A Maya todavía le tiembla la voz cuando recuerda el terremoto. En Katmandú el temblor se sintió en todos los lugares de la ciudad. Ella estaba cocinando en su casa cuando tuvieron que salir corriendo. “No pudimos coger nada. Mi marido y yo huimos. Menos mal que mis hijos no estaban en casa en ese momento”, explica recordando el 25 de abril de hace dos años.
Ese día, 9.000 personas murieron y más de 22.000 resultaron heridas tras el devastador terremoto de 7,8 grados que sacudió Nepal. La primera reacción de la mayoría fue dejar sus hogares y todo lo que allí tenían por miedo a ser sepultados. “Se cayó uno de los pilares así que nos fuimos a un refugio temporal en un colegio cercano a nuestro hogar”, cuenta Maya. A pesar de los importantes desperfectos de la casa, una semana después del terremoto decidieron regresar. Por precaución, decidieron alojarse sólo en el primer piso. Pero esta situación no se mantuvo mucho tiempo.
Dos semanas más tarde, el país volvió a temblar. Para entonces, Katmandú ya estaba al completo. Miles de personas llegaron a la capital para buscarse la vida tras los destrozos en los pueblos más humildes de las montañas. Maya, que ya vivía en Katmandú, esta vez no pudo regresar a su casa. “Estaba completamente bloqueada, era imposible entrar”, explica. Fue en ese momento cuando se trasladó definitivamente a los refugios temporales que aparecieron en la ciudad. Personas de todo tipo y de todos los lugares acabaron reuniéndose por un mismo motivo: la imposibilidad de continuar con su vida.
Meses después, se dio carácter oficial al campamento de Chuchepatti. “Estuvimos 18 meses allí. No queríamos ir, pero no teníamos otra opción. Allí había gente como nosotros, sin dinero y con graves problemas para encontrar un sitio donde vivir”.
Casi 8.000 personas llegaron a vivir allí, según cifras de las ONG que trabajaban dentro del campo. La rutina allí se reducía a hacer cola para obtener los servicios básicos como la comida o el aseo. Viviendo sobre tierra, con sólo la protección de unos plásticos sujetos con bambú, Chuchepatti suponía un verdadero reto para la paciencia y la capacidad de resistencia de los nepalíes.
Dos años después, por las presiones de los propietarios del terreno, el gobierno decidió desmantelar el campo en el que todavía vivían 2.000 personas en tiendas y refugios. “Fue un día difícil. No teníamos dinero y tampoco sabíamos cómo salir adelante. Mi marido ha vuelto al pueblo con mi hija, quiere recuperar un terreno que nos pertenece. Yo sigo intentando sobrevivir en Katmandú con mi hijo”, explica.
Maya vive en una habitación con dos camas y un mueble para sus pertenencias. “Estos días no ha parado de llover, no tenemos cristal en la ventana y el dueño no quiere arreglarla”, se queja.
Las 4.000 rupias que cobra cosiendo alfombras ni siquiera alcanzan para pagar las 4.500, unos 45 euros, que le cuestan la habitación y la luz. “Es difícil encontrar un sitio en la ciudad. Conseguimos venir aquí a vivir por un amigo que nos recomendó, de otra forma sería imposible” explica. Los alquileres en Katmandú se han disparado desde el terremoto. Tras el desalojo, Maya ha conseguido quedarse en la capital, “muchos han vuelto a sus pueblos, otros se han quedado en Katmandú, pero hemos perdido el contacto”.
En la actualidad, a pesar de las pésimas condiciones en las que se vivía en Chuchepatti, Maya añora su estancia allí. En el campo todas las familias estaban en la misma situación, por lo que no había la discriminación que ahora asegura sentir. Además, la presencia de organizaciones ayudaba a que las necesidades fueran menores.
“Gracias a que algunas ONG tenían médico, he podido tratarme”, explica Maya, que sufre mareos con frecuencia. Fuera de Chuchepatti, acceder a la atención médica es muy complicado por la precaria sanidad pública y la imposibilidad de pagar a un médico privado.
“Las ONG ganaron más que nosotros”
Aunque las ONG permitieron mejorar los servicios que tenían los habitantes de Chuchepatti, la actitud de algunas de ellas no fue la más adecuada, según comenta Maya. El principal problema que señala es que les dieron unas expectativas que luego fueron imposibles de cumplir. Para ella estas promesas tenían un claro interés por parte de las organizaciones de sacar pecho de las ayudas que ofrecían.
“Ellas ganaron mucho más que nosotros. Vendieron que nos estaban ayudando y a lo pocos meses se fueron y nosotros seguimos igual”, explica Maya con indignación. “A mí me prometieron que mi hijo podría ir al colegio, para mí es lo principal. Consiguieron un patrocinador pero, meses más tarde, dejaron de darnos la ayuda”, recalca.
Maya resume lo ocurrido con un dicho popular de Nepal acerca de jugar con las ilusiones de las personas: “No prometas a las putas casarte”. Las expectativas eran altas y dos años después se siente decepcionada. Esto no ocurre con el gobierno nepalí y las ayudas prometidas. “El gobierno no está ayudando a la gente que tiene la casa destruida, ¿por qué debería esperar que me ayuden a mí?”.
Con esta situación, y sin esperanza en que alguien vaya a ayudarla, Maya y su hijo esperan que antes de que llegue el monzón su ventana ya tenga cristal y no se mojen cada vez que la lluvia caiga sobre Nepal.