La crisis sanitaria, social y económica provocada por la pandemia de COVID-19 está teniendo graves consecuencias cuyo final no está a la vista y van a condicionar la respuesta humanitaria en los próximos años. Es una de las principales conclusiones del informe anual elaborado por Médicos Sin Fronteras (MSF) y el Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH), publicado este miércoles.
En el documento, las entidades describen el “desafío sin precedentes” que ha representado la pandemia para un sistema humanitario ya en tensión que ha tenido que adaptarse y responder al agravamiento de las necesidades. “La COVID-19 copa claramente la agenda”, ha dicho Jesús A. Núñez, codirector del IECAH, durante la presentación virtual del informe. “Cuando están aumentando las necesidades humanas, están disminuyendo los recursos disponibles para atender las necesidades”.
Cierre de servicios, miedo y falta de recursos
A lo largo de la pandemia se han repetido los llamamientos para que la crisis generada por el coronavirus no afectara a la atención de otras áreas sanitarias, pero en la práctica los servicios de salud esenciales (así como de protección, agua, saneamiento, higiene...) se han reducido “drásticamente” en muchos países, ha dicho Raquel González, responsable de Relaciones Externas de MSF. La ONG, sin embargo, matiza que la magnitud de esta interrupción y el efecto real en el acceso está siendo difícil de cuantificar.
“En muchos de los países donde trabajamos hemos tenido que reducir o interrumpir los servicios no relacionados con la COVID-19 justo cuando más necesario era ampliarlos”, han dicho desde MSF. En las naciones empobrecidas preocupan sobre todo las enfermedades prevenibles mediante vacunas, la seguridad alimentaria y la malaria. La COVID-19 ha provocado que se hayan suspendido muchas actividades preventivas relacionadas con estas áreas.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que casi todos los países (90%) han sufrido interrupciones en sus servicios sanitarios desde el inicio de la pandemia. Las naciones de ingresos bajos y medios han sido las que han atravesado las mayores dificultades. Médicos Sin Fronteras ha sido testigo de esta tendencia en muchas de las zonas en las que trabaja. Ponen el ejemplo de Sudán, donde, según explican, dos tercios de los centros de atención primaria están cerrados. En el estado de Jartum, cerca del 70% de las estructuras sanitarias llevan cerradas desde mayo.
La ONG humanitaria explica que mantener los proyectos de salud no relacionados con la COVID-19 ha sido su prioridad desde el inicio de la pandemia, pero al igual que los Gobiernos y otros actores humanitarios se han enfrentado a dificultades. “Pero ha sido imposible mantenerlas con la calidad y cantidad que nos hubiera gustado”, ha dicho Gómez. En Sudán del Sur y República Democrática del Congo, la organización ha tenido que cerrar proyectos antes de lo previsto, cuentan, y en Sudán y Burkina Faso han tenido que disminuir o interrumpir las consultas de atención primaria. “En casi todos los países hemos paralizado nuestros planes de ampliar cualquier servicio que no estuviera relacionado con la COVID-19. Con tantos servicios interrumpidos, esto solo puede reducir drásticamente la atención médica disponible para la población. Esto, sumado a los confinamientos, no augura nada bueno”.
“En muchos lugares, los servicios se han cerrado sin dar información adecuada sobre las alternativas existentes, lo que significa que los pacientes llegan demasiado tarde o puede que ni lleguen a recibir atención”, describe la entidad, que asegura que en su caso la mayor limitación para continuar tiene que ver con los recursos.
“La competencia mundial por los materiales básicos, en particular por los equipos de protección individual (EPI), supuso enormes dificultades para conseguir cantidades suficientes que garantizaran la seguridad y eficacia de los servicios médicos para pacientes y personal. Las organizaciones han tenido que tomar decisiones muy difíciles sobre cómo priorizar programas y asignar recursos”, señala el documento. Las restricciones han impactado negativamente en las cadenas de suministro, provocando retrasos en la entrega y distribución y escasez de los productos y equipos esenciales necesarios para atender a los pacientes.
Después está el impacto en los trabajadores. MSF explica que ha retirado de la primera línea de la atención a las personas más vulnerables a la COVID-19, “lo que ha reducido el personal disponible” para atender directamente a los pacientes. Según la OMS, cerca del 14% de los casos notificados en todo el mundo se han producido entre el personal sanitario. En su experiencia, MSF detectó el mayor porcentaje en agosto, cuando el 26% de los contagios en sus centros de salud eran sanitarios, aunque no necesariamente personal de la entidad.
A las organizaciones les preocupa como todo ello está afectando a la calidad de la atención, porque “es imposible” brindar atención sanitaria de manera segura y efectiva “sin los recursos suficientes”, aunque dicen que este impacto es difícil de cuantificar. En algunos proyectos, aseguran, están viendo “una mortalidad de pacientes hospitalizados más alta de lo esperado”, aunque señalan que de momento es “imposible decir si es atribuible al contexto de la pandemia”.
Por otro lado, temen el efecto de la pandemia en la percepción que la población tiene de las instalaciones sanitarias y de sus trabajadores. “Es algo que va a tener un impacto de gran alcance, que va mucho más allá de acudir o no al médico en caso de contagio con coronavirus. En todos los proyectos de MSF hemos registrado una ligera disminución en el número de consultas desde que comenzó la pandemia, pero no ha sido grave y no puede atribuirse únicamente a un cambio en el comportamiento de búsqueda de atención médica”. Los cambios de conducta también pueden deberse a la poca claridad o la escasez de la información de salud pública.
Hay personas que tienen miedo a las instalaciones y al personal sanitarios y los perciben como una fuente de transmisión del virus. “Esto parece prevalecer en contextos donde existe una desconfianza previa hacia el Gobierno o el Ministerio de Salud, o donde trabaja personal sanitario occidental, 'sospechoso' de llevar el virus desde sus países”. El miedo y el estigma causados por la pandemia, dicen, también tienen impacto en términos de seguridad del personal sanitario. Durante los primeros seis meses, Cruz Roja registró más de 600 incidentes relacionados con la COVID-19, de agresión, hostigamiento o discriminación contra trabajadores sanitarios, contra pacientes o contra infraestructura médicas. En Bihar (India), recoge el informe, la población protestó contra la instalación de un centro de tratamiento de COVID-19 de MSF y el personal fue expulsado de las viviendas que habían alquilado.
De la malaria a la desnutrición: los efectos colaterales de la COVID-19
La otra cara de la moneda es que, durante estos meses, las necesidades de salud se han agravado a causa de la pandemia, según han alertado sucesivos informes en todo este tiempo. MSF y el IECAH ponen como ejemplo el incremento del número de mortinatos (investigadores de estos estudios dicen que en algunos países, las mujeres embarazadas han recibido menos atención de la que necesitan debido a las restricciones y las interrupciones en la atención sanitaria) o de la depresión, que ha aumentado en varios países.
La vacunación ha sido uno de los servicios más afectados por la crisis sanitaria. Las interrupciones de los programas de vacunación pueden poner en riesgo de contraer enfermedades como la difteria, el sarampión y la poliomielitis a 80 millones de niños menores de un año, según alertaron en mayo la OMS y Gavi junto a Unicef, que recopilaron datos y concluyeron que la inmunización rutinaria se vio sustancialmente obstaculizada en al menos 68 países. Se aconsejó que se detuvieran o retrasaran las campañas de vacunación masivas y decenas de territorios suspendieron al menos una de ellas. Aunque algunos países han reanudado las campañas contra el sarampión, como República Centroafricana y Etiopía, “son casos excepcionales y lo más habitual es que se hayan retrasado o incluso cancelado”, recoge el informe.
El documento también alerta de que la Iniciativa Mundial de Erradicación de la Poliomielitis (GPEI), una asociación público-privada que recibe cerca de 1.000 millones de dólares al año para apoyar muchas funciones básicas relacionadas con los programas de vacunación, está disminuyendo y ya se ha producido una reducción sostenida del personal dedicado a las actividades de vigilancia durante los últimos tres años.
En el ámbito de la lucha contra la malaria, el MSF y el IECAH consideran que el impacto de la pandemia es complejo, porque, además de la suspensión de las actividades de control como la fumigación en interiores o la distribución masiva de mosquiteras tratadas con insecticida, también se han reducido las consultas prenatales, donde “a menudo se entregan a las madres las mosquiteras y se dispensa el tratamiento de quimioprevención del paludismo”. A ello se le suma la disminución de los servicios comunitarios y de atención primaria, principal fuente de diagnóstico y tratamiento de esta enfermedad que el año pasado mató a 409.000 personas. “Si bien el impacto en los programas contra la malaria es específico a cada contexto, la COVID-19 podría estar añadiendo otra capa de desafíos en lugares donde combatir el paludismo ya es difícil debido a los conflictos o a la falta de acceso”.
En junio, un estudio del Fondo Mundial calculó que se pueden producir 382.000 muertes adicionales por malaria en 2020 en comparación con 2018 como resultado de la pandemia. La OMS se ha mostrado preocupada por el hecho de que incluso las interrupciones leves del acceso al tratamiento puedan provocar una pérdida considerable de vidas. El informe anual sobre la enfermedad, publicado en noviembre, concluyó, por ejemplo, que una interrupción del 10% en el acceso a un tratamiento antipalúdico eficaz en África subsahariana podría provocar 19.000 fallecimientos adicionales. Las interrupciones del 25% y el 50% en la región podrían provocar 46 000 y 100 000 decesos adicionales, respectivamente.
La pandemia también está agravando el hambre. Actualmente se estima que en casi 690 millones de personas están desnutridas, un número que según la FAO podría aumentar en 132 millones para finales de año. Se espera un repunte de la desnutrición infantil severa del 14,3% que puede traducirse en más de 10.000 muertes infantiles adicionales. Como recuerda el estudio, Nigeria (en el norte), Somalia, Sudán del Sur, República Democrática del Congo y Yemen corren el riesgo de que su situación de inseguridad alimentaria se convierta en hambruna. En el centro de nutrición de su hospital de la ciudad yemení de Abs, MSF detectó en agosto un aumento del 150% en los pacientes ingresados en comparación con el mes anterior. “Aunque las razones podrían ser muchas, sospechamos que las personas llegaban tarde al hospital por temor a la pandemia”.
Y luego está el impacto en la desigualdad. Las previsiones apuntan además a que la pandemia va a revertir años de progreso contra la pobreza, arrastrando a decenas de millones de personas más a ella. Asimismo, la crisis amenaza con provocar un retroceso en décadas de avances en materia de igualdad de género y derechos de las mujeres. Preocupa también a el aumento de la violencia en el hogar. MSF detectó su programa de atención a víctimas de la violencia sexual en Bangui (República Centroafricana) un aumento en el número de personas que acudían después de una reducción inicial en las primeras consultas en marzo y abril. “Las fluctuaciones son difíciles de explicar, pero creemos que los confinamientos pueden estar atrapando a las víctimas con sus agresores e impedir que busquen atención médica y protección”.
Primera bajada en años de los fondos para acción humanitaria en 2019
¿Y qué hay de la financiación? Francisco Rey, codirector del IECAH, ha señalado que a pesar de que la respuesta inicial a la COVID-19 parecía sólida, a día de hoy solo se ha cubierto cerca del 40% del Plan de Respuesta Global contra la COVID-19 lanzado por Naciones Unidas. “Es preocupante, sobre todo en unos momentos en los que la competencia por la vacuna es brutal y deja fuera a muchos países empobrecidos”.
A nivel general, en 2019, la financiación internacional destinada a la acción humanitaria disminuyó por primera vez desde el año 2012 (cuando los llamamientos humanitarios habían ascendido a su máximo histórico), según el informe. El año pasado, los fondos de ayuda humanitaria disminuyeron en 1.600 millones de dólares hasta alcanzar los 29.600 millones de dólares. Todo ello, en un momento en que las crisis son “más complejas y duraderas”, con 34 conflictos armados activos a finales del año pasado y 79,5 millones de personas desplazadas forzosamente.
Están aún por ver las cifras de financiación cerradas de 2020. En agosto, los llamamientos de Naciones Unidas (sin incluir los relacionados con la pandemia) alcanzaban los 30.400 millones de dólares, una cifra ligeramente superior a esa fecha del año anterior (30.200 millones). Si se suman los llamamientos relacionados con la COVID-19, los llamamientos para 2020 ya han alcanzado los 40.200 millones de dólares, “lo que supone el mayor aumento de las últimas décadas”.
Una “buena noticia”, ha dicho Rey, es el incremento de la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) española neta durante 2019, del 20,75% respecto al año anterior, aunque la cifra es “claramente insuficiente si el Gobierno pretende cumplir su compromiso” de alcanzar el 0,5% de la Renta Nacional Bruta en 2023. El peso de la acción humanitaria respecto a la AOD es similar al del año anterior (2,38%).