Es muy probable que ya conozcan la historia de la patera que llega a una playa andaluza justo a la hora del aperitivo. La sorpresa, el bloqueo y el agotamiento, la interacción entre desconocidos, las detenciones, el alma al suelo. Pero no se aburran, que hay un bonus track: mientras la policía ya asoma por detrás de la última piedra que les separa, uno de los migrantes se quita la ropa, se tira a la arena, se embadurna con ella y repta hacia la toalla más cercana, convertido en un turista más. Nadie vuelve a mirar, nadie le delata, nadie quiere que lo descubran.
Lo que vivimos el pasado domingo en una cala de Barbate bien puede resumirse en ese acuerdo tácito entre prácticamente todas las personas que disfrutaban de un día de sol y mar. Sin duda, radios y teles abundaban en su diatriba sobre avalanchas, manteros y fronteras mientras unas 50 personas bajaban, empapadas hasta la coronilla, de una embarcación hinchable frente a una multitud que solo dudó un instante antes de acercarse a ayudar.
¿Qué clase de invasión se recibe con aplausos?, me pregunto ahora. Íbamos dándoles agua y refrescos al paso, como quien asiste a un ciclista. “Mierda, en nuestra nevera sólo queda cerveza”, parecían pensar algunas personas a las que vi rebuscar en sus provisiones). La gente les gritaba: “Bravo, valientes, ¡sois unos valientes!”. “Merci, merci, merci”, sonreían. Pero en la playa ya sabían que ese grupo predominantemente subsahariano no duraría mucho libre. En castellano y con señas les explicaban por dónde podrían salir para evitar a la policía.
Cuando la Guardia Civil bajó a la playa, apenas unos minutos después de aparecer la patera, los bañistas ya se acercaban a un grupo que no quiso echar a correr y gritaba de alegría, imaginamos que por seguir con vida y al otro lado del Estrecho. Más tarde supimos que habían pasado nueve horas en alta mar, apiñados en esa lancha con motor y que zarparon de Tánger en plena madrugada.
Cuando los agentes reunieron a todos los recién llegados que encontraron en la playa los escoltaron hacia la salida. “¡Vergüenza me daría!”, “¡No han hecho nada, dejadles ir!”, “¡A quienes tenéis que coger son a los de la droga!”, les increpaban.
Solo algunos iban esposados con cuerdas, pero la imagen era desoladora. “Pero si son niños”, se escuchaba continuamente. Estoy segura de que la inmensa mayoría de “legales” que observábamos la escena desconocíamos al detalle el protocolo que vendría después: a dónde los llevan, cómo los atienden, a quién se expulsa a la casilla de salida de un viaje macabro y a quién no. Tampoco sabíamos si era mejor que los atendieran o que pudieran seguir su camino sin más recursos que los de sus vaqueros empapados.
Sólo teníamos certeza de la sensación general de profundo rechazo y vergüenza. ¿Cómo podíamos recibir así a quien acaba de jugarse la vida por vivir como vivimos nosotros?
No fue la única que lloró, pero vimos a una chica que estaba en la playa con su madre y que prácticamente rozaba el ataque de ansiedad por el impacto de ver todo aquello. Días después, también me pregunto qué tipo de 'amenaza ciudadana' puede generar tanta congoja y empatía con el supuesto 'enemigo'.
Esa chica presenció cómo la única mujer que vimos bajar de la patera desfallecía y se dejaba caer en la arena, mientras un médico con bañador pedía permiso a los policías para acercarse a atenderla.
Desde la salida nos llegó un conato de disturbio que no llegué a presenciar, pero arriba ya había tres patrullas de la Guardia Civil gestionando el traslado. Y volvieron los gritos. “Vergüenza, qué vergüenza, ¿es que han hecho algo? Ojalá no podáis dormir tranquilos”, increpaba a la policía otra joven que abandonaba la playa. “¿Qué dice? ¿Qué ha dicho la tonta?”, se quedaron comentando los agentes, sin preocuparse de que se les escuchara.
El acuerdo implícito que se evidenció esa mañana, y así lo comentaban muchos de los que presenciaron la llegada del medio centenar de personas, fue que “esto no puede funcionar así”. Que a quien llega jugándose la vida no se le detiene, se le ayuda. Que sus vidas nos importan. Que no les odiamos por querer venir sino que, al contrario, les deseamos lo mejor, ni más ni menos que al de la sombrilla de al lado.
Me hace gracia pensar que, en la terminología de Rajoy, lo que habría en esa playa es una España silenciosa del Estrecho que no se manifiesta ni alienta el debate político y mediático desorbitadamente enfocado hacia la inmigración como problema.
Otra sensación que flotaba en el ambiente era el alivio de comprobar que el de la toalla contigua pensaba igual. Ningún bañista levantó la voz a otro, nadie defendió a la policía, ninguna de las personas dijo: déjalos, que se los lleven de aquí, y mucho menos “nos roban el trabajo”, “no hay papeles para todos” o “ya tenemos bastante con lo nuestro”.
Pero miento, sí que se escuchó de boca de los hombres que aparecieron de entre las piedras para esconder el motor y la gasolina de la lancha. Cuando fuimos a buscar unas sandalias para uno de los muchos migrantes que iban descalzos, nos trataron de intimidar criticando que les ayudáramos, porque “vienen a robarnos el trabajo y encima nos pegan”. Igual que expliqué en Twitter, sigo sin entender si a ellos les quitan trabajo o se lo dan, pues al rato sacaron el motor y los bidones del escondite y se lo llevaron, a vista de todos. Pero allí ya no quedaba policía.
Evidentemente, no le pidan a un grupo de domingueros que reestructuren la política migratoria europea, que solucionen los conatos racistas que prenden en el continente y que, de paso, transformen un sistema opaco y arbitrario en una estructura que respete los derechos humanos. Nosotros hicimos lo que estaba a nuestro alcance: evidenciar que el discurso del rechazo hace aguas, que las fronteras se evaporan cuando te encuentras cara a cara con el que sufre y que necesitamos otro sistema para ayudarles más y mejor.
Que si no queremos volver a vivir esto en nuestras playas no es porque rechacemos que lleguen, sino precisamente porque tenemos miedo a que se los trague el mar y ya no puedan llegar nunca.