Los migrantes a los que EEUU lanzó gases lacrimógenos en la frontera: “Nos sentimos humillados, no traemos armas”
Después de 4.500 kilómetros de recorrido por tres países durante 44 días, solo faltaban dos más para alcanzar el destino. Los que separan la unidad deportiva Benito Juárez, acondicionada como albergue, y el paso fronterizo peatonal hacia San Diego. Los dos mil pasos más difíciles eran los de antes de saltar la valla que los separa de Estados Unidos, una decena de calles en Tijuana por donde unas 500 personas de la caravana migrante corrieron en estampida durante toda la mañana de este domingo para encontrar el punto más fácil por donde 'brincar': arriesgar su vida saltando el muro metálico de unos ocho metros de altura para pisar suelo estadounidense.
A mitad de ese camino, un puñado de antidisturbios bloqueó la subida por el puente que lleva directamente al paso fronterizo peatonal de El Chaparral. “Si no se puede por arriba, vamos por abajo”, susurraban los más inquietos. Tras media hora de espera, los centroamericanos rompieron el frágil cordón policial y corrieron hacia el canal seco que cruza hacia el muro fronterizo.
El río de manifestantes se ramificó en grupos desorientados sobre la dirección a seguir. La Policía federal activaba un fuerte despliegue de antidisturbios que cercaba a la multitud para evitar que se acercase a la valla. En el choque hubo algunos golpes entre manifestantes y los agentes.
Al trote, los migrantes se avisaban que debían dirigirse hacia las vías del tren. Un grupo de unos 200 se plantó frente a la malla metálica. Al otro lado aguardaban numerosos agentes de la Patrulla Fronteriza que no dudaron en lanzar varias bombas de gases lacrimógenos a los primeros en llegar en respuesta.
“Intentamos levantar la mano para que nos detuvieran y nos dijeron: 'Regrésense para México'. 'Les voy a disparar' nos dijo y empezó a dispararnos. A mí me dispararon tres balas de goma pero solo me dieron dos nada más”, explica a eldiario.es uno de los heridos por ese ataque, el hondureño José Raúl Hernández. Al joven, de 26 años, lo atendieron al momento y ya llevaba la mano vendada, mientras con la otra se subía la camiseta para mostrar un hematoma en las costillas.
Muchas familias con niños abandonaban las vías del tren por miedo a peores desenlaces. “Ahí van a disparar balas, eso está muy peligroso para los niños, les van a disparar”, exclamaba Edma Contreras mientras empujaba el carrito de su hijo, asustada por las amenazas del presidente estadounidense Donald Trump de abrir fuego en caso de una agresión de los migrantes. Días antes de la marcha, el dirigente anunció que los agentes fronterizos no cargarían armamento letal.
Pese al irritante tufo a gas en los primeros instantes, un centenar permanecieron encaramados a la valla y subidos al tren, donde uno de ellos ondeaba una bandera de Honduras. Uno de los sargentos mexicanos confirmaba a este medio que “es ilegal que los agentes estadounidenses lancen cualquier objeto en territorio mexicano, es un ataque a la soberanía”. Aunque ese detalle poco importaba para cuando llegaron refuerzos y retiraron a los centroamericanos de la zona con tranquilidad, entre las quejas de quienes los comparaban con la Policía 'gringa'.
Algunos todavía no se daban por vencidos. Mientras el grueso de los manifestantes regresaba al albergue, un centenar de jóvenes bordeaba el canal para probar un segundo intento de saltar por los alambres, uno de los puntos menos complicados de superar pero de los más custodiados.
Esta vez los agentes estadounidenses lanzaron al menos una decena de bombas lacrimógenas para alejar al grupo. Uno de los artefactos impactó en la cabeza de un periodista hondureño que tuvo que recibir cuatro puntos de sutura. Rabiosos por esa nueva arremetida, algunos de ellos lanzaron piedras a los policías y se taparon el rostro para evitar represalias al regresar hacia el albergue. El Gobierno federal ha anunciado que reforzará la seguridad de esos puntos fronterizos, pero afirma que no desplegará al Ejército.
“Toca volverlo a intentar, pasar al otro lado como sea”
Los disturbios terminaron con la detención de 36 personas, 29 hombres y 7 mujeres, por alteración del orden público. El director de la Policía municipal, Mario Martínez, culpaba a la caravana por los altercados en declaraciones a este diario y negaba que hubiese daños físicos, pese a que hacía pocos minutos que el periodista hondureño pasaba cerca con la cabeza vendada y sangre en la camisa: “Afortunadamente no hubo ninguna persona lesionada a pesar del comportamiento violento que mantuvieron los centroamericanos. Se controló la situación. Se logró contener”. Todavía no hay información oficial del recuento de heridos, aunque fueron pocos y leves.
México asegura que deportará a los migrantes que han intentado cruzar el muro. “El Instituto Nacional de Migración (INM) va a actuar y proceder a la deportación inmediata de (estas) personas”, dijo en una entrevista televisiva el titular de la Secretaría de Gobernación (Segob), Alfonso Navarrete, en declaraciones recogidas por la Agencia Efe.
Por la tarde se respiraba una intranquila normalidad en el albergue. Los corrillos se dividían entre a quienes los disturbios habían envalentonado para tratar de entrar de nuevo a la fuerza –la mayoría jóvenes– y los que decían sentirse “engañados” por haber confiado en que la marcha iba a ser pacífica –muchas mujeres con niños y hombres adultos–.
“No íbamos a cruzar la frontera. Solo nos dijeron que iba a ser una marcha pacífica. Ya no voy a apoyar más marchas, nos tienen engañados, luego hacen lo que quieren”, se quejaba Adilez Menéndez, venida desde San Pedro Sula cargando a su hija de tres años. En efecto, la consigna de la protesta era cero violencia. Desde anteayer los migrantes prepararon pancartas con sábanas con banderas de sus países y lemas como “Trump We Hate You Too” o “No tener papeles no es un delito. No quita los derechos humanos” y muchas referencias a Dios.
La fe ha mantenido vivos los ánimos de esta caravana por su agotadora travesía. Por eso, la marcha arrancaba con una oración coral con un deseo. “Vamos a rezar para que las autoridades puedan dar pase libre al sueño americano. Vamos a dar gracias al padre celestial porque nos tiene hasta acá alentados y nos tiene en una lucha pacífica. Es una lucha pacífica”, insistía el orador por un megáfono media hora antes de producirse el intento de cruzar la frontera. Al frente, Roger, un niño de cinco años, sostenía una pancarta con la bandera de honduras que convencía al resto de madres que esa protesta iba a ser tranquila.
Los migrantes avanzaron el kilómetro hacia el puente azuzados por los mismos cánticos que entonaron al cruzar, tras choques con la Policía, la frontera de Guatemala hacia México en Suchiate, hace más de un mes: “¡Alerta, alerta, alerta al que camina. La lucha del migrante por América Latina!” y “¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué nos discriminan, si somos la esperanza de América Latina?”. Los puños en alto iban bajándose a medida que se acercaban al inesperado cordón de antidisturbios y el sol de las 10 de la mañana comenzaba a abrasar.
Los disturbios posteriores tampoco intimidaron a muchos de los jóvenes. “Pues toca volverlo a intentar, pasar al otro lado como sea. Porque la misión es cruzar a Estados Unidos. Tenemos que hacerle frente, pero pasar vamos a pasar”, sonríe Denis Guzmán junto a su grupo de amigos venidos de Santa Bárbara, Honduras.
Pocos esperaban una respuesta tan contundente por parte de las autoridades estadounidenses. “Fue como una amenaza para todos. Nosotros nos sentimos asombrados, humillados ante la ley del Estado americano, porque nunca esperábamos eso. Nosotros no traemos ni armas”, asegura el hondureño Emilio Hernández, de 43 años.
Incertidumbre sobre el futuro
Tras los incidentes, la caravana se sume en un desconcierto sin una hoja de ruta definida. La mayoría han rechazado pedir asilo en México, incluso adornadas con una posible oferta de trabajo que el Gobierno ha insistido en impulsar desde la capital azteca para convencer a los migrantes de quedarse y frenar así su avance.
La otra opción es 'brincar' el muro y entregarse, pero Estados Unidos apenas concedió asilo a un 10% de los centroamericanos que lo solicitaron el pasado año, así que la inmensa mayoría tiene escasas posibilidades de obtenerlo. Otra sería pagar entre seis y siete mil dólares a un coyote para entrar seguros sin ser atrapados. Y finalmente, aventurarse a atravesar el desierto durante varios días poniendo en riesgo sus vidas.
De momento, la espera se hace cada vez más angustiosa. Desde la llegada del resto de la caravana, el albergue acoge a unos 5.000 migrantes, de los más de 7.400 entre Tijuana y Mexicali. Ya no caben más tiendas en el estadio y muchos deben dormir afuera. Los baños se colapsan a menudo y deben hacer filas de más de una hora para recibir un plato de arroz con frijoles o un café.
Las necesidades del albergue rebasan a una ciudad desbordada ante la llegada de la caravana. Las autoridades locales insisten cada día con mayor vehemencia sobre “la necesidad de apoyo del Gobierno federal para que esto no se vuelva un caos”, como indicaba a este medio el gestor del recinto, Manuel Figueroa, el director municipal de Servicios Sociales.
Para iniciar el proceso de asilo en EEUU, la caravana debe ponerse a la cola de los 2.500 migrantes que ya se encontraban en Tijuana antes de su llegada y que llevaban al menos dos meses esperando para ingresar al país, unos plazos que podrían dilatarse por el volumen de la caravana.
Varios medios estadounidenses han publicado un posible acuerdo entre la Casa Blanca y el Gobierno mexicano entrante de Andrés Manuel López Obrador para tramitar esas peticiones de asilo para EEUU desde territorio mexicano y evitar así que los migrantes pisen suelo estadounidense. El proceso puede durar entre varias semanas hasta más de un año. Tijuana tiene poca capacidad para sostener a las miles de personas que han arribado en unas condiciones dignas para vivir durante tan largo periodo.
A ello se suma el rechazo de una parte de la población. La semana pasada se celebró una protesta contra los migrantes que mostró el punto más álgido de un creciente brote de xenofobia. “Tijuana es una ciudad de acogida –la mitad de la población es de origen migrante–, pero somos muy celosos del orden”, afirma Francisco Rueda, el secretario de gobierno de Baja California.
En cuanto los migrantes rompieron el cordón policial, Washington ordenó el cierre del paso fronterizo de vehículos, que se alargó seis horas. En los primeros momentos, la fila de automóviles llegaba a los tres kilómetros. El trasiego por el paso de San Ysidro, la frontera terrestre más transitada, es uno de los pilares para el comercio y el turismo local. Una decena de comerciantes agredió a varios migrantes con palos de madera y se teme que la crispación vaya en aumento.
Mientras, atardecía por el lado mexicano. En la calle del albergue se formaba como casi siempre una interminable fila de centenares de migrantes a la espera de recibir cualquier donación. Sus estiradas sombras se acercaban con timidez a Estados Unidos. Desde ahí se ve el muro. Se ve ondear burlona una bandera estadounidense. Tan cerca y tan lejos. Cruzar una carretera y un canal seco. Dos kilómetros por calles peatonales. Algunos pájaros se posan en los barrotes de la valla metálica y vuelan de un lado al otro. Para estos migrantes es imposible cruzar esa frontera a menos de veinte minutos a pie.