Sí, yo me la busqué: escribí un libro sobre el hambre que se llama El Hambre, lo publicaron en dos docenas de países, tuve que presentarlo en muchos de ellos; en los últimos años he hablado y escuchado casi todo sobre el hambre, aquí y allá y en todas partes donde voy: es posible que haya aprendido algo.
Si solo pudiera saber qué.
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Lo primero que me sorprendió fue que le hicieran algún caso. Cuando me resigné, hace ya tiempo, a ponerme a trabajar en él, mi libro estaba destinado al olvido más raudo. Decidí hacerlo porque me resultaba más difícil no hacerlo –porque, una vez que había barajado la posibilidad, no hacerlo era una deserción–, pero estaba convencido de que nadie lo leería. El hambre vive entre nosotros, mata entre nosotros, está con nosotros todo el tiempo y no le prestamos ninguna atención, nunca tratamos de averiguar dónde, cómo, por qué. O, incluso: creemos que sabemos todo lo que necesitamos saber sobre él –que, por supuesto, nunca es mucho.
Y, sin embargo.
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Creía en el olvido veloz pero, aún así, me importaba hacer un buen trabajo. Tomé, para eso, dos decisiones básicas –sintetizadas, faltaba más, por dos eslóganes de cuarta.
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Primero, que no existe el hambre ––sino millones de personas que no comen suficiente. Que, en general, quienes dicen el hambre intentan convertirlo en algo abstracto, inmaterial, lo contrario de lo que realmente es: las vidas y las muertes de casi mil millones de personas. Y que, para evitar esa trampa, la base de mi trabajo sería hablar con una buena cantidad de esas personas, preguntarles, escucharlos, averiguar cómo es vivir con hambre –y tratar de contarlo.
Pero temía que esas historias pudieran convertirse en eso que, para no entendernos, llamé “pornografía de la miseria”: historias tristes muy sentidas que dejaran en el lector el alivio, la satisfacción de haberse entristecido, de haber sido sensible al dolor de esos pobres, y ya. Para evitarlo debía encontrar el modo de combinar esas historias con la historia, los contextos, los datos, los análisis que les dieran sentido: que consiguieran explicarlas.
Y, segundo: que no existe el hambre –sino formas y estructuras diversas, muy variadas, por las cuales millones de personas no comen suficiente. Y que si quería evitar las simplificaciones debía definir esas formas y tratar de contar sus singularidades: para eso, decidí, iría a ocho o nueve países, y cada uno me permitiría mostrar y analizar cada una de esas formas. Fueron, al fin, la India, Bangladesh, Níger, Sudán del Sur, Madagascar, Estados Unidos, Argentina. Esperaba que, por esa combinación de historias y análisis, el tema no cerrara con una lagrimita de compasión sino con ese hormigueo que –se supone– la comprensión provoca: la voluntad de hacer algo a partir de lo que uno ha entendido.
Era –soy, ya lo sabemos– un iluso.
Grasiadió.
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El libro, por supuesto, establecía ciertos hechos brutales: que, según el secretario Ban Ki Moon, cada día se mueren 25.000 personas por causas relacionadas con el hambre. Que esa matanza –un holocausto y medio cada año– no tiene justificaciones técnicas, porque sucede en un mundo habitado por 7.300 millones de personas capaz de producir comida para 12.000 millones: un mundo donde la comida debería sobrar. Que el hambre contemporáneo no es un producto de la pobreza, como suelen decir los grandes organismos, sino de la riqueza: del hecho de que algunos acaparen lo que muchos necesitan. Y que, entonces, el hambre contemporáneo es el más violento de la historia, porque no lo causa la carencia sino, tan claramente, la concentración de esa riqueza. Y que esa concentración tampoco es algo abstracto, sino que tiene mecanismos muy precisos, que intentaba mostrar.
La “Era de la Alimentación Posible”
Pero me interesa, ahora, pensar lo que pasó después, en esas charlas repetidas –que siguen todavía– sobre el tema, con públicos muy variados, en países también muy diferentes. En esas discusiones aprendí cosas, entendí cosas –que no había conseguido pensar durante la escritura. Por ejemplo, que debería haber enfatizado más en ese momento histórico decisivo que la historia no se encargó de registrar.
Hay quienes dicen que el hambre empezó con el descubrimiento de las técnicas de producción de la comida. Por sorprendente que pueda parecer, creemos saber que nuestros ancestros cazadores recolectores no pasaban hambre: eran cuatro o cinco gatos, iban y venían, podían conseguir sin mucho esfuerzo lo poco que necesitaban. Hasta que alguien entendió que si dejaba en tierra una semilla obtenía una planta, y si dejaba cien obtenía unas docenas, y fue la agricultura.
Y la producción de comida se sistematizó, y los hombres y mujeres tuvieron que instalarse para esperar que crecieran esas plantas, y aparecieron los primeros pueblos y después las primeras ciudades y las primeras casas y las primeras amas de casa y los primeros jefes y los primeros ricos y los primeros soldados y los segundos dioses. Los hombres podían producir –predecir– su comida, saber cuándo y dónde la tendrían, y eso les permitió reproducirse tanto más y esas aglomeraciones de más personas empezaron a conocer el hambre: bastaba una sequía o una guerra o un jefe demasiado ávido o un dios insatisfecho para que esas comunidades de dependían de su cosecha se quedaran sin nada que comer.
Desde entonces, la principal característica de la comida siempre fue su escasez: más allá de la concentración que siempre hubo, era cierto que la Tierra no conseguía producir comida suficiente para todos. Hasta un momento, hacia 1970 o quizás 1980, en que al fin sí. Habría que estudiarlo: cómo fue que sucedió, por qué, sus causas, consecuencias. Los cambios técnicos derivados de la Revolución Verde parecen haber sido decisivos: lo cierto es que, por primera vez en la historia, el planeta fue capaz de alimentar a todos sus habitantes. Es un hecho mucho más que histórico, uno de esos quiebres que suceden muy de tanto en tanto –y nadie sabe cómo fue, nadie pensó en pensarlo y registrarlo como tal.
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El principio de la Era de la Alimentación Posible es el mayor hecho histórico que no estudia ningún historiador.
El imperio de la carne
O, quizá, pensé después, debería haber insistido en el final de la Era de la Carne. El consumo de carne es una forma tan clara de concentración de la riqueza. La carne acapara recursos que se podrían repartir: se necesitan cuatro calorías vegetales para producir una caloría de pollo; seis, para producir una de cerdo; diez calorías vegetales para producir una caloría de vaca o de cordero. Lo mismo pasa con el agua: se necesitan 1.500 litros para producir un kilo de maíz, 15.000 para un kilo de vaca. O sea: cuando alguien come carne se apropia de recursos que, repartidos, alcanzarían para cinco, ocho, diez personas.
Comer carne es establecer una desigualdad bien bruta: yo soy el que puede tragarse los recursos que ustedes necesitan. La carne es estandarte y es proclama: que solo podemos usar así el planeta si hay otros –miles de millones– que se resignan a usarlo mucho menos. Si todos quieren usarlo igual no puede funcionar: la exclusión es condición necesaria –y nunca suficiente.
Cada vez más gente se empuja para sentarse a la mesa de las carnes –los chinos, por ejemplo, que hace veinte años consumían cinco kilos por persona y por año, y ahora más de cincuenta– porque comer carne te define como un depredador exitoso, un triunfador. En las últimas décadas el consumo de carne aumentó el doble que la población del mundo. Hacia 1950 el planeta producía cincuenta millones de toneladas de carne por año; ahora, casi seis veces más –y se prevé que vuelva a duplicarlo en 2030. Mientras, un buen tercio de la población mundial sigue comiendo como siempre: miles de millones no prueban la carne casi nunca, la mitad de la comida que la humanidad consume cada día es arroz, y un cuarto más, trigo y maíz.
Ahora nos parece normal, pero es tan raro: un bistec con patatas, unas salchichas con puré, un pollo con arroz, proteína animal con algún vegetal acompañando, es una inversión del orden histórico que, desde siempre, fue el contrario: un vegetal si acaso acompañado por ínfimos trozos de animal. Es un tremendo cambio cultural –y ni siquiera lo pensamos. Y menos pensamos lo que eso significa como gesto económico, social. No le digan a nadie que lo está diciendo un argentino: comerse un buen bife/chuletón/bistec, un gran trozo de carne, es una de las formas más eficaces de validar y aprovechar un mundo injusto.
Pero ya aparecen las grietas en el imperio de la carne. Primero fue el imperativo de la salud: cuando nos dijeron que su colesterol nos embarraba el cuerpo. Y ahora, en los barrios más cool de las ciudades ricas, cada vez más señoras y señores rechazan la carne por convicciones varias: que no quieren comer cadáveres, que no quieren ser responsables de esas muertes, que no quieren exigir así a sus cuerpos, que no quieren. Llueve, estos días, sobre mojado: la amenaza del cáncer. Hasta que llegue la imposibilidad más pura y dura: tantos querrán comer su libra de carne que el planeta, agotado, dirá basta.
Tardará: el comercio mundial de alimentos está organizado para concentrar los recursos en beneficio de los más ricos, intereses potentes defenderán sus intereses. Pero alguna vez, dentro de décadas, un siglo, los historiadores empezarán a mirar atrás y hablarán de estos tiempos –un lapso breve, un suspiro en la historia– como la Era de la Carne. Que habrá, entonces, pasado para siempre.
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Son cuestiones internas, lo que fui aprendiendo sobre el hambre en este año y pico de charlas y presentaciones. Pero lo que más me interesa no está allí, sino del otro lado: en las reacciones de quienes vinieron a escuchar, a conversar.
¿Qué hacer cuando te dicen que tu forma de vida solo es posible gracias a las formas de muerte –al hambre– de millones; qué, cuando te explican que la ropa que llevas es el producto del hambre de las mujeres bengalíes; qué, cuando te cuentan que la electricidad que ilumina tu casa te llega del expolio del uranio de Níger?
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Todo eso que algún autor debidamente transochado podría titular: ¿Qué hacer con la conciencia?
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Lo dicho: no solemos pensar en el hambre. No es difícil no pensar en el hambre: es el problema ajeno por antonomasia. Hay, supongamos, más de 800 millones de personas en el mundo que pasan hambre: una de cada nueve. Si la estadística fuera una disciplina seria, podríamos esperar que una de cada nueve personas que encontramos sufriera de desnutrición –y sabemos que no. El hambre –para nosotros, ciudadanos letrados de países más o menos prósperos– es algo que solo les sucede a otros, no a nuestros parientes, amigos, vecinos, condiscípulos. No solemos pensar en el hambre y, cuando pensamos, no sabemos qué hacer con esos pensamientos.
Solucionar el hambre
Me pasó muchas veces, casi siempre: la exposición sobre el asunto lleva a una mezcla de cabreo y desaliento. Me preguntan qué solución propongo, y yo, ninguna. Y me vuelven a preguntar; como si me dijeran: para qué nos cuenta todo esto si no nos va a decir cómo solucionarlo.
Estamos, sospecho, bastante malacostumbrados.
Entonces yo, a veces, digo que estoy en contra de los que ofrecen soluciones, que los que ofrecen soluciones son los profetas o los politicuchos, que lo que vale la pena no es esperar que te traigan las soluciones hechas sino encontrarlas entre muchos, que las soluciones que nos llegan de arriba son sospechosas de por sí y además suelen estar pensadas para beneficio del que las ofrece y, aún si no, son un modo de establecer o consolidar el poder del profeta de turno, digo –y que, entonces, si tuviera la solución no la daría. Y podría, supongo, dejarlo allí, y escapar con supuesta elegancia. Pero en este tema la elegancia es una porquería, así que me embarro: digo que, por supuesto, más allá de todo eso, no la tengo.
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El obstáculo principal para tenerla es que, como siempre, no sabemos de qué estamos hablando. Son los problemas de la literalidad: ¿solucionar el hambre es solucionar el hambre? ¿O es buscar la solución a la desigualdad de la que el hambre es, a su vez, el efecto más brutal y la metáfora más clara?
Creo que cuando hablamos de solucionar el hambre estamos hablando de –por lo menos– dos cosas muy distintas. Una es atacar el hambre como problema sanitario; otra, atacarlo como la metáfora extrema de un estado económico y social, político.
La solución sanitaria consiste en conseguir que esos cientos de millones de personas que comen menos de 2000 calorías diarias alcancen esa cantidad. Lo cual podría obtenerse si la cooperación internacional y las ayudas humanitarias llegaran al nivel que los países ricos suelen proclamar, por ejemplo: no sería ni tan difícil ni tan caro proveer de alimentos de bajo costo a esos millones. Y conseguir que, en lugar de vivir con menos de 1,25 dólares por día vivan con, digamos, 1,75, y que la desigualdad extrema se mantenga pero se manifieste en muchas otras cosas –y ya no en la absoluta falta de comida.
Sería un avance enorme para esos cientos de millones –salvaría tantas vidas– y también para el sistema de injusticia que quedaría mucho mejor legitimado. Es la opción más difundida: los mecanismos de la beneficencia o caridad o –su nombre más actual– el asistencialismo. Nunca dije que no haya que hacerlo; digo, sí, que no alcanza.
Otra posibilidad es pensar el hambre como manifestación extrema de esa desigualdad, y suponer que no sirve solucionar la falta de ingesta si no se cambian las condiciones sociales y económicas que la producen: creer que los cambios políticos y económicos necesarios para establecer mayores niveles de igualdad traerán, entre sus numerosas consecuencias, el fin de cualquier hambre.
Esos cambios son, por supuesto, difíciles de imaginar: cómo se consigue el poder político necesario para modificar la forma en que se organizan los mercados mundiales –y, entre otras cosas, su producción y distribución de alimentos y demás bienes. O, por decirlo de una forma modesta: nuestras sociedades.
Las últimas líneas de El Hambre aluden brevemente a esta cuestión: “Un nuevo paradigma es lo impensable. Es lo que constituye su dificultad y su atracción y su dificultad. Es lo que vale la pena de ser pensado.
“Maneras, en síntesis, de forzar el reparto: que los bienes estén equitativamente repartidos, que el poder esté equitativamente repartido. Buscar la forma política que corresponda a una idea moral de la economía –y no la forma de la economía que corresponda a una idea moralista de la política. Así dicho parece una simpleza –y no sabemos.”
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Yo creo esto, pero no se cómo se hace. Tengo un deseo, no un camino. Y a nadie le gusta que le digan deseos sin decirle cómo podrían, si acaso, cumplirse.
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Y entonces suelo recordar que hay momentos de la historia en que las sociedades tienen un proyecto claro de futuro y momentos en que no, y que cuando lo tienen desean llegar a ese futuro, construirlo, pero que cuando no lo tienen el futuro se constituye en amenaza: lo desconocido, lo temible. Y que ahora estamos claramente en uno de esos momentos –como bien puede verse por la hegemonía del discurso ecologista, gran heraldo del miedo al futuro– y que la construcción de un proyecto de futuro es algo que se hace de a poco y entre muchos y que vaya a saber cuándo cristalizará en un cuerpo de ideas lo suficientemente potente como para movilizar a quienes conseguirán implementarlas. Y que eso puede tardar años, siglos, pero que la historia no conoce ningún sistema que dure para siempre, y que el nuestro, que nos empeñamos en suponer eterno, no tiene ni cómo ni por qué ser diferente.
Todo lo cual, por supuesto, suena a paja distante y no disminuye la angustia de pensar que sí, que hay cientos de millones de personas que no comen y esa señora sentada en la séptima fila acaba de enterarse –de enterarse en el sentido fuerte de enterarse– y lo piensa y lo toma en cuenta y no sabe qué hacer al respecto. Y entonces la desazón, el malhumor: saber es irritante y desmovilizador cuando no se proponen soluciones.
La culpa, sobre todo: la culpa es una reacción que te detiene, que te deja a solas con tus imposibilidades. Pornografía en estado puro.
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Y eso no es bueno para un libro escrito bajo un lema casi claro, un libro que repite la pregunta que es mejor evitar: “¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?
Pero, más alla o más acá de todo esto, espero que tanta cháchara pueda haber contribuido algo a hacer más visible el problema más brutal, más cacareado, más invisible de estos tiempos.
O no, pero eso depende de usted, no de nosotros.