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Los niños mineros de Camboya

Parece un juego pero dista mucho de serlo. Nhun y Bu no borran la sonrisa infantil de sus rostros mientras se los traga la tierra. Estos dos hermanos de 13 y 10 años de edad desaparecen en el interior de un estrecho pozo, excavado en el rojizo y húmedo suelo de la provincia camboyana de Ratanakiri. El agujero apenas tiene 70 centímetros de diámetro. Apoyando su espalda en una pared y los pies en la contraria, Bu, el más pequeño, apenas ha tardado 10 segundos en tocar fondo, doce metros más abajo. Nhun ha tenido que detenerse mucho antes, suspendido sobre el vacío, porque su vetusta linterna no funciona. Tras golpearla con fuerza repetidas veces, una tenue e insegura luz surge de la bombilla. Para él es más que suficiente por lo que no duda en reanudar el descenso siguiendo los pasos de su hermano.

Ellos son solo dos de los niños que trabajan en esta mina artesanal de gemas ubicada en una plantación de caucho próxima a la ciudad de Andong Meas. El paisaje que se ha generado en la zona es surrealista. Los árboles, perfectamente alineados, proyectan un mar de tupidas sombras sobre un terreno que parece haber sido arrasado por un ejército de topos gigantes.

«El dueño compró el terreno y plantó los árboles para producir caucho. Fue después cuando se enteró de que podía haber gemas en el subsuelo». Quien habla es Keo, uno de los mineros adultos que se gana la vida con este duro y peligroso trabajo. Con el rostro, las manos y toda la ropa embarrada, explica los motivos que le empujan a jugarse cada día la vida: «Trabajo en el campo pero con lo que gano apenas puedo dar de comer a mi familia. Por eso vengo aquí cada vez que puedo. Ya llevo dos años haciéndolo y aún no he tenido suerte. La mejor gema que he encontrado valía menos de 100 dólares».

Keo y el resto de sus compañeros están obligados a vender cada piedra que encuentran al dueño de la plantación. Es una especie de contrato no firmado. El terrateniente les permite excavar y, a cambio, obtiene grandes beneficios revendiendo las gemas al triple del precio que ha pagado a los mineros. «Muchos días no encuentro nada –añade Keo–. Otros consigo algunas gemas pequeñas por las que saco 4 o 5 dólares».

Un trabajo extenuante y peligroso

Para llegar hasta el botín, los mineros tienen que cavar el agujero con sus propias manos, armados tan solo con un palo de hierro. Según van perforando el terreno, otro compañero extrae la arena valiéndose de un cesto y una polea. El objetivo es alcanzar los doce metros, la profundidad a la que se encuentran las gemas. Entonces llega el momento más delicado y peligroso: excavar túneles de un metro de largo, alrededor del fondo del pozo, en busca del preciado tesoro. El terreno arcilloso está siempre húmedo por las frecuentes lluvias que lo hacen aún más inestable. «No tengo miedo. Es cierto que, de cuando en cuando, algún compañero muere sepultado. Sé que ese riesgo existe pero hay otros trabajos que también son peligrosos».

Hace 24 horas que no llueve y, por eso, la actividad es frenética en la mina. Entre los mineros encontramos vietnamitas, jemeres y miembros de la minoría étnica taupon. En un solo día, si no surgen problemas, cada hombre cava su pozo y completa la búsqueda. Lo peor comienza a partir de los cinco metros de profundidad; en ese momento el aire se empieza a viciar lo que, unido al calor, dificulta aún más el enorme esfuerzo físico que requiere la obra. El único método de ventilación consiste en arrojar desde la superficie un poco de arena que, según dicen, arrastra algo de oxígeno extra hasta la zona de trabajo. Las dificultades respiratorias, en cualquier caso, no están entre las principales preocupaciones de los mineros. Frecuentemente, un espeso humo blanco surge de alguno de los pozos. Nadie se inquieta, no ocurre nada grave; simplemente alguien ha decidido tomarse un descanso y fumar un cigarrillo a doce metros de profundidad.

En este gueto de hombres rudos, los niños juegan un papel especial: «Nuestro trabajo consiste en limpiar de raíces y arena los agujeros» afirma Nhun. Los pequeños ejercen como ayudantes, cumpliendo los encargos que les hacen los mineros: bajar agua y utensilios de trabajo, limpiar las zonas más estrechas donde la corpulencia de los mayores dificulta sus movimientos... Sin embargo lo que más les gusta a los dos hermanos es inspeccionar por su cuenta los pozos abandonados para rebuscar entre la arena e intentar encontrar alguna gema perdida. «Comencé a trabajar en esto hace tres años, cuando acababa de cumplir los diez. Nadie me enseñó a hacerlo. Simplemente comencé a venir con mi padre y aprendí viendo lo que hacían los demás», añade Nhun ante la atenta y risueña mirada de su hermano.

Al atardecer, Keo, Nhun y Bu dan por terminado su trabajo de hoy. Ha sido un mal día; no han encontrado absolutamente nada. Mañana quizás tengan más suerte y puedan ganar algunos dólares. «¿Qué haríais si consiguierais mucho dinero?», les pregunto. Keo, con su mente adulta, medita unos instantes y responde: «No lo sé, pero creo que algún día encontraré una gema de 1.000 dólares y seré feliz». Nhun, sin embargo, no tarda ni un segundo en contestar: «Estudiar. Si consiguiera reunir dinero, podría estudiar».