- La Policía española permitió que un cónsul marroquí visitara a once de los supervivientes a pesar de que buscaban pedir asilo
Había mayoría saharaui entre las 28 personas que iban a bordo de la patera que encalló el pasado enero en Lanzarote. Todos eran hombres. Algunos llevaban, recuerdan, casi un mes encerrados en la casa que la red les había preparado para que esperaran al día del viaje. No ocultan que tenían miedo. Se animaban unos a otros, deseaban marcharse en busca de una nueva vida. Cuentan que huían de detenciones, de la cárcel, de “torturas”, de vivir bajo las normas del enemigo, del paro, de la nada.
El 13 de enero, dejaron la tierra a la espalda y se adentraron en el negro Océano Atlántico que a tantos otros se ha tragado. El viaje, de unos 200 kilómetros, fue un infierno. Siete de ellos murieron. Todos eran saharahuis, según los supervivientes.
Varios ya tienen fuerza para hablar. Hace poco que han salido del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Hoya Fría, en Tenerife, y les han aceptado la solicitud de asilo. Ya habían manifestado que deseaban pedirlo tras pisar tierra firme, antes de que la Policía española permitiera la visita del cónsul de Marruecos, país del que huían, lo que contraviene la normativa de asilo, tal y como adelantó eldiario.es.
El inicio de la travesía
La mayoría de ellos son de El Aiún, en el Sáhara ocupado, y Guelmin, territorio fronterizo marroquí donde viven muchos saharauis. Los días de Yousuf, Abdoullah y Osid -nombres ficticios- son allí infinitamente parecidos: salen a la calle a buscar algún trabajo que hacer y casi siempre vuelven con las manos vacías, a pesar de que todos tienen un oficio, según su relato.
Son saharauis, están marcados para las autoridades marroquíes. Esas mismas autoridades a las que los expuso la Policía tras su llegada a España. Solo les quedaba el activismo, al que no renuncian, y reunirse con otros amigos en la misma situación para salir a las calles a protestar, a pesar de la represión policial, describen los jóvenes. “La situación te hace activista. Si no nos ven, no existimos”, comenta Yousuf ante un café con leche. Uno de ellos ha estado en la cárcel y otro ha visitado la comisaría; el más afortunado de los tres ha conseguido escurrirse siempre de la policía marroquí“.
La idea del viaje, que tomó cada vez más fuerza, les llevó a Tan-Tan, al sur de Marruecos, donde pusieron precio a la travesía: 1.000 euros, según indican. “Es como una red. Te van llevando de un sitio a otro. No sabes muy bien quién está a cargo”, sentencia Yousuf.
Los jóvenes aseguran que los metieron en una casa. Allí esperaron pacientemente durante largos días en los que solo vieron a quienes trabajan para los traficantes cuando iban a llevarles comida. Decenas de testimonios consultados insisten en el mismo relato: casas a oscuras adonde va llegando gente que se sumará a la patera, personas armadas con cuchillos y con caras tapadas. “No sabes bien si son amigos o enemigos. De alguna manera pierdes el control de tu vida. Te encierran y te dicen que no puedes salir porque la Policía está cerca. Desespera”, recuerda Yousuf.
Entregan su dinero a cambio de un barco, un viaje y la mayor de las incertidumbres. Depositan su esperanza, y su vida, en manos de desconocidos. Las ONG especializadas y organismos como Acnur han denunciado en reiteradas ocasiones que la falta de vías legales y seguras de acceso empuja a muchas personas a acudir a grupos de traficantes y a arriesgar su vida en el mar para poder llegar a suelo europeo. En lo que va de año, 240 personas han muerto en su intento de alcanzar las costas españolas, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
“Había que aguantar, vivir o morir”
Una noche los metieron en un jeep, los llevaron a la playa, aseguran que los tuvieron un buen rato a la intemperie. Hacía frío, el mar estaba muy fuerte. Ese día no salieron, tampoco la segunda vez.
A la tercera fue la vencida. Era la madrugada del sábado 13 al domingo 14 de enero. Dieron con un patrón y un ayudante que se atrevieron a montar a los 26 en una zodiac de unos cinco metros de largo por dos metros de ancho, sin apenas comida ni bebida, con un motor de repuesto y varias garrafas de combustible.
“Desde que salimos, las olas eran tan grandes que pensábamos que la patera iba a volcar. El patrón dijo que quizá era mejor volver atrás, pero le dijimos que no, que había que seguir para adelante. Si volvíamos, no sabíamos lo que iba a ser de nosotros. Había que aguantar, [era] vivir o morir”, recuerdan.
El domingo por la mañana, el primer motor se paró. El segundo casi no arranca. “Algunos estaban muy alterados, sobre todo los más jóvenes, pero intentábamos animarles diciéndoles que todo aquel esfuerzo merecía la pena, que íbamos a vivir en un sitio mejor”, cuenta Abdoullah.
En la barca iban incómodos, había mala mar y vientos que sobrepasaban los 100 kilómetros la hora, señalan los jóvenes. Un temporal pasaba sobre las Islas Canarias y ese mismo día se cancelaron algunas travesías de barcos entre islas. En medio del temporal, una zódiac intentaba llegar a Lanzarote multiplicando por cuatro las personas que podía llevar a bordo.
Al anochecer, todavía se veían las luces de Tan-Tan y se empezaban a divisar las de Lanzarote; estaban congelados de frío, con ropa muy ligera y la patera anegada de agua. “Yo descubrí el primer muerto cuando metí la mano en el agua para coger un fular que se me había caído. Toqué su cara”, cuenta Abdoullah.
“Cuando se lo dije al resto, creían que estaba mintiendo. Empezamos a sacar agua del barco y encontramos al segundo. Estaba sin ropa. Habían muerto de frío. El patrón intentaba calmarnos, pero todo el mundo estaba muy nervioso, pensaban que era el final. De repente, hubo escenas de locura. Uno gritó: '¿Dónde está mi llave? Quiero entrar en mi casa'. Algunos escupían sangre y empezaron a caer uno tras otro. Uno se murió entre mis brazos, no pudo aferrarse a la vida, estaba demasiado débil. La mayoría de los que morían eran los más jóvenes”, recuerda.
“No piensas que te vas a salvar”, añade Osid, “sino que te va a ocurrir lo mismo. Solo podíamos aguantar hasta morir como ellos, dejarlo en manos de Dios”. Cuentan que el patrón quería tirar a los muertos al mar, pero ellos se negaron. “O llegábamos todos o moríamos todos, pero eran nuestros amigos”. Así que fueron poniendo los cuerpos sin vida, uno a uno, en la parte delantera del barco. Uno de los compañeros estaba tan débil que parecía haber fallecido y lo pusieron junto al resto, como si fuera un muerto más.
Y así llegaron a la costa y tocaron tierra. Bajó uno, otro y algunos más. De repente, sirenas, socorristas y, más lejos, la Guardia Civil. El patrón se asustó y se lanzó mar adentro. Varias personas cayeron al agua, de las que dos resultaron ahogadas.
El socorrista Rubén Bonache llegó a la embarcación y empezó a sacar cuerpos sin vida de la barca, buscaba respiración. Aquello era una tumba flotante, hasta que tocó su cara. Aún respiraba. El ocupante al que habían apilado entre los muertos estaba vivo. Le hizo maniobras de reanimación y traslado a la costa para darle atención sanitaria urgente. Volvió a nacer. Bonache no olvida nada de lo que vio, miradas silenciadas y ojos abiertos que se quedaron sin respiración.
Siete personas murieron de frío a las puertas de Europa. Eran saharauis que querían solicitar protección internacional. Ocurrió el 13 de enero de 2018.