A menudo, cuando logra conciliar el sueño, puede ver la valla de Melilla a vista de pájaro, como si sus ruedas se convirtieran en alas por un instante. Esa última barrera que tanto le obsesiona queda bajo sus pies, pasiva e insignificante, ajena al dolor y al sufrimiento.
Se llama Marie Ngomahion y su mayor ilusión es poder llegar a la península Ibérica y empezar allí una nueva vida al lado de su pequeño Fabrice. Le gusta imaginarse en España, recorriendo a pie las calles de alguna ciudad entrañable y acogedora como Granada –una de sus referencias–, paseando durante horas entre empinadas cuestas de adoquines y callejones llenos de recodos que esconden sorprendentes rincones donde cualquiera, como ha hecho ella, lo dejaría todo por vivir. Para conseguirlo, está dispuesta a todo, incluso se plantea saltar la valla si no hubiera otra opción.
Salió hace más de dos años de su Duala natal, junto con una amiga, con poco más que lo puesto. Necesitó más de un mes para empujar su silla de ruedas hasta Marruecos, atravesando Camerún, Nigeria, Níger, Malí y Argelia.
“Tuve mucha suerte. Mis hermanos clandestinos me ayudaron a empujar la silla y a sortear muchas de las dificultades que encontré por el camino. Mi discapacidad fue toda una bendición, ya que me libró de ser violada en varias ocasiones, a veces por miedo a contraer alguna enfermedad, a veces por asco y otras por compasión”.
Marie contrajo la poliomielitis, conocida como parálisis infantil, cuando apenas empezaba a aprender a andar. La enfermedad le dejó graves secuelas y una atrofia total de las extremidades inferiores.
En Camerún, al igual que en muchos países centroafricanos, las personas con discapacidad constituyen un interrogante muy fuerte dentro de sus sociedades, ya que los niños que nacen con alguna o la adquieren durante la tierna infancia son considerados malditos, locos o poseídos. Muchos son asesinados, abandonados o sacrificados bajo estos pretextos y otros, según el testimonio de cooperantes en la zona, son tratados de por vida como apestados o seres inferiores, pues la mayoría estima que este colectivo no produce nada válido a la sociedad y sólo genera gastos a sus familias y a las administraciones.
“Yo siempre he trabajado y aportado algo a mi entorno y a la sociedad. He arriesgado mi vida para intentar que Fabrice y yo podamos salir adelante, tener ayudas sociales y vivir en un país que respete a las personas como yo”, nos dice.
Fabrice es el motor de su vida. Sin apenas familia y repudiada por su entorno, Marie tuvo que dejar a su pequeño de 9 años al cuidado de un matrimonio amigo. Hace poco cumplió los 11 y lo celebraron con una videoconferencia cantando y mandándose besos a través de la pantalla del viejo ordenador del fondo de un cibercafé cercano a los campamentos de inmigrantes de la Universidad Mohamed I de Oujda, cerca de la frontera con Argelia.
Cuando llegó a Marruecos en 2011, obtuvo la ayuda de algunas organizaciones no gubernamentales e incluso llegó a vivir en un piso compartido con otros inmigrantes subsaharianos: “Llegué a pensar en quedarme aquí. En traer a mi pequeño y empezar una vida juntos en este país. Pero ahora me quedo porque de momento no tengo otra opción. No quiero seguir aquí, necesito llegar a España”.
Todo se torció cuando, después de una redada contra inmigrantes, la echaron a golpes de la casa donde se refugiaba y la dejaron malherida en la calle. Desde entonces apenas duerme por las noches y está protegida continuamente por varios compatriotas que la acompañan y ayudan en las tareas, siempre que ella lo reclama.
Después de subirse sin miramientos la falda para mostrar las cicatrices de cortes y golpes producidas por las palizas de las Fuerzas Auxiliares marroquíes, continúa removiendo el puchero que empieza a hervir en una desvencijada y antihigiénica olla en la que sólo parece haber agua turbia y un par de patas de pollo. Ha llegado a pasar días enteros sin comer y su alimento básico son las verduras que sus compañeros recogen de los contenedores y la casquería que, como hoy, se puede permitir gracias a la mendicidad de sus compatriotas.
Sobrevive en un habitáculo de poco más de cuatro metros cuadrados formado por palos, mantas y plásticos al que ella llama “mi tienda”. A las puertas, varios hombres juegan en el suelo a las damas protegidos por la sombra de un gran árbol. En torno al tronco, tres sillas de ruedas desplegadas lucen al sol: “No soy la única que va sobre ruedas aquí [se ríe]. Hay otros discapacitados que han emigrado hasta Oujda. Y luego están los que han perdido un pie o una pierna por el camino”.
Adil, colaborador de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH), cuenta cómo muchos subsaharianos quedan paralíticos o cojos tras las palizas que reciben de la Meghannía (Fuerzas Auxiliares) marroquí al intentar saltar las vallas de Melilla y Ceuta. Pero los que tienen un pie o un trozo de pierna menos es debido al tren de la muerte.
“Para llegar hasta aquí, muchos inmigrantes se suben de forma clandestina a un tren de largo recorrido y se quedan enganchados por fuera o tumbados en el techo. Los agentes conocen estas rutas y en muchas ocasiones esperan dentro de los vagones a que suban para tirarlos a golpes del tren. Algunos mueren aplastados y otros muchos han perdido trozos de extremidades al quedar enganchados entre las vías y las ruedas del aparato”.
Marie sabe que sus piernas no pueden moverse, pero eso no le ha impedido recorrer medio continente africano y sobrevivir más de dos años en las condiciones más inhumanas. La valla le ciega pero es consciente de que para lograr superarla hace falta más que voluntad: “Muchos de los hombres más fuertes y atléticos no lo han conseguido, es un muro de muerte que separa dos mundos”. No sabe nadar, no tiene dinero para entrar en Melilla en el doble fondo de un vehículo y su situación física la aleja de las pateras: “En bote es imposible. Nadie quiere meter a una tullida en una barca. Es un riesgo para la embarcación y un estorbo para los compañeros”.
Al terminar la entrevista, pide que echemos bien la manta que cubre la entrada de su tienda. Necesita oscuridad para descansar. Dormida, esas ruedas se vuelven a convertir en alas de esperanza y todas las preocupaciones, las palizas, el hambre y la miseria quedan por un instante al otro lado de ese muro que no va a impedir que Marie haga sus sueños realidad.