejar volando enfrente del mar, pero les he enseñado a volver a casa y regresan. Siempre regresan”.
Cuatro años atrás él también volvió a casa después de adentrarse en el mar, pero el regreso no fue decisión suya. Ahorró dinero y sin avisar a su familia se subió con más personas a un bote en la misma costa donde solía pescar con su padre. Navegó convencido de dejar atrás una tierra donde asegura que ningún proyecto es posible y cruzó los 160 kilómetros que separan Trípoli de la República de Chipre, estado miembro de la Unión Europea. Una vez allí, llamó a sus padres y les comunicó su deseo de llegar a Alemania, pero más adelante las autoridades lo retornaron. Según Zakaría, él fue de los primeros residentes de Trípoli en intentar la arriesgada migración marítima que por entonces solo veían acometer a los refugiados sirios. Hoy, docenas de libaneses se unen a esos viajes, y lo hacen en unas cantidades que Líbano no había visto nunca en tiempos de paz.
“Todos mis amigos han intentado irse de aquí”, afirma Zakaría. Menciona el desempleo, la pobreza y la falta de futuro, indicadores especialmente pronunciados en Trípoli en comparación con el resto del Líbano. Durante los últimos años, algunos cálculos sugerían que el desempleo en la ciudad sobrepasaba ampliamente la mitad de la población activa, mientras que el Banco Mundial consideró a Trípoli uno de los municipios más pobres de toda la costa mediterránea en 2016, con el 80% de su medio millón de habitantes viviendo por entonces con menos de 2 dólares al día.
“Por más que trabajes, no tienes bastante para vivir”
Pero todos estos datos son anteriores a la caída libre que Líbano comenzó en octubre de 2019. La imposible balanza comercial de este pequeño país, rodeado por Siria e Israel y dependiente de importar el 90% de los productos que consume, ha devaluado la moneda local un 80% con relación al dólar en doce meses. Este colapso ha provocado una inflación del 60% en productos básicos, inasumible para los centenares de miles de personas que se han visto afectadas por el consecuente cierre masivo de empresas, pero también para la mayoría de trabajadores en activo. Un sueldo diario de 20.000 libras libanesas como el de Zakaría ha pasado de valer unos 13 dólares a equivaler apenas dos. En este país sin censo poblacional, la cantidad de familias que podrían haberse quedado sin ningún ingreso durante el último año es un misterio. Pero muchos residentes en el norte de Líbano concluyen que “por más que trabajes, no tienes bastante para vivir”.
La explosión del puerto de Beirut, que el 4 de agosto dejó en escombros la mitad de la capital, precedió un incremento en las cifras migratorias. La agencia libanesa Information International registró un aumento del 36% en el número de pasajeros que han abandonado el país desde el único aeropuerto internacional de Líbano. Mientras tanto, los que no obtienen visados ni pueden pagar billetes de avión han buscado rutas alternativas. La mayoría de las 21 embarcaciones que ACNUR constata que han intentado abandonar Líbano durante este verano lo hicieron entre finales de agosto y mediados de septiembre, superando las 17 embarcaciones que se registraron durante todo el 2019. Muchas de ellas parten desde Trípoli.
Desde el lado chipriota, la organización no gubernamental KISA registró durante ese período la llegada de 11 embarcaciones con 348 mujeres, hombres y niños a bordo. “Cuando veo grupos que se disponen a intentarlo trato de convencerles de que es mejor morirse aquí que hacerlo en el mar -- dice Zakaría--, pero lo prueban a pesar de saber que pueden morir o ser devueltos”.
Devoluciones desde Chipre
Una investigación de Human Rights Watch revela que las autoridades chipriotas han devuelto a Líbano al menos a 200 personas durante la primera semana de septiembre sin darles la oportunidad de pedir asilo. También delatan supuestas violaciones graves de la ley internacional y actitudes vengativas. Algunos inmigrantes aseguran haber sido abandonados en alta mar por la policía costera mientras navegaban a la deriva sin comida, agua ni gasolina. Otros han sido testigos de palizas y descargas eléctricas contra un potencial solicitante de asilo durante el viaje de vuelta, delante de sus propios hijos y de los de otras familias.
En Trípoli, el mal rumbo del país se une a la sensación de exclusión por parte del estado. La ciudad tiene memoria y se acuerda de cuando ejercía de puerto de Damasco antes de la formación de Líbano, al que pasó a pertenecer ahora hace 100 años. Muchos en la ciudad rechazaban su incorporación al nuevo estado, que terminaría por castigar al norte del país con el abandono y el desempleo por parte de unas autoridades que priorizaron Beirut.
“Nos sentimos frustrados porque Trípoli tiene mucho potencial”, dice Houssam Barbara, miembro de un grupo civil llamado Guardias de la Ciudad que reúne personas “con energía para intentar mejorar las cosas”. Recuerda que la ciudad tiene un aeropuerto y una feria de exposiciones inutilizados además de un puerto al que se podría potenciar. “Todo esto ya existe y usarlo sería muy efectivo para reducir el desempleo e incentivar el turismo”, apunta.
Guardias de la Ciudad participó en la lista ganadora en las elecciones locales de 2016, en las que venció a una lista unitaria de líderes políticos tradicionales y hombres millonarios, en un país donde el 0,1% más rico de la población acumula tanto como el 50% más pobre. Barbara lamenta que el giro electoral no haya traído cambios en la política de la ciudad. Según afirma, “los miembros de la lista perdedora son capaces de comprar voluntades”.
Aunque la inmigración sea una voluntad extendida, hay más personas con ganas de dar una oportunidad a Trípoli. Maysa es una traductora que ha vivido un tiempo en el extranjero, pero que ha vuelto a su ciudad “a buscar trabajo con insistencia”. Hisham, por su parte, ha abierto en el centro una tienda con la primera marca de ropa en el país con motivos libaneses y árabes en un intento de potenciar la cultura local, “pero también la positividad, que a nuestra gente le hace falta”. Sus camisetas invitan a la interacción sin necesidad de preguntarse antes “cuál es tu nombre o tu religión”, y añade que son un pueblo “con voluntad de vivir, más aún después de la explosión y de esta crisis”.
Funeral por uno de los fallecidos en el último naufragio
Cerca de la tienda de Hisham, docenas de hombres salen de la mezquita Taynal y se arremolinan ruidosamente alrededor del ataúd que cargan por encima de sus cabezas. La concentración se dirige al cementerio y corta el tráfico de forma imprevista. Los tiros que se disparan hacia el cielo en señal de conmemoración se oyen desde toda la ciudad, haciendo que no haya nadie en Trípoli ajeno al funeral. Cuando todo pasa, un señor que se ha quedado de pie mirando la entrada del cementerio cuenta que se trata del entierro de Shady Ramadan, “una de las personas” que han muerto recientemente intentando llegar a Chipre.
“La gente de Trípoli está cansada”, añade. El cuerpo de Ramadan apareció en las aguas del sur del Líbano después de haber salido desde Trípoli. Cae la noche y Samir pasa por el portal de su casa, donde unos jóvenes están sentados fumando narguile. Habla de su hermano Mohammad, que se fue hace un mes para no volver, y asegura que “no había nada de su vida en Trípoli que le pudiera gustar”. Recuerda las frustraciones laborales que encadenó, incluida una en Qatar debido al coronavirus. Y reconoce que no le hubiera permitido marcharse si hubiera sabido que la excursión al río era una mentira.
Samir cuenta que la embarcación en la que su hermano Mohammad y más de 30 personas intentaron llegar a Chipre navegaba a la deriva tres días después de haber zarpado. El sol y la falta de alimento habían arrebatado la vida a una mujer y a dos niños, y habían comprobado que prender fuego a un neumático en mitad de la embarcación no era bastante para conseguir un rescate. Fue entonces cuando Mohammad cogió la madera que tapaba el motor y se lanzó al agua sobre ella, diciendo que no volvería si no era con ayuda. Una semana después, un equipo de la ONU encontró la embarcación con la mayoría de personas con vida, aunque al menos cuatro fallecieron. A Mohammad lo encontraron 36 horas después de su muerte, tras resistir a la deriva durante cuatro días y cuatro noches.
Samir explica que ninguna autoridad libanesa se ha puesto en contacto con las familias de los fallecidos en el mar, pero no le sorprende porque “este no es un país normal”. Considera que su hermano está en paz y añade que lo que le asusta es la desesperación por tener que cuidar a su madre y al resto de los miembros de la familia que siguen con vida. Cuando se le pregunta si hay algún mensaje que quiera lanzar fuera de Líbano, no duda: “Que abran fronteras y que nos dejen salir de aquí”.