- Puedes leer aquí la primera parte del testimonio
Serían más o menos las dos de la mañana cuando el intenso ruido provocado por decenas de explosiones y de disparos hizo que me despertara bruscamente. Por aquel entonces ya llevaba cinco meses en Kunduz, así que de algún modo ya estaba acostumbrada a los sonidos de la guerra. Pero esta vez era diferente: la intensidad era mayor que en otras ocasiones y parecía que los impactos se estuvieran produciendo en todas partes; comprendí de inmediato que la lucha se estaba produciendo muy cerca de nosotros.
Cada vez que oíamos los enfrentamientos desde nuestra casa, significaba que poco tiempo después recibiríamos la fatídica llamada procedente de la sala de urgencias del hospital: “Han llegado muchos heridos, necesitamos vuestra ayuda”. Yo ya estaba preparada para salir en cuanto nos avisaran, pero en esta ocasión pasaron muchas horas hasta que esa llamada se produjo. Aquel día, para cualquier persona que estuviera herida, el riesgo de intentar llegar al hospital era demasiado grande.
Durante toda la noche hubo disparos y detonaciones sonando cerca de nosotros; no hubo ni un momento de tregua hasta que por fin salió el sol. Amaneció y entonces sí, por fin llegó la llamada que todos esperábamos. Era el lunes 28 de septiembre y aquel sería el inicio de la que a la postre se convertiría en la semana más larga de mi vida.
El primer día fue un auténtico caos: 130 heridos acudieron en masa en apenas unas horas, y aunque el personal realizaba esfuerzos por atender a todos, el hospital se encontraba totalmente anegado de pacientes. La mayor parte eran civiles, pero también había combatientes de ambos lados.
La gestión del caos
Cuando hoy me paro a reflexionar sobre ese día, todavía recuerdo el olor a sangre que se extendía por toda la sala de urgencias, la gente tirándome de la ropa para suplicarme que ayudara a sus familiares heridos, sus lamentaciones, la desesperación y la angustia de unos padres cuyo hijo había sido alcanzado por una bala perdida y cuya vida ya era imposible salvar. Recuerdo también cómo la sensación de pánico se apoderaba de mí mientras los pacientes se amontonaban en la sala de emergencias, que estaba a rebosar. Seguían llegando sin parar; era tal el descontrol que mis compañeros tenían que ir acomodándoles a todos, como buenamente podían, en el suelo de la sala de urgencias. Y a todo esto, el constante ra-ta-tá de las metralletas y el sonido ocasional de alguna explosión seguían oyéndose lo suficientemente cerca como para no estar demasiado tranquilos.
Hasta las 10 de la noche no tuvimos ni un momento de respiro. Fue entonces cuando aproveché para sentarme junto a alguno de los jefes de servicio y evaluar lo que había sucedido durante aquel día. La conclusión que todos sacamos es que aquello no era un día más dentro de la habitual “temporada de luchas”, como si aquel largo periodo de combates que nos había tocado vivir se hubiera convertido ya en una estación más del año; un evento que se repite de manera cíclica cada cierto número de meses.
Vimos que no era seguro salir ni entrar del hospital y eso significaba que los exhaustos doctores, enfermeros, limpiadores, camilleros, técnicos de laboratorio, guardias, etcétera, no podrían ser de momento relevados, a pesar de que muchos de ellos ya llevaban trabajando más de 24 horas sin descanso. Decidimos organizarnos mediante un sistema de doble de rotación diaria para repartir los turnos y tratar de dormir algunas horas aunque fuera en el interior del hospital. Aquello iba a ser como una carrera de resistencia y tendríamos que aprender a dosificar nuestras fuerzas.
La capacidad del hospital durante aquella semana se vio ampliamente superada. En las salas, pusimos todas las camas pegadas las unas a las otras para hacer hueco en el suelo y colocar colchones adicionales. El quirófano trabajó día y noche a pleno rendimiento para tratar de ir reduciendo la interminable lista de heridos que se nos acumulaban. Y mientras tanto, la unidad de cuidados intensivos no paraba de recibir peticiones urgentes.
Aunque los recursos que teníamos eran escasos, tengo claro que hicimos las cosas lo mejor que pudimos. Sin embargo, esa escasez también hizo mucha mella en nosotros; vimos morir a muchos pacientes que en circunstancias normales se habrían salvado. Todos teníamos la sensación de que aquellas personas estaban muriendo en vano. Algunos necesitaban transfusiones de grupos sanguíneos poco frecuentes, pero nadie podía llegar hasta el hospital para donar sangre; otros necesitaban que les conectáramos a un respirador, pero solo disponíamos de cuatro máquinas y habríamos necesitado muchas más; muchos heridos habían sido incapaces de salir de sus casas durante varios días, y para cuando llegaban al hospital, la infección se les había extendido tanto que ni siquiera con los antibióticos más fuertes u operándoles podíamos salvarles.
Un cepillo de dientes afgano
El Dr. Osmani fue mi mano derecha en la unidad de cuidados intensivos durante toda esa semana; un brillante doctor, muy abierto de mente y lleno de una energía contagiosa. Osmani se había ganado a todo el equipo de la unidad de cuidados intensivos debido a su pericia profesional, su ética de trabajo, su dedicación y su compañerismo. Había dejado el hospital varios meses antes para estudiar oftalmología en Kabul, pero él mismo se ofreció generosamente para echar una mano en la unidad de cuidados intensivos durante los fines de semana. Nos ayudaba a formar a los médicos que contratábamos y estaba siempre al pie del cañón para lo que hiciera falta. Recuerdo perfectamente aquel día en el que me dijo: “Médicos Sin Fronteras me ha dado muchas oportunidades. He aprendido mucho gracias a ellos y ahora soy yo el que quiere devolver una pequeña parte de todo aquello que recibí”.
Aquella noche en la que empezaron a llegar decenas de pacientes, él era el médico más experimentado del hospital, así que decidió quedarse con nosotros y acampar en el exterior del recinto. No llevaba nada con él excepto su ropa y su mochila; ni siquiera un cepillo de dientes. Recuerdo que siempre estaba recibiendo llamadas telefónicas de sus familiares, preocupados por su estado de salud y pidiéndole que regresara a casa.
Yo estaba preocupada por la falta de sueño que acusaba y le pedí que por favor descansara. Él me dedicó una enorme sonrisa y me respondió: “No te preocupes Dra. Kass, yo estoy bien. Cuando estoy aquí, soy feliz. Somos como una familia”. Comenzó a reírse y añadió: “y además, tengo esto”. Sacó del bolsillo un viejo y corto palo de madera que estaba hecho jirones y cuya punta había sido raída. Lo cogí con mis manos y lo miré inquisitivamente: tenía marcas de mordeduras en la parte superior. Le pregunté qué era aquello y él comenzó a reírse mucho más fuerte: “es un cepillo de dientes afgano. Uno de los pacientes me lo regaló cuando me oyó decir que no tenía cepillo de dientes. Obviamente, no lo pude rechazar”. Ambos comenzamos a reírnos a carcajadas.
De no haber sido por aquellos pequeños momentos, sé que nunca habría tenido fuerzas para aguantar de pie durante aquella interminable semana. Los recuerdo y se me rompe el corazón pensando en lo valiosos que eran; sobre todo porque sé que aquellos fueron algunos de los últimos momentos de humor en la vida del Dr. Osmani.
Todos sabíamos que en aquel momento el hospital estaba en mitad de una línea de fuego que cambiaba rápidamente. Cuando el conflicto se acercaba, los disparos y explosiones hacían vibrar hasta los muros. Yo estaba totalmente aterrorizada, bueno, creo que todos lo estábamos. Cuando de repente un BOOM sonó mucho más cerca del hospital, mis compañeros y yo nos tiramos al suelo, lo más lejos posible de las ventanas de la UCI. Nos mirábamos los unos a los otros con expresiones de ansiedad; llorando y riendo nerviosamente al mismo tiempo. Contrariamente de lo que cabría esperar que ocurriera en un momento así, hicimos uso de todo nuestro humor y nos empezamos a reír de la situación tan delirante en la que estábamos.
Poco a poco fuimos moviendo a los pacientes y alejando lo más posible las bombonas de oxígeno inflamables de las ventanas. Sin embargo, la disposición de la UCI no permitía hacer esta tarea de una manera eficiente. Miraba las ventanas y me obsesionaba pensar lo expuestos que estábamos a sufrir un ataque a través de ellas, y es que en aquel momento nunca hubiera podido pensar que el ataque más cruel, el que se produjo tan solo unos días después, se produciría a través del techo.
A mitad de la semana, Lal Mohammed, uno de nuestros enfermeros de urgencias, fue alcanzado por una bala perdida después de salir del hospital. Aquello me tocó de lleno en lo personal; sentía que no era capaz de procesar que uno de mis compañeros estuviera herido y me asaltaba el mismo pensamiento absurdo una y otra vez mientras le atendía: “Él es uno de nosotros. Está aquí para ayudar a la gente. ¿Por qué él?”. Una vez le dejamos estabilizado en la UCI, organizamos una reunión de urgencia con todo el personal. En aquel momento, calculo que seríamos más de 80. Entre la multitud que se había congregado, eché algunas caras de menos y reconocí los rostros de muchos compañeros a los que llevaba días sin ver.
Parte del personal que había estado con nosotros durante los primeros días había aprovechado los momentos en los que el conflicto había disminuido de intensidad para intentar llegar hasta sus casas y llevar a sus familias a algún lugar seguro. Las caras nuevas pertenecían a aquellos que no habían logrado llegar al hospital durante los días anteriores. Algunos se habían quedado varios días atrapados en sus casas mientras los combates se producían a escasos metros de su puerta, mientras que otros habían venido desde otras provincias, arriesgando sus vidas en las peligrosas carreteras que conducían hasta Kunduz.
“La gente está siendo reducida a polvo y sangre”
Entre los que venían de más lejos estaban el Dr. Satar, director médico adjunto, y Tahseel, supervisor de Farmacia, que habían llegado ese mismo día desde Kabul para ayudarnos a que el hospital pudiera seguir funcionando. Se habían jugado el pellejo para venir a trabajar y ahora estaban allí con nosotros, trabajando codo con codo con todos los demás. Me resulta imposible describir la admiración que sentí en ese momento por todas aquellas personas increíbles, pero os aseguro que uno de los mejores recuerdos que tengo de Kunduz es sin duda ese instante; viendo a todos mis compañeros en pie, los unos al lado de los otros, mostrando su compromiso firme y sus ganas de trabajar para sacar adelante a todas aquellas personas que nos necesitaban. Ese día me sentí orgullosa de formar parte de aquel grupo de hombres y mujeres valientes, compañeros y amigos, y de compartir con ellos uno de los retos más difíciles de nuestras vidas y de la historia de nuestro centro trauma.
Los interminables combates comenzaron a hacer mella en todos nosotros. Tanto, que a finales de la semana ya nos encontrábamos física, mental y emocionalmente exhaustos. Había momentos en los que una extraña sensación de desesperanza planeaba sobre nosotros. Fue precisamente el Dr. Osmani quien mejor expresó estos sentimientos en uno de los momentos más duros de aquel “día final”. Fue tras comprobar los efectos de un trágico incidente que afectó a una familia que trataba de escapar de Kunduz. Se quedaron atrapados en medio del fuego cruzado y varios de los niños perdieron la vida; otros dos más llegaron vivos al hospital, pero murieron en el quirófano y en la sala de emergencias respectivamente. Y los que lograron sobrevivir estaban siendo también atendidos por heridas de diversa consideración. El Dr. Osmani lo tenía claro: “la gente está siendo reducida a polvo y a sangre. Les están haciendo pedazos. Oh Dios, ¿es que nadie logra oír sus lamentos?”
Unas horas después tuvo lugar otro terrible momento que jamás olvidaré. Mientras pasaba por la sala de urgencias, vi el Dr. Sohrab, supervisor de la misma, sujetando un bebé de seis meses entre sus brazos. Casi sin voz, me pidió que por favor me acercara hasta donde estaba. Después de cinco meses trabajando mano a mano, era la primera vez que le veía sin fuerzas. Acababa de firmar el acta de defunción de la madre de aquel niño y su cara era un poema. Me explicó que madre e hijo caminaban por una carretera cuando de repente una bomba explotó delante de ellos. La madre cubrió a su bebé tratando de protegerle, y aunque consiguió salvarle, fue a costa de su propia vida.
Mientras caminábamos hacia la sala de mujeres para dejar al bebé bajo los cuidados de las enfermeras, el Dr. Sohrab me siguió hablando: “Esto es demasiado Kass, es sencillamente demasiado. Es la primera vez desde que estoy aquí en la que no puedo contener el llanto”. Caminamos en silencio por el resto de los pasillos mientras las lágrimas le caían por ambas mejillas. Yo me sentía vacía. Quería abrazarlo y decirle que todo se iba a solucionar, pero ni aquello hubiera sido culturalmente apropiado, ni tampoco hubiera podido decirle nada que no hubiera sido mentira.
Cuando más tarde volví a pasar por la sala de urgencias el Dr. Sohrab me puso al día de la situación. La mayoría de los médicos habían dejado el hospital y huido de Kunduz; solo quedábamos cuatro. Debió ver claramente la preocupación reflejada en mi rostro porque de repente se me quedó mirando y me dijo: “Yo estoy aquí y me quedaré el tiempo que sea necesario, dra. Kass. No voy a dejar el hospital ni a mi gente”. El Dr. Sohrab era aún muy joven, pero ya había demostrado en incontables ocasiones lo gran médico que era y el enorme valor que tenía. También me informó de que el Dr. Amin había regresado al hospital tras haberse ausentado durante unas horas para poner a salvo a su familia. Comenzaba la que sería nuestra última noche en el hospital.
Traducción y adaptación al español: Fernando G. Calero