- Según HRW, casi 19.000 personas con enfermedades mentales viven en condiciones similares en Indonesia: se trata de una práctica prohibida y que el Gobierno busca erradicar
Ernawati no ha cometido ningún delito, pero está condenada a sufrir de por vida la peor de las torturas. Ella solo quería sacar adelante a su familia, pero ahora son sus allegados quienes la han recluido en el trastero. La estancia en la que está encerrada apenas tiene metro y medio de largo por otro tanto de ancho.
Pero eso da igual, porque esta mujer de 23 años permanece constantemente atada a la pared con una cadena que incluso le impide levantarse. Está obligada a hacerse sus necesidades fisiológicas encima, y, por si fuese poco, en la minúscula habitación no hay ventana ni bombilla, y la puerta se mantiene cerrada casi todo el día. Ernawati solo ve la luz cuando su madre la limpia o le da de comer, muchas veces un vaso de plástico con pipas o frutos secos.
Ernawati sufre esquizofrenia. O, al menos, eso es lo que creen en el centro de salud de la localidad indonesia de Sukabumi, en el extremo occidental de la isla de Java. Hasta 2016 pudo llevar una vida normal. Muchos creen que hace dos años algo causó su trastorno mental cuando estaba trabajando como empleada doméstica en Arabia Saudí. “Ernawati siempre fue una chica poco habladora”, pero no tenía ninguna enfermedad, cuenta su madre, Abtyah, de 55 años. “Había viajado en dos ocasiones a Arabia Saudí y con el dinero que ganó pagó gran parte de esta casa. Pero la tercera vez que viajó, con el objetivo de ahorrar para dar a los hijos una buena educación, solo duró un mes”.
En agosto de 2016, Abtyah recibió una llamada que cambió por completo su vida. “Era del Consulado de Indonesia en Riad. Me dijeron que Ernawati estaba mal y que la iban a deportar, pero no ofrecieron más información”, recuerda su madre. Funcionarios del gobierno de Sukabumi la recibieron y la ingresaron en un hospital. “Como no tenemos dinero, su tratamiento se limitó a los 40 días gratuitos que ofrece la seguridad social”, afirma Abtyah. “Cuando llegó a casa, nos dimos cuenta de que no la podíamos dejar suelta, porque se escapaba, se encaraba a los vecinos, y provocaba muchos problemas”.
Al principio, Abtyah ataba a Ernawati con una cuerda y la soltaba a menudo. “Era imposible cuidar de ella. Se hacía daño y hacía daño a otras personas. Sin ningún tipo de ayuda, me vi obligada a encadenarla”, dice, incapaz de contener el llanto. “Tampoco puedo dejarle suficiente cadena como para que se levante porque da patadas a la pared y se lastima”, añade Abtyah, que ahora se ve en la tesitura de tener que sacar adelante sola a sus tres nietos.
“Trabajo como jornalera en el campo, pero ahora apenas puedo hacer nada porque tengo que cuidar de Ernawati y de los tres niños. Los dos mayores van a la escuela, pero la pequeña -de dos años y medio- todavía no”, se lamenta. “Y estoy muy cansada porque por las noches Ernawati no deja de gritar, y yo no puedo dormir”.
No obstante, cuando Abtyah abre la puerta del trastero en el que está Ernawati, la joven dedica una amplia sonrisa. Preguntada por la razón de que esté encadenada, responde que no lo sabe. Pero asegura que si la dejan libre se portará bien. Dice que tampoco recuerda qué le sucedió en Arabia Saudí.
“Muchas mujeres sufren abusos en Arabia Saudí”
Pero, según Sugih, un sanitario del centro de salud que la debería tratar, puede que ahí esté la clave del estado de Ernawati. “Muchas mujeres sufren todo tipo de abusos en ese país, razón por la que Indonesia ha prohibido que viajen allí para trabajar como empleadas domésticas. Puede que se haya traumatizado y eso haya desencadenado la esquizofrenia. No obstante, el suyo es un caso extremo”.
Sugih sabe perfectamente en qué condiciones vive Ernawati, porque un empleado del centro de salud la visita cada cinco días para llevarle medicamentos: Diazepam y otros tranquilizantes que dejan a la joven en un estado de semiinconsciencia. “Hemos sugerido que lleven a Ernawati al hospital para un tratamiento prolongado. Creemos que podría ser eficaz para mejorar su estado mental, pero la familia no tiene recursos ni para ir al hospital y nosotros no podemos obligarlos a mejorar las condiciones en las que vive Ernawati”, afirma el sanitario por teléfono.
Nadie sabe decir tampoco si es legal mantener a una persona encadenada y sin luz las 24 horas del día. Pero la mayoría asegura que Ernawati no es, ni mucho menos, la única. “Es habitual que, en zonas remotas, los enfermos mentales que dan problemas sean recluidos en casa sin ningún tipo de asistencia médica especializada”, reconoce Sugih. Con un sistema sanitario muy deficiente en las zonas rurales, los enfermos mentales son los que más sufren, porque muchas veces ni siquiera se considera que padecen una enfermedad. “La gente los tacha de locos, y punto”.
19.000 casos en Indonesia, según HRW
Según un informe publicado en 2016 por Human Rights Watch, casi 19.000 personas con enfermedades mentales viven en condiciones similares a las de Ernawati. Es lo que se conoce como 'pasung', una práctica prohibida en 1977 que incluye el encadenamiento o el confinamiento de los enfermos mentales.
Según el propio Gobierno, unas 57.000 personas la han sufrido en el país, y en torno a 18.800 están actualmente encerradas en cuartos de sus propios hogares o en instituciones públicas en las que tampoco reciben un trato especialmente digno. El Gobierno se ha propuesto erradicar el ‘pasung’ en 2019, pero reconoce que las malas infraestructuras y la falta de recursos hará imposible la consecución de este objetivo.
Con la puerta abierta, Ernawati comienza a cantar. Reza el Corán, y se tapa la cabeza con el hiyab. “Trata de que nos apiademos y la soltemos, pero ya sabemos lo que hace después”, dice Abtyah, que aprovecha para peinar el cabello de su hija. En el trastero huele a excrementos, pero la madre no puede lavar a menudo a su hija porque no tiene fuerza para evitar que escape. “Tengo que esperar a que venga alguno de sus hermanos, que son también los que nos ayudan algo en lo económico”, dice.
Desafortunadamente, la condición mental de Ernawati no ha sido el único infortunio de su vida: los padres la casaron a los 14 años con un hombre que entonces tenía 20. Cuando regresó enferma de Arabia Saudí, la abandonó. “El tiempo que enviaba dinero, él estuvo muy contento. Pero cuando vio que tenía que cuidar de ella, no lo volvimos a ver”, cuenta Abtyah resignada. A su lado, los tres niños ven la televisión en una pantalla rota ajenos a la situación en la que se encuentra su madre. “Su futuro es el que me preocupa”, señala Abtyah. “Porque el mío y el de Ernawati ya no existe”, apostilla.