Sandra, mi vecina, ya no tiene tarjeta sanitaria. A veces nos sentimos mal sin saber muy bien por qué, y lo comentamos en la escalera o en el ascensor, que estamos así como débiles, o que nos duele la cabeza muchos días ya... Cuando Sandra me lo ha comentado alguna vez en estos dos últimos años, no le he podido decir esa frase hecha que usamos mucho: “ve a tu médico a ver qué te dice”. La preocupación, el miedo y la angustia que ella siente son también mi miedo, mi angustia, y mi preocupación.
En este país, desde hace un par de años, se enferma y se muere también por decreto. Literalmente. Hace ya un par de años que entró en vigor el Real Decreto-ley mediante el cual un reducidísimo grupo de personas, que resultan ser quienes nos gobiernan, decidieron excluir del Sistema Nacional de Salud, es decir privar de asistencia sanitaria, a un enorme grupo de personas, a casi un millón. A veces basta con algo tan azaroso como no haber nacido en este país (un poco más al sur, quizás, un poco más al este, un poco más hacia donde se supone que hay menos, en cualquier caso) para contarse entre el millón. Con algo tan disparatado como depender de los prejuicios privados de un empleado público. Con algo tan a la orden del día como no conseguir cotizar a la Seguridad Social.
En este tiempo, se ha parcelado la sociedad y perfilado quién cumple determinados requisitos para ser asegurado, y quién no. Requisitos que nada tienen que ver con la salud, que cambian y que excluyen a más gente (ahora los jóvenes que salen de España más de 90 días, antes los parados que pierden todas las prestaciones) pero que tienen una base común: sobre la base de los ingresos que tenga cada cual. Sí, en el Estado español, el derecho a la salud está en venta. Se van construyendo categorías, etiquetas, acerca de quiénes son las personas afectadas por este decreto, y quiénes no lo son.
Pero esta dicotomía es ilusoria. La expropiación de un derecho a una parte de la sociedad afecta a toda esa sociedad. La salud, ese bienestar físico, psicológico y social al que aspiramos, no es un asunto individual. Es una cuestión colectiva. La enfermedad de cualquier individuo repercute directa e indirectamente sobre la salud de la sociedad en la que vive (y es que, por difícil que nos lo pongan, seguimos viviendo junto a otros).
Tenía varios pacientes que ya no vienen, porque ya no tienen tarjeta sanitaria. No sé qué está pasando con la salud de las gentes que viven en el barrio donde trabajo. Un día cogí el teléfono y les fui llamando uno por uno para decirles que les iba a atender. Es una locura que haya gente que no pueda venir al centro de salud. Yo no lo consiento.
No queremos pertenecer a una sociedad cuya ética se construya sobre el “sálvese quien pueda”, en la que permitamos que alguien enferme y muera de una enfermedad y una muerte evitables. Queremos asociarnos para otra cosa que para satisfacer intereses. Un barrio, una ciudad, un país no son una empresa.
La autopsia de Jeanneth revela que llegó al Hospital con los riñones muy deteriorados por una enfermedad cualquiera, para la cual hay tratamiento si hubiera podido ir al médico.
En estos dos años de aplicación del decreto de exclusión sanitaria, la incertidumbre, el miedo, la angustia y el dolor son el día a día en nuestros barrios. Expropiar el derecho a la asistencia sanitaria a casi un millón de personas supone expropiárselo a toda la población. Como individuos, no cuidamos nuestra salud si no cuidamos la salud de las personas a nuestro alrededor.
Si una persona tiene una enfermedad pulmonar y además tiene problemas de corazón, su médico no puede tratarle bien si sólo presta atención a sus problemas de corazón. Tiene que reconocer todo el cuerpo. Lo mismo ocurre con la sociedad. No se puede tratar bien la salud de una persona de una comunidad, y dejar fuera a las demás. Porque entonces, la sociedad irá enfermando poco a poco.
El corazón puede seguir latiendo, pensando que todo va bien porque él sí que recibe tratamiento, y pensando que no le afecta que los pulmones no se tengan en cuenta. Aunque note a veces que no cuenta con demasiado oxígeno, o que hacer esfuerzos le cuesta más que antes, puede seguir funcionando.
Como sociedad, las personas que (por ahora) son aseguradas, también pueden mirar para otro lado. Pueden creerse la mentira de que la sanidad sigue siendo universal, y la falacia de que al menos ellas conservan su derecho a la salud.
Pero de no tratar a los pulmones, el corazón un día no recibirá oxígeno. Y el corazón se parará. Ojalá no tenga que llegar ese momento para que actuemos, y defendamos todas juntas el derecho a la salud que, como sociedad, nos han expropiado.