Yarya toca con dulzura el arroz. Con la tranquilidad de los que repiten un gesto decenas de veces al día. Mira a los extranjeros recién llegados a Sissaucunda, su aldea de algo más de una treintena de casas construidas con adobe y paja. Comprueba que está listo, retira la olla del fuego y deja escapar una sonrisa orgullosa antes de comenzar a hablarles.
“Lo mejor es que no tenemos que ir a recoger tanta leña. Cargar tanto nos quitaba tiempo y nos dejaba muy cansadas. Ahora podemos pasar más tiempo con la familia”, nos dice con alegría. Yarya es una de las miles de mujeres que preparan la comida en una de las más de 2 mil “cocinas mejoradas” que entre varias ONG han repartido en esta zona del norte de Guinea Bissau, fronteriza con Senegal y Gambia.
Las mujeres de Sissaucunda hablan de estas cocinas, de apariencia muy sencilla, como se describe un producto en la teletienda. Todo son ventajas: cocinan más rápido, aprovechan mejor el calor por lo que necesitan tres veces menos leña, no hay riesgo de quemaduras ni de intoxicaciones; y como se colocan fuera de la casa no vigilar posibles incendios, de modo que pueden dedicarse a otras tareas mientras el arroz y las verduras cogen su punto.
Pero no ha sido sencillo llegar hasta aquí. La organización local Aprodel, con el apoyo de las tres ONG españolas que se fusionarían posteriormente en Alianza por la solidaridad, vieron la necesidad de cambiar el modo habitual en el que se cocinaba esta región. Comenzaron realizando encuestas entre las mujeres, encargadas en exclusiva de esta tarea. A partir de sus respuestas se crearon cinco modelos que se probaron durante un mes, sobre los que las encuestadas propusieron mejoras hasta llegar al modelo actual.
En 2013, tras la fabricación de más de 2.000 ejemplares, se formó a las mujeres identificadas como líderes dentro de sus respectivas comunidades para que difundieran entre sus vecinas las ventajas de estos fogones frente a los tradicionales. Es fácil entender así, esa pizca de orgullo que dejaba escapar la sonrisa de Yarya cuando decidió que ya estaba listo el arroz y se dispuso a charlar con los extranjeros. Este proyecto ha recibido el premio de 'Mejor práctica de Medio Ambiente del año' que concede la ONU entre más de 600 aspirantes, y que está dotado con una ayuda económica de 30.000 euros.
“La tierra lo cambia todo”
“La esencia de la lucha contra la pobreza pasa por la tierra”, opina Aua Keita. Esta guineana de 42 años y apariencia de poco más de 30, es la encargada de seguridad alimentaria de la ONG local Aprodel. Al entrar en una finca abre los brazos, como si quisiera darnos la bienvenida a un trozo de tierra que no es como los demás. Aua toma aire, y deja de sonreír. Nos va a contar uno de esas victorias que se recuerdan durante décadas.
“Hemos conseguido que por primera vez en este país las mujeres sean las propietarias legales de la tierra en cuatro comunidades”. Eso fue el año pasado. Y ahora paseamos por uno de esos terrenos ya listo para el cultivo. En la región de Casamance, las mujeres siempre habían recolectado. Hoy más de 595 son además las propietarias de la tierra que trabajan, y se espera que en unos meses lleguen al millar gracias a donaciones particulares.
Aua reconoce que al principio los hombres de la zona rechazaron la idea, y que resurgieron problemas cuando las tierras pasaron de cubrir las necesidades a poder venderse los excedentes. En muchas de esas familias por primera vez entraba dinero en casa, y era la mujer quien lo traía. “Hemos tenido que sensibilizar primero a los hombres de que no queremos romper su familia, sino que tengan más recursos. Hay que trabajar las cuestiones de género también con ellos porque si se oponen no hay nada que hacer”, explica.
Buntabanka, vecina de Sissaucunda, es una de esas cerca de 600 pioneras. Nos habla a la salida de la escuela donde aprende a leer y escribir. Esta mujer, madre de ocho hijos, defiende que este cambio no es solo “bueno para mí, sino para la alimentación y la economía de la familia”. La legalización de la propiedad de la tierra para las mujeres no sólo sirve para frenar el peligro de acaparamiento de tierras de cultivo por parte de empresas extranjeras en la zona, sino que impide la práctica habitual por la que en el momento en que las tierras comienzan a dar beneficios, los maridos se quedan con las tierras y dedican los beneficios a comprar la dote de una nueva mujer.
Pero ése no es el único cambio. Buntabanka también apunta que ser propietarias les ha permitido hablar de los asuntos del pueblo al mismo nivel que los hombres. “Ahora las mujeres también tenemos la palabra para tomar decisiones”, nos cuenta convencida.
Agua y semillas
Con el problema de la tierra resuelto, faltan otros dos elementos para asegurar la producción de alimentos: agua y semillas. “Cada vez somos más conscientes de los efectos del cambio climático”. Seydou Wade, secretario ejecutivo de la ONG senegalesa Fodde, se lamenta del descenso en las lluvias que han sufrido en los últimos años, por lo que se ven obligados a perforar pozos cada vez más profundos.
Con el apoyo de Alianza por la Solidaridad, su organización ha conseguido instalar depósitos de agua que bombean gracias a la energía almacenada en varios paneles solares. El resultado, además del medioambiental, es que las mujeres se ahorran tiempo, y esfuerzo, que antes dedicaban a transportar el agua para el consumo y los cultivos.
“No lo hemos provocado nosotros, pero queremos poner también nuestro grano de arena para frenar el cambio climático”. Y las cocinas que recibían tantos elogios de las mujeres de Sissaucunda son ese grano en esta batalla global. Al reducir a una tercera parte el consumo de madera aseguran haber detenido en gran medida la deforestación que estas comunidades estaban provocando en la región.
Si tenemos la tierra, mano de obra, agua (y energía renovable para transportarla), solo nos falta un elemento para alejar el fantasma del hambre: semillas. Como en tantos lugares del mundo, las multinacionales agrícolas también han llegado al norte de Guinea Bissau, uno de los últimos países en las listas de desarrollo humano, donde el hambre crónica afecta a más del 20% de la población.
“Te ofrecen semillas que llaman mejores porque producen más rápido, pero como no están adaptadas a la zona son atacadas por los insectos, por lo que tienes que usar cada vez más pesticidas”, resume Alberto Laminé, técnico de medio ambiente de Aprodel.
Desde esta organización han propuesto a las comunidades que rechacen las semillas que les ofrecía la multinacional Monsanto y trabajen para recuperar el uso de semillas locales “menos caras, más ecológicas”. Alberto denuncia que las semillas que suministran estas compañías provocan no sólo la pérdida de la biodiversidad, sino que se generen parásitos resistentes a los pesticidas, lo que acaba provocando graves problemas de producción.
Ante este riesgo, desde Aprodel empezaron en 2013 a reproducir semillas y al finalizar este año esperan haber distribuido 5.000 unidades en la región. “Afortunadamente las comunidades de esta zona rechazaron las semillas que les ofrecieron las multinacionales”, evitando así una dependencia durante años. “Esas semillas solo son buenas la primera vez”, concluye Laminé.
El hambre solía predominar en esta región entre 4 y 6 meses, dependiendo de la distribución de las lluvias. Desde Alianza por la solidaridad aseguran que gracias a este trabajo con las semillas y los almacenes de grano, este periodo de falta de alimentos se ha podido recudir en una media de ocho semanas.
Lentos para llegar lejos
Muchos de los errores históricos de la cooperación española, y en general occidental, se deben al intento de conseguir resultados inmediatos. Es decir, las ganas de arreglarlo todo y rápido, con muchos recursos pero sin tiempo para contar con las comunidades locales. Así lo admite la presidenta de la coordinadora de ONG para el desarrollo (CONGDE), Mercedes Ruiz-Giménez, quien señala que durante mucho tiempo muchas administraciones solo financiaron proyectos de uno o dos años de duración, mientras que la tendencia actual es trabajar con periodos más amplios.
Desde la coordinadora se felicitan de que cada vez más organizaciones apuesten por proyectos a largo plazo que parten de “las necesidades y las capacidades locales”. Para Ruiz-Giménez este tipo de procesos requieren más tiempo de formación, pero a la larga son más sostenibles y efectivos ya que son las propias comunidades locales las que terminan “apropiándose de los proyectos”.
Los presupuestos para la cooperación al desarrollo se han reducido un 70% en los últimos 3 años, lo que ha provocado que muchos programas de larga duración se hayan abandonado en mitad del proceso, otros se han cancelado desde su inicio, eliminando la posibilidad de desarrollo de regiones enteras. Otros se han mantenido pero con la mitad de presupuesto, según relata la presidenta de la CONGDE.
Precisamente son esos proyectos a largo plazo, en coordinación con otras organizaciones y con tiempo (y voluntad) para contar con la opinión de las comunidades, los que parecen ser capaces de conseguir mejores resultados. Después de 5 años de trabajo en la región fronteriza entre Guinea Bissau, Gambia y Senegal, se pueden ver los resultados en forma de mejores cosechas, mayor igualdad de género, lucha contra la deforestación, uso de semillas locales, menor contaminación, autonomía alimentaria… A todo eso sabe la cooperación al desarrollo, cuando se deja trabajar a fuego lento.
Nota: este reportaje ha sido elaborado gracias a las facilidades en el transporte ofrecidas por la ONG Alianza por la Solidaridad.