Nasreen Sheikh solo se tomaba un descanso en el taller clandestino de Katmandú para el que trabajaba con solo 11 años. Todas las mañanas, se asomaba unos minutos a observar a los niños que iban al colegio. Entonces se preguntaba por qué no podía llevar sus uniformes y sus zapatos. Por qué, por ser una niña y venir de una familia sin recursos, no podía ir a la escuela como ellos. “Me gustaba observarlos, los veía felices”, recuerda.
Entonces, con ese pensamiento en la cabeza, volvía a la habitación de algo más de un metro cuadrado en la que confeccionaba camisetas durante 12 y 15 horas, dice, por no más de cinco euros al día. En ese habitáculo también comía y dormía. “No teníamos cama. Dormía sobre un montón de camisetas. Tampoco teníamos agua potable para beber ni cocina. Recuerdo respirar en todo momento el humo tóxico”, relata en una conversación con eldiario.es.
Hoy, la joven lidera varios proyectos con un objetivo: que las mujeres nepalíes más empobrecidas tengan unas condiciones laborales dignas que les permitan vivir sin depender de un hombre.
“He visto a mujeres suicidarse por falta de libertad”
Nasreen tiene 25 años. O eso cree. “En mi pueblo no registramos la fecha de los nacimientos ni de las muertes, así que no estoy segura”, dice. Es allí, en su pequeño pueblo, ubicado en la frontera con India, donde la joven empezó a ser desde muy pequeña consciente del “control que se ejercía” sobre las mujeres. “Es una sociedad completamente dominada por los hombres. Antes no había electricidad, ni coches, ni hospitales. Todas las mujeres daban a luz en sus casas”, explica.
“Me acuerdo de mi tío pegando a mi tía si cometía algún fallo. He visto cómo mujeres se han suicidado por no tener libertad”, añade. Nasreen enumera con indignación toda una lista de situaciones machistas de las que ha sido víctima o testigo, pero destaca dos. La primera, no haber podido ir al colegio. “Como nací niña, he recibido siempre un trato diferente”, esgrime. La segunda, el día en que sus padres concertaron el matrimonio de su hermana mayor, cuando esta tenía 12 años.
“Mi hermana luchó mucho. Decía que no quería casarse, que quería estudiar. A los 16 se casó con un desconocido. Tuvo un hijo, después otro. En total, cuatro. Y comenzó a perder poco a poco la confianza en sí misma. Dejó de hablar con la gente. Verla a ella fue muy triste para mí, también fue triste pensar que a mí me iba a ocurrir lo mismo”, sostiene.
Víctima de explotación laboral
Nasreen decidió abandonar su pueblo para visitar a un primo suyo que vivía en Katmandú. En la ciudad vino el cambio de mentalidad. Comenzó a cuestionarse lo que en el mundo rural era visto como “una vergüenza”: mujeres que trabajan, conducen o van al colegio. Entonces, empezó a trabajar en la misma fábrica textil que su primo para poder quedarse a vivir en la capital.
“Aprendí a coser rápidamente y trabajaba muy duro”, recuerda. “Hacía muchas camisetas para bebés y unas faldas preciosas. No sé exactamente adónde iban, creo que casi todas a Reino Unido. Ahora sé la empresa. Lo sé todo. Y es muy difícil verlo. Y triste. Son marcas muy caras, además”, asegura. Nasreen rechaza desvelar el nombre de la compañía. Se hace un silencio y su voz titubea. “No. Me impresiona mucho. Quizás algún día, cuando me sienta más fuerte. Primero quiero entender por qué lo hacen”, sentencia.
Un día, mientras miraba a los niños que iban a la escuela, un perro se le acercó. “Su dueño me dijo que no tuviera miedo. Fue la primera vez sentí que alguien me decía algo así con cariño. Así que le pregunté: 'Por favor, ¿puedes enseñarme?”. Conmovido, a los tres días, según Nasreen, él aceptó convertirse en su profesor. “Me llevó por primera vez a una librería y empezó a enseñarme entre una y tres horas al día”, recuerda. La joven, por aquella época, no sabía leer.
Un proyecto para empoderar a las mujeres pobres
Poco a poco, decidió que no quería volver a trabajar en la fábrica. ¿El punto de inflexión? “Uno de los jefes para los que trabajaba no me pagó. Cogió el dinero y se fue”. Empezó a confeccionar prendas junto a su primo y a venderlas, por su cuenta, a tiendas locales. Cada vez, explica, tenían más trabajo y necesitaban más manos. Fue, sin quererlo, el inicio de su proyecto Local Women's Handicraft.
“Veía a muchas mujeres pidiendo en la calle. Un día, una se me acercó para pedirme dinero. Mi madre solía decirme que pedir es un mal hábito así que le dije 'No puedo darte dinero, pero tengo mucho trabajo. Así que ¿por qué no vienes y trabajas conmigo?'. Comenzó a ganarse la vida, salió de la calle, consiguió ser libre”, relata. “Y yo me di cuenta de que quería trabajar con estas mujeres porque eran muy amables, trabajaban bien, querían cambiar y además, podía contribuir a disminuir la pobreza. Así que empecé a trabajar con una mujer, esa trajo a otra, y a otra y a otra”.
Y así decenas, desde 2008. Ahora tiene 35 compañeras. Aprenden costura, tejido, bordado, fabricación de joyas o patronaje. Y fabrican productos de manera artesanal con materiales naturales y reciclados que se venden en comercio justo. Nasreen se ha planteado la meta de formar a 10.000 mujeres para el año 2020.
Se trata de mujeres de los estratos sociales más bajos en un país aún regido por el sistema de castas. La mayoría, además, no ha recibido educación y algunas son supervivientes de violencia de género. En el taller de Local Women's trabaja Narayni Aryal, de 26 años. Narayni, según Nasreen, sufre epilepsia y está soltera. Su marido la abandonó después de que, tras un ataque epiléptico mientras cocinaba, se le quemara medio cuerpo.
“La conocí cuando estaba ayudando como voluntaria tras el terremoto de Nepal. Su casa se destruyó y pedía para medicinas. Se vino al centro. Aprendió en seis meses, gana 10.000 rupias al mes, todo el mundo la respeta y es independiente”, comenta la activista. “No solo se trata del dinero, se trata de poder tomar decisiones. Es una cuestión de dignidad. No depender de tu padre, tu hermano o tu marido”, añade.
A este proyecto se suma otro para escolarizar a niños que, como ella, son víctimas de explotación laboral y un nuevo centro que está casi finalizado y funcionará con energía solar y biogás. “Me gustaría construirlo en más puntos de Nepal y ayudar a más mujeres y niños”, señala.
“La gente piensa que estoy loca por no querer casarme”
Las críticas a su labor no se han hecho esperar. Las primeras vienen de su familia, que insisten en que debe seguir los mismos pasos que su hermana y contraer matrimonio. “Cuando tenía 18, mi madre, que no entiende por qué hago lo que hago, me dijo que ya no era una niña y que tenía que buscar un buen marido y casarme. Yo le pedí que me diera un par de años para finalizar mis estudios”.
Hace dos años concertaron su matrimonio. Ella tenía 23. “Les dije que no me iba a casar con un hombre que no conozco. Fue muy duro, lloré mucho y al principio no se lo contaba a nadie. Pensaba en ese hombre y solo podía llorar. Estaba muy asustada, ¿cómo me iba a ir a la casa de un hombre al que no conozco?. Me acordaba de mi hermana. El divorcio tampoco es posible”, recuerda.
Nasreem comenzó a contar su situación y recibió el apoyo de sus amigos, clave para negarse al matrimonio impuesto. “Tardé seis meses en decir que no y después tuve que esconderme, literalmente, porque en nuestra cultura todavía sigue habiendo crímenes de honor, es una cuestión de reputación de la familia. Fue muy duro. Cuando lo pienso, me resulta increíble haber escapado de eso”, sostiene. “Mi madre nunca ha besado a mi padre. Eso no es amor. Yo estoy trabajando para que haya más amor en el mundo. Y cuando me case, quiero sentir amor”, confiesa.
Sus padres, a día de hoy, siguen insistiendo en que debe casarse. Es, dicen, su deber como mujer. “La gente piensa que estoy loca, allá donde voy me infravaloran, no quieren que sus hijos me miren”, afirma. A las malas miradas y los comentarios se suma la incomprensión hacia su trabajo. “En Nepal solo el 0,1% de las mujeres son emprendedoras. Si caminas por Katmandú, casi todas las tiendas las llevan hombres. Hay mucho estigma y más si eres una mujer soltera y del mundo rural”, explica. “Piensan que es una locura. Además, están los problemas financieros y la falta de educación de las mujeres con las que trabajo, que muchas veces es un impedimento”, prosigue.
Pero, pese a todo, Nasreen no se amedrenta. Apunta a las estrellas. En sentido figurado, pero también en el literal. Quiere estudiar Astronomía. La pasión le viene desde que era pequeña, cuando observaba el cielo estrellado con la misma admiración que a los niños que podían ir a la escuela. Y promete que seguirá con su lucha. “Cada día, ser mujer en Nepal es un desafío. Cada nuevo paso, es una gran puerta que tengo que atravesar. Pero también hay muchas mujeres que logran cambiar sus vidas y me hacen creer que aquello por lo que lucho es real. Me dan esperanza y fuerza. La vida es muy corta y todo el mundo tiene derecho a vivirla. Y si oprimes a una mujer, oprimes a todas”, concluye.