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Entrar en los prostíbulos del narco mexicano para encontrar a un hijo

Animal Político / Manu Ureste

7 de abril de 2023 21:43 h

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A los 52 años, Eloisa Campos Castillo volvió a enfundarse una falda ceñida y corta, se calzó unos tacones altos, se maquilló con rubor las mejillas y se metió muerta de miedo a un prostíbulo donde, sospechaba, el narco tenía secuestrado a su hijo.  

Era agosto de 2014. El hijo de Eloisa, Randy Jesús Mendoza Campos, de 22 años, había desaparecido después de asistir a su trabajo en una óptica de Orizaba, una ciudad de 120.000 habitantes en la zona centro de Veracruz. 

Días antes de meterse al prostíbulo, la mujer recibió una misteriosa llamada en su teléfono móvil.

—Usted no me conoce, pero tengo información sobre su hijo —le soltó una voz femenina sin mayor presentación—. Pero tiene que hacer lo que le digo: un hombre tiene que llamar a este número y decir que quiere mis servicios. 

—¿Cómo dice? —respondió desconcertada Eloisa—. Pero oiga…

—Usted haga lo que le digo —la cortó en seco la mujer—. Que un hombre llame y pregunte por mis servicios. 

Y colgó. 

Ocho años después, Eloisa, ahora de 60 años, se encuentra en un punto remoto del municipio de Río Blanco, cerca de Orizaba. Está parada a unos pocos metros de peritos forenses que excavan la tierra para tratar de confirmar la existencia de una fosa clandestina en las caballerizas abandonadas del “Rancho Cali”, un predio de 10 hectáreas que hace cinco años utilizaban Los Zetas como narcocementerio. 

En este mismo lugar, el Colectivo Familias Desaparecidos Córdoba-Orizaba ya encontró en 2017 ocho cuerpos en tumbas clandestinas. Y ahora, cinco años después, las madres del Colectivo —tras completar su ritual gritando al unísono “Porque la lucha por un hijo no termina y una madre nunca olvida”— buscan nuevas evidencias de tumbas clandestinas, en coordinación con las autoridades de la policía ministerial de búsqueda, servicios periciales e integrantes de la Comisión Estatal de Búsqueda.

Amparada bajo la sombra de unas espigadas palmeras, a un costado de un campo de cultivo donde dos campesinos tocados con sombreros labran la tierra sudorosos y ajenos al horror que tienen a tan solo unos metros de sus pies, Eloisa continúa narrando que aquel día que recibió la llamada misteriosa, fue a la casa de su hermano a pedirle ayuda. 

Ambos marcaron de nuevo al número telefónico y esta vez contestó una voz de hombre. 

Como instruyó la mujer, el hermano de Eloisa preguntó por ella. El precio del servicio, le informó una voz contundente, era 1.200 pesos nada más por dejarla salir a domicilio. El hermano de Eloisa aceptó y se la enviaron.

“Ella llegó con mucho miedo; decía que había metida gente muy peligrosa, narcos. Pero accedió a contarme que la dueña de la casa de citas donde trabajaba andaba con un hombre al que apodaban ‘el Conta’, y que vio cómo este fulano llegó un día a la casa y aventó una foto de mi hijo en una mesa y dijo: ‘Ay, si supieran dónde tengo metido a este chamaco’. Y luego se empezó a reír”. 

En los días siguientes, Eloisa salió tres veces con la mujer a dar recorridos por prostíbulos en localidades aledañas a Orizaba, hasta que le señaló uno que estaba en Cuautlapan, un pequeño pueblo de unos 8.000 habitantes próximo al municipio de Ixtaczoquitlán. Ahí, en la parte de atrás del local, la mujer le señaló que había una casa de seguridad de Los Zetas.

Poco después, la misteriosa mujer desapareció y no volvió a comunicarse.  

Eloisa recurrió entonces a su cuñada. Ambas fueron a las inmediaciones del bar-prostíbulo, donde atestiguaron un movimiento extraño de coches Tsuru de color blanco y sin placas, que entraban y salían del local. 

Aguantando los nervios y el miedo, Eloisa observó de cerca uno de los coches.

“Vi que en la parte de atrás traía harta ropa. Y yo hasta saqué los ojos cuando vi eso, porque pensé: ‘¿Y si esa ropa es de todos los muchachos y mujeres que se llevan secuestrados?’”. 

La veracruzana fue al día siguiente corriendo al Ministerio Público, con la esperanza de que el fiscal a cargo ordenara un cateo de la casa de seguridad.

“Pero no hizo nada. Nunca hizo nada. No buscó a mi hijo”. 

Para terminar de complicar las cosas, su cuñada le dijo que lo sentía mucho, pero que tenía pánico de meterse en broncas con el narco. Máxime en un estado como Veracruz, donde tan solo en los últimos cinco años se contabilizan, según datos oficiales, hasta 6.180 asesinatos —un promedio de 1.200 al año—, y peor aún, en aquel Veracruz que en 2014 aún estaba bajo dominio de Los Zetas, uno de los grupos delictivos más sanguinarios de México que desató un ‘reinado’ de terror en la entidad con cobros de piso al por mayor, tráfico de migrantes, asesinatos, desapariciones y fosas clandestinas. Un ‘reinado’ que ahora ocupa otro grupo delictivo de siglas diferentes: el Cártel Jalisco Nueva Generación. 

“Estaba desesperada. El tiempo pasaba, mi hijo no aparecía y no sabía a quién más acudir, ni qué hacer”, recuerda Eloisa. 

Así estuvo, hasta que, frente a un espejo, tomó una decisión desesperada. 

“Me puse una falda un poco corta, me calcé unos zapatos, me pinté de más y me metí al bar, que era una cantina de mala muerte”, narra la mujer, que vuelve a tirar de memoria para describir la escena:

—¿Qué se le ofrece? —le preguntó una mujer de mediana edad, “muy mal encarada”, que estaba detrás de la barra de la cantina. 

—Necesito trabajo. 

—Váyase, aquí no tenemos trabajo. Solo contratamos a mujeres jóvenes, señora.

—PUEDO TRABAJAR HACIENDO LA LIMPIEZA. 

Las mayúsculas son porque, en este punto de la plática, Eloisa dice que elevó el tono de voz a propósito. Pensaba que, si Randy Jesús estaba en alguna habitación de la casa de seguridad, él podría escucharla si gritaba. 

Ante lo raro de la escena de Eloisa gritando cuando tenía a la mesera frente a ella, la mujer de detrás de la barra comenzó a ponerse nerviosa al ver que los comensales se intercambiaban miradas de extrañeza. 

—Señora, le he dicho que se vaya de aquí —le advirtió, amenazante.

—Está bien. ¿ME PUEDE SERVIR ENTONCES UNA CERVEZA, POR FAVOR? —gritó de nuevo Eloisa, que trataba de ganar tiempo dentro del local. 

—No, no puedo. ¡Lárguese! 

Debajo de la sombra de las palmeras al interior del “Narcorrancho Cali”, a unos pocos metros de otra maraña de árboles y arbustos que crecen salvajes y que esconden el viejo caserón abandonado donde Los Zetas torturaban y desmembraban a sus víctimas, la mujer hace una pausa y se quita la gorra con la que se guarda del fuerte sol del mediodía. 

A lo lejos, se alcanza a escuchar el ruido de las piedras y de los bloques de concreto que sus compañeras del colectivo quitan del suelo rocoso de las caballerizas en ruinas y las avientan a un costado para que, luego, el equipo de forenses pase por la zona con un aparato que arrastran por el suelo para detectar posibles anomalías y remociones de tierra que pudieran indicar la existencia de fosas clandestinas. 

“El amor a mi hijo fue lo que me llevó a no pensar en las posibles consecuencias”, se arranca de nuevo Eloisa, que se vuelve a ajustar la gorra sobre la cabeza, para luego atusarse la blusa de rayas azul marino que viste con unos pantalones de mezclilla y unas botas estilo militar. 

“Yo, en ese momento, me decía tontamente: si hablo fuerte, mi hijo me va a escuchar y él va a gritar: ‘¡Mamá, aquí estoy! ¡Ayúdame, por favor! ¡Ayúdame!’”, dice Eloisa, por cuyas mejillas comienza a resbalar un caudal de lágrimas. 

“Claro… ahora lo pienso y digo… híjole, fue la desesperación lo que me llevó a hacer algo tan arriesgado. Porque, imagínate, ¿qué hubiera pasado si mi hijo hubiera estado ahí? —se pregunta—. Ni modo que él me gritara, y entonces yo entrara a la fuerza y me lo llevara de la mano en un antro lleno de narcos, ¿verdad?”.

La mujer traga saliva y clava la mirada en el suelo. 

El viento, que corre ahora feroz a su alrededor, agita las bandas de plástico que piden “no pasar” y las decenas de banderitas rojas que, clavadas por los peritos en el suelo arcilloso, dibujan la silueta de una posible fosa clandestina. 

A continuación, Eloisa esboza una sonrisa cansada.

Con una mueca de tristeza en el rostro, se limpia las lágrimas y se queda en silencio.

“Sentada en la iglesia no voy a encontrar a mi hijo”

Después de que la echaron de mala forma, Eloisa estuvo varios meses yendo a las inmediaciones de la cantina, “disfrazada” con una gorra y unos lentes de ver que, en realidad, no tenían graduación. En un puesto de memelas cercano al prostíbulo, permanecía horas bajo el sol y las lluvias de la tarde junto a la dueña del changarro callejero a la que le pedía un café tras otro sin dejar de observar los movimientos del local. 

Finalmente, al no conseguir pistas de su hijo, la mujer se percató de que era tiempo de cambiar de estrategia; de dejar atrás los disfraces. Y el 14 de agosto de 2015, siete meses después de la desaparición de Randy, decidió asistir a una marcha convocada por el Colectivo Familias Desaparecidos Córdoba-Orizaba. Ahí fue cuando conoció a la señora Araceli Salcedo, férrea activista que lidera el colectivo y madre de Fernanda Rubí, una joven a la que Los Zetas desaparecieron tras salir de una discoteca en Orizaba hace diez años. 

“Araceli me preguntó por mi caso y yo rompí a llorar. Ella solo me abrazó y me dijo: ‘Tranquila, no estás sola’. Así empezó mi unión con el colectivo hasta el día de hoy”, explica la veracruzana, que agrega que, por aquel entonces, el fiscal a cargo del caso de su hijo seguía sin investigar ni dar resultados. “No hicieron nada hasta que lo cambiaron y me pusieron a la fiscal Rosalba, que de inmediato comenzó a hacer todo lo que el otro no había hecho, como pedir la sábana de llamadas del celular de mi hijo”.

Ahora, Eloisa es de las veteranas del colectivo, que agrupa a más de 350 familias de toda la zona centro de Veracruz, entidad donde, según cifras oficiales, en los últimos cinco años se interpusieron 3.651 denuncias por desaparición de jóvenes de cero hasta 29 años —el 55% de estas fueron por desaparición de niños, niñas y adolescentes menores de edad— , de las cuales hasta 1.460 siguen vigentes a la fecha, mientras que en 105 casos los jóvenes ya fueron localizados muertos. 

La mujer, como muchas otras del grupo de buscadoras, tuvo que dejar aparcado su trabajo en una tienda naturista y dedicarse al 100% a la búsqueda de Randy Jesús, algo que todavía, dice, hay mucha gente en la sociedad que no lo entiende.

“Hace poco una señora llegó y me dijo: ‘Ay, manita, ¿pero cómo? ¿Todavía andas en eso? Ya mejor déjalo, mujer. Ve a la iglesia, ponlo en manos de Dios y sigue con tu vida’”. 

Eloisa niega con la cabeza, observando de reojo a sus compañeras que no dejan de rastrear la tierra en las caballerizas abandonadas. 

“Y yo siempre les respondo lo mismo: que tendrían que estar en mis zapatos para entenderme, para entendernos. Y sí, creo en Dios firmemente. Pero sé que por ir a sentarme a la iglesia y rezar, mi hijo no va a aparecer así porque sí. Tengo que seguir buscando”. 

De hecho, la veracruzana asegura que en estos años en el colectivo ha aprendido que la búsqueda de un hijo o de una hija es también la búsqueda por los demás.

Y eso la reconforta y le da algo de paz. 

“Ya son muchos años en los que hemos ayudado a muchas familias”, dice orgullosa Eloisa, que explica que, a pesar de que existe entre las madres buscadoras un gran temor a encontrar a sus seres queridos en lugares como el “Narcorrancho Cali”, el salir juntas a buscar respuestas es lo que las mantiene de pie en mitad de tanta barbarie. 

“Este no es un lugar donde quisiera encontrar a mi hijo, claro. Porque veo esa casa donde torturaban a la gente y ruego que el que aparezca bajo tierra no sea él. Pero, al mismo tiempo, cuando no hay búsquedas yo siento que me consumo metida en casa. Porque esto que hacemos, las búsquedas, la búsqueda de mi hijo, es lo único que me da fuerza para seguir viviendo”, concluye Eloisa.