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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Miles de migrantes, atrapados por la pandemia entre el muro de Trump y el crimen organizado

Un par de veces por semana, Emilia Valle cruza a Estados Unidos a buscar algo de madera. Se quita las chancletas y la mascarilla y se sumerge en el río Bravo, el arremolinado afluente que separa a México del Norte y que ha engullido a miles de migrantes. Esta guatemalteca de 52 años tarda menos de dos minutos en nadar los treinta metros del peligroso caudal. El truco, dice, está en mover las piernas en lugar de bracear.

Llega a la orilla estadounidense, hurga entre el cañaveral para amontonar un manojo de ramas y se regresa con el agua hasta el cuello. La vida en la frontera vale un puñado de leña, un bien imprescindible para los más de 2.000 centroamericanos acampados frente al puente fronterizo de Matamoros, la ciudad mexicana en el extremo noreste.

“Algunos días nos traen troncos pero no alcanzan para todos. Necesitamos la leña para cocinar o para el frío que hace de madrugada, para no enfermarnos”, asegura Emilia. La mayoría de los migrantes se adentran varios kilómetros por el bosque para conseguir unos palos, pero para ella resulta demasiado arriesgado ir sola, debido a la presencia del crimen organizado. Emilia salió de Guatemala en 2016 junto a Corina, su hija de 11 años, y ha avanzado por México conforme al dinero que lograba ganarse ante la imposibilidad de pagar un coyote.

La primera vez que cruzó el río Bravo un grupo de patrulleros estadounidenses se acercó de inmediato pistola táser en mano. Ahora ya ni le prestan atención y a veces conversan con ella mientras recoge sus ramas. La llaman, 'the crazy one' [la loca] o 'the blond one' [la rubia], según el agente. En el otro margen la conocen como la Güera, por su cabello tintado de ocre.

La Güera vive en la carpa gris, en el segundo pasillo del tercer toldo, frente a la tienda número cuatro. El campamento improvisado hace nueve meses se ha vuelto otro barrio de Matamoros con abarrotes, clínica, lavandería… pero todo entre lonas y barro. “Con lo que hemos aguantado aquí, la gente ya somos inmunes al virus”, suelta Emilia escéptica.

Estancados frente al virus

Con el tiempo se ha normalizado el hacinamiento, la insalubridad y la falta de servicios básicos, enemigos para prevenir la propagación del coronavirus. “Las condiciones han ido mejorando, pero a veces no hay agua, o por las noches hace mucho frío y los niños se resfrían. Ahora con lo del COVID nos preocupa mucho todo eso”, señala Larissa Bautista mientras baña a cubetazos a su hijo de tres años.

Las autoridades municipales han cercado el campamento con una valla de púas para restringir la movilidad de los migrantes, aunque el mayor peligro esté afuera, en la ciudad del estado de Tamaulipas con mayor índice de contagios. De momento, la ardua labor de varias organizaciones humanitarias ha permitido evitar un brote, pero no deja de ser un potencial foco de infección cuyo riesgo aumenta a diario en un país donde el pico de la pandemia se extiende semana a semana.

La decisión del gobierno estadounidense de suspender sine die la admisión de demandantes de asilo ha agravado la situación para 25.000 migrantes estancados a lo largo de esa frontera norte. Antes, los solicitantes debían aguardar varios meses y hasta un año en territorio mexicano su proceso de acogida en EEUU, bajo el programa ‘Permanece en México’. Ahora la espera no tiene plazo ni fecha para retomarse.

“Nos desanima bastante no saber hasta cuándo llegará nuestra cita para el trámite, no tener una expectativa de futuro y estar viviendo así”, indica Larissa. Pese a esas dificultades y el riesgo de contraer el virus, no le queda más remedio que quedarse ahí. No puede regresar a Honduras porque su marido la mataría. Emilia tampoco, porque una pandilla la amenazó de muerte tras negarse a pagar una extorsión y ya habían asesinado a varios familiares cercanos. Y así para el resto de esta comunidad de centroamericanos que afrontan una subsistencia cada vez más angustiante.

“Hemos detectado que la enorme ansiedad que sufren por el miedo al virus, al crimen organizado, ha agravado otras patologías que padecían y ha crispado la tensión”, explica Dylon Rojas, voluntario de la ONG Global Response Management que opera en ese recinto.

Devoluciones en caliente sin garantías

Por otro lado, el presidente Donald Trump emitió un decreto a finales de marzo para expulsar de forma exprés a cualquier detenido tratando de cruzar la frontera. La medida unilateral, prorrogada indefinidamente bajo el pretexto de la pandemia, permite a las autoridades estadounidenses efectuar retornos expeditos de extranjeros sin que pasen por las estaciones migratorias fronterizas, sin registro ni diferenciación entre migrantes y solicitantes de asilo. Esto anula la posibilidad de pedir refugio e incumple así las normas del derecho internacional.

De las más de 20.000 devoluciones en caliente –aunque esa práctica no se contemple en la jurisdicción de estos lindes– apenas se realizaron pruebas de coronavirus a quienes presentaron síntomas graves como fiebre. Lo mismo sucede para los cerca de 15.000 migrantes que permanecían aprehendidos en centros de detención estadounidenses y fueron deportados con el argumento de que resultaba imposible proteger su salud.

Al principio, todas esas repatriaciones masivas se efectuaban por vía terrestre y México, que de nuevo acató la imposición de Washington, trasladaba a los centroamericanos hasta su frontera sur, donde quedaban atrapados ante el cierre de los cruces a Guatemala. La ONU denunció que esta situación aumentaba su vulnerabilidad dada la falta de “condiciones de voluntariedad, salubridad y dignidad”.

Desde entonces los centroamericanos son enviados en vuelos directos a sus países de origen. El gobierno guatemalteco reclamó a finales de abril que un centenar de los deportados dieron positivo, mientras que un migrante mexicano expulsado de Houston (Texas) contagió a otros 14 en un albergue de Nuevo Laredo, en Tamaulipas, entidad que recibe a un 33% de los repatriados. En el puente fronterizo de Reynosa, a 100 km de Matamoros, las autoridades estadounidenses entregan entre 50 y 100 migrantes mexicanos al día, sin previo aviso y en ocasiones a altas horas de la noche.

El doble peligro de la frontera: salud e inseguridad

“Es un riesgo que trasladen aquí a personas desde ciudades (de EEUU) donde hay un alto índice de contagios. Es complicado dedicar espacios de aislamiento para ponerlos en cuarentena. Aquí también es peligroso para ellos por el crimen organizado”, se queja el responsable del instituto migratorio estatal, Ricardo Calderón, quien añade que ambos gobiernos habían pactado devolverlos vía área a Ciudad de México, pero el acuerdo aún no se ha puesto en marcha.

En las escaleras de la oficina de Migración de Reynosa reposan varios jóvenes, decaídos, con los pantalones embarrados y las botas desgarradas. Cruzaron el río Bravo anoche y se arrastraron toda la mañana para sortear a la guardia fronteriza. “Nos agarraron al mediodía y en una hora ya nos trajeron aquí. Nos tomaron la temperatura, nos preguntaron si teníamos diarrea o vómitos y nada más”, cuenta un muchacho de 21 años, oriundo de Oaxaca, que prefiere ocultar su identidad. Teme más al crimen que al virus, que considera “un invento para jodernos”.

Perdió su empleo de comerciante por la contingencia y eso le empujó a tirarse pal norte. Todos los ahorros que se gastó (unos 500 euros) en un coyote que lo cruzase a EEUU, se han reducido a un par de naranjas, unas galletas, una botella de agua y una mascarilla que ni siquiera lleva bien puesta: el kit de bienvenida que le dieron en esa oficina migratoria.

La mayoría de dreamers mexicanos suele desembolsar unos 2.000 euros a los coyotes para disponer de varios intentos sucesivos de superar la frontera sin ser atrapados, pero los nuevos ‘migrantes del covid’ apenas tuvieron tiempo de ahorrar para una sola oportunidad. A muchos ni siquiera les queda efectivo para regresar a su ciudad de origen, un trayecto de centenares de kilómetros que a veces los obliga a pagar otro coyote.

El grupo de jóvenes espera hasta la tarde al autobús que les ofrece el gobierno de Tamaulipas para trasladarlos de manera segura al estado contiguo. Afuera de esa oficina merodean varios traficantes para captar a su próximo cliente, voluntario o forzado. En Reynosa los migrantes viven con permiso de los criminales, a quienes pagan una cuota a cambio de que no los secuestren. Un negocio que suele involucrar a los propios agentes fronterizos.

La Covid sirve a Trump para levantar su muro

Quedarse en Reynosa tampoco es más una opción. La mayoría de albergues en la frontera norte han cerrado debido a la contingencia. El único abierto en esa ciudad, el Senda de Vida, ya no admite nuevos ingresos. Los 200 migrantes acogidos, la mayoría haitianos, tienen prohibido salir. Si lo hacen, ya no pueden volver a entrar. “Se ha puesto muy duro con lo del coronavirus, porque no podemos ir ni a comprar o buscar algún trabajo. A nuestros familiares también les ha afectado esta crisis y no pueden enviarnos casi dinero”, afirma una joven venezolana, Ana Paola González, que carga en sus brazos a una niña de dos años y un bebé, con quienes pretendía desde hace tres meses reunirse con su marido en Nueva York.

“La Administración estadounidense está utilizando la pandemia para recrudecer sus medidas migratorias que ya eran muy restrictivas, pero al menos deberían considerar brindar atención médica a los migrantes que expulsan”, asegura Valerio Granello, el coordinador de Médicos Sin Fronteras en ese albergue. “Los migrantes sufren una doble estigmatización y ahora se ven en estas ciudades como posibles portadores del virus. Eso provoca que estas personas, al presentar síntomas, se escondan y no accedan al sistema de salud”, agrega Granello sobre una xenofobia que ya se había disparado durante el último año.

Ante la negligencia de Washington y el rechazo social, la ONG destinó un área de aislamiento para que los repatriados cumplan cuarentena, instalada dentro de un gimnasio habilitado para atender casos severos de COVID-19 entre la población de Reynosa.

Las urbes norteñas han asumido un mayor riesgo frente al virus al mantener las fábricas en funcionamiento, debido a la presión del gobierno y empresarios estadounidenses para reactivar la producción en México de bienes intermedios de los que depende en gran medida la industria de EEUU.

La frontera nunca cerró al comercio, pero sí a la migración, mientras que por el sur de México dejaron de ingresar centroamericanos ante el candado echado por Guatemala. En la práctica, la pandemia ha permitido a Trump culminar el endurecimiento de la política migratoria en su soñado muro, sin un horizonte para reabrirse.

Antes de la contingencia, los días en el campamento de Matamoros pasaban en una cuenta atrás hasta la próxima cita de asilo en EEUU. Semanas antes del trámite los migrantes se preparaban para acicalarse y se pegaban al teléfono para darles a sus familias un motivo de esperanza. El Covid-19 no penetró en este arrabal de carpas, pero asoló a sus dos millares de habitantes, sin reloj ni calendario, confinados entre concertinas sin la alternativa de regresar a sus países donde les espera una bala con su nombre.

Los cruces de la Güera por el río Bravo son el mayor espectáculo para estos migrantes. Muchos se aglomeran para observarla nadar en esa trampa para tantísimos compatriotas. El vitoreo termina en aplauso cuando Emilia llega a suelo americano, como quien pisa la Luna, mientras su hija preadolescente se ruboriza frente a sus colegas. El puñado de leña le servirá para cocinar huevos fritos durante tres días, cuando vuelva a distraer a sus vecinos de su eterno letargo, cuando les haga sentir un poco más cerca de Estados Unidos y olviden por unos instantes que su vida depende de una rama, una corriente o un estornudo.

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