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TRIBUNA

Moria: ¿Y si fuésemos nosotras las refugiadas?

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Sujeto fuerte de la mano a Noor. Sí, la Noor que no soy yo. Aunque la sostengo como me suelo arropar a mí misma. Pienso en nuestras historias. En las líneas que nos llevaron a encontrarnos. Hay hermandades que se consolidan a pie de capital para hacerse familia. Intento visualizar qué podemos significar nosotras para las demás cuando contamos la reciprocidad que supone tenernos. La reivindicación de la amistad como resistencia.

Nosotras que vivimos y no sólo tratamos de sobrevivir de martes a domingo. Nosotras, que contamos con una mano que nos rescata porque no huimos de las bombas, porque no despertamos con miedo a perderlo todo. Nosotras que aún gozamos del derecho a amar, a reír e incluso a indignarnos. Nos uso para cuestionar en mi imaginario en quién nos convertimos, como Susan Sontag titularía este momento, ante el dolor de las demás. Ellas que podrían portar nuestro nombre. Ellas que tienen nuestro color de ojos o nuestra religión de nacimiento. Ellas que podríamos ser nosotras, lo que no es ni macabro ni imposible. Ser Noor es completamente diferente a kilómetros de donde nosotras hemos nacido.

Se suceden las imágenes de Anna Surinyach, que luego nos cuenta cómo fue grabar ahí, contar la vida desde Moria. Desde el más oscuro de los olvidos que hoy ejerce la humanidad. En Moria, creo y veo, se corrompe la infancia, se rompe una conciencia, se perpetúa la guerra. Una guerra, que aunque templada, en los lugares a los que la dignidad y los derechos nunca llegan, deja una huella que debería llenar de vergüenza a la llamada Europa democrática. El objetivo lo sujeta una mujer que ha traído una “Nur” al mundo; pocas veces he comprendido el anhelo de explicar el dolor ajeno como Anna lo muestra en su trabajo. Porque ver y mirar se conjugan en tiempos audiovisuales diferentes. 

Zohra, de ojos hundidos y tristes, relata su huida, la inunda la angustia. La misma que se lee en dobles rostros, el de la protagonista en los vídeos, y en la actriz que la interpreta. Marta Viera, que ofrece su rostro al dolor del papel que interpreta. Genera una confusión agridulce verla llevar el velo que la protagonista usaba en los mismos campamentos. El estampado une la pantalla y la voz de la actriz, lo que convierte la ficción en una realidad sostenida por lo material. “Ese velo viajó desde Lesbos”, le digo a Noor, que me responde con su acento andaluz.

Parezco una niña incrédula observando el dolor de una mujer que ha legado su hijab para que otra mujer pusiera cuerpo y voz al entramado de su vida. Zohra me hace augurar para ella una vida donde la memoria de una violación sexual le permita vivir en paz en algún tiempo que no creo será cercano. Porque ¿cuánta paz puede caber en el cuerpo de una mujer, después de años esperando en la incertidumbre un papel en el que ponga que eres humana? Marta logra realzar el sufrimiento resultante de una autoridad que en vez de proteger, abusa. 

Ruth Sánchez, trae desde las entrañas y una sonrisa melodramática a Douaa, que significa plegaria. ¿Cuántos rezos en nombre de la humanidad se ha arrodillado a hacer esta mujer? La misma que cocina con corazón y fuelle para sus hijos, para los vecinos, para fuera. Porque a las mujeres como ella les enseñaron a querer a través de dar, de ceder, de entregar a otros. Tanto es así que a veces se vacían por completo. Tanto las vacía su alrededor que dejan de echar de menos a quienes se alimentan de su generosidad. Su gorro, que también ha hecho kilómetros, me hace pensar ahora que se mantiene estático, pese a la hiperactividad que distingue a Douaa en el cuerpo de Ruth, en las prendas usadas para desaparecer. ¿De qué color tienen ambas el pelo? Como veréis, esta pregunta no sólo se la formulan mujeres europeas. Ruth deja de ser ella cada vez que encaja su cabello en el gorro de Douaa. Esconder que eres mujer, que tu feminidad existe, es una manera de sobrevivir en estos infiernos en los que violentar es una manera de perpetuar la discriminación y las jerarquías de poder.

¿Hasta cuándo?

Moria me sobrecoge, da bandazos limpios a mis miedos. Y da igual que me dedique a ello, me suscita la duda constante, la pregunta eterna. ¿Hasta cuándo? Yo, que me dedico a que ser refugiada vaya acompañado de la palabra dignidad, por primera vez en mucho tiempo veo la alternativa al proceso legal y sus consecuencias de manera gráfica. Imagino que todas las mujeres que no logre ayudar a conseguir un asilo que ampare sus derechos más básicos, lo intentarán de otra manera. Mi idealismo está lleno de realidad. Viéndolas angustiadas en esta interpretación teatral y audiovisual inaudita me pregunto, ¿cómo sería yo si fuese refugiada?

¿Sería capaz de prestar testimonio ante una cámara? ¿Mantendría el ímpetu de ayudar a otras como Zohra? ¿Creería en un futuro para los hijos que no tengo como Douaa? Nos miro a Noor y a mí pensando en lo que el idioma que compartimos nos ha dado, porque hablamos mucho de lo que duele en árabe. Zohra y Douaa, sin embargo, hablan a través de sus manos, de sus expresiones, de su poco inglés. Una afgana y una irakí pueden no compartir ni la misma confesión islámica, pero la barrera idiomática es también emocional. Me doy cuenta de que sólo unas cuantas reconocemos cuanta soledad hay en la diferencia.

Hoy, Moria, que no es más que la máxima ejemplificación de como la humanidad privilegiada ha abandonado la humanidad desfavorecida. Le digo a Anna que necesito ir con ella cuando vuelva. Soy la Noor que no es su hija que no deja de aprender de ella. La otra Noor que no soy yo, y que no es la hija de Anna, me sonríe cómplice, y la abrazo. Ahora es ella la que me sostiene. Como no sabremos si lograron hacer Douaa y Zohra a tiempo cada vez que lo necesitaron. Como no sabemos si todas las mujeres que se necesitan pueden cogerse de la mano a tiempo. Como si hoy, valorásemos ser las actrices de nuestras propias vidas, y poder contar nuestras historias. 

Moria, producida por Unahoramenos, se puede ver en el Teatro Fernan Gómez hasta el 14 de mayo.