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Una noche en “la jungla de Calais”

En el campamento de emigrantes y refugiados de Calais malviven más de 7.000 personas que huyen de la guerra y el hambre. Entre charcos de lodo, chabolas de plástico y basura, sus habitantes aguardan la noche para intentar colarse en algún tren o camión con destino a Reino Unido,a treinta kilómetros al otro lado del Canal de la Mancha. Allí les espera un familiar o un amigo y la esperanza de tener una vida digna.

eldiario.es llega al campamento una noche en que el viento y la lluvia parecen dar tregua, no así el frío húmedo de esta región costera. Nos acercamos a las dos siluetas que se divisan bajo la luz de unas farolas: Sehia y Lifti son dos jóvenes procedentes de Darfur, Sudán. La guerra carcome su tierra desde hace trece años y es por eso que están aquí.

Sacos, mantas o la propia tierra

En el corazón del campo de refugiados y emigrantes de Calais no hay más luz que la de la luna llena, que permite sortear las zonas más fangosas del trayecto. Es inevitable preguntarse cómo hacen los mutilados para moverse por aquí. En el interior de una casa construida con palos y lonas un grupo de sudaneses se concentra en torno a una pequeña hoguera. Toman café con jengibre y un plato de arroz blanco. La hospitalidad es un valor sagrado para ellos: “Siéntete como en tu casa”, dicen al invitado europeo.

Todos tienen los ojos muy rojos y sonoras congestiones nasales debido al humo de la madera húmeda con que calientan la estancia. Sufren a diario el maltrato de los gobiernos y las instituciones europeas, pero no dudan en brindar su ayuda al europeo que la pide. Aquí la gente duerme en sacos, sobre mantas o directamente la tierra húmeda.

Es casi la una de la madrugada pero las voces y el crepitar de los fuegos rompen el silencio de la noche. Un vecino libio cuenta que por culpa de los traumas de guerra y las secuelas psicológicas del viaje, la mayor parte de sus compatriotas tienen problemas para conciliar el sueño.

La historia de Sehia

Sehia habla también de los recuerdos que le impiden dormir. Este joven de veinte años huyó de Darfur cuando guerrilleros leales a Omar al Bashir mataron a todos los miembros de su familia, excepto su madre y su hermano pequeño. Sehia deambuló por el desierto varias semanas hasta que un hombre lo encontró y le propuso conducir su coche.

Así llegó a Chad, donde trabajó en una mina de oro hasta que decidió reanudar su camino hacia Europa. Al partir su jefe se negó a pagarle los tres meses en la mina y amenazó con dispararle si no se iba – “guardé una pepita de oro”, dice Sehia para matar la indignación que le trae este recuerdo.

En Libia pagó a unos mafiosos –pasantes les llaman aquí- para embarcar en un pequeño bote de plástico junto a otras cien personas. Naufragaron durante dos días debido a una grieta en el suelo de la embarcación hasta que pudieron volver a la costa libia, donde los tratantes se negaron a devolverles el dinero.Varios pasajeros murieron y otros tantos perdieron la cabeza, cuenta Sehia, quien consiguió llegar a Lampedusa en el segundo intento. Siete meses después de salir de casa llegó a este campamento, donde vive desde hace tres meses.

Hay familias enteras que viven en esta llamada “jungla de Calais” desde hace un año y que siguen intentando llegar a suelo británico. Sehia ya lo ha intentado once veces. Quiere llegar a Manchester y reunirse con su hermano de 16 años, tal y como le prometió a su madre.

La última vez que probó suerte fue el sábado pasado cuando, tras una manifestación solidaria con los refugiados, un centenar de ellos logró subir a bordo de un ferry. Con la ayuda de perros, la policía encontró a los polizones y los expulsó a golpes.

Bashar, un kurdo de Cobane y amigo de Sehia, también estaba entre los que se colaron. Dice estar harto de intentarlo y le ha pedido a su hermano, residente en Birmingham, que reúna las seis mil libras que cobran los pasantes por buscar camiones con destino a Reino Unido y cerrar las puertas cuando estén adentro.

Contenedores a cambio de huellas

El camino a la calle comercial flanquea una zona vallada e iluminada custodiada por guardias con perros. En el interior hay varias decenas de contenedores blancos. La imagen recuerda a una escena de La lista de Schindler. El recinto es un nuevo campamento construido con fondos públicos para alojar a los desplazados que desde mediados de enero son expulsados de las chabolas cercanas a la autopista.

Para disfrutar de la limpieza y seguridad de las nuevas instalaciones es obligatorio registrar las huellas dactilares, una marca que más tarde emplean las autoridades británicas para devolver a Francia a quienes logran cruzar el Canal de la Mancha. La práctica también funciona en sentido contrario: el hermano de Sehia no puede ir a Francia porque le tomaron las huellas en Inglaterra.

El mercado del campamento es una calle plagada de generadores de electricidad en la que hay pequeñas tiendas, salones de té e incluso alguna peluquería. Los afganos, algunos en posesión de la ciudadanía europea, regentan la mayor parte de los negocios aquí.

Varios refugiados aseguran que, ante las amenazas de cierre lanzadas por la policía, algunos comerciantes ofrecen dinero a quienes reciben con piedras a los agentes. Muchos habitantes del campamento temen que el poder incendiario de una minoría siga extendiendo el odio contra ellos, una mancha difícil de borrar.

Una vieja televisión preside el local en el que decenas de hombres toman té y fuman sentados en tablas a un metro del suelo, al estilo afgano. Parece que han aparcado sus traumas en la calle para poder reír con la película de Bollywood que aparece en pantalla. Apenas se ven mujeres y niños durante la noche.

Un kuwaití llamado Samir cuenta que su mujer y sus tres hijos están en Londres, pero la embajada británica no tramita su caso a pesar de que hace ya tres años presentó el certificado de matrimonio. Samir, un tipo grande y alto, se emociona mientras muestra la foto de su hijo pequeño, que pronto cumplirá tres años sin conocer a su padre. En la tele han puesto Mad Max, una película de ficción y acción. Un coche explota mientras recorre el desierto a toda velocidad. Sehia dice que esa escena le recuerda a Sudán.

Ratas, sarampión y sarna

La “jungla de Calais” empezó a crecer cuando la policía desmanteló otros campamentos cerca del Eurotúnel y el puerto. Gracias a la labor de asociaciones, voluntarios y emigrantes que vuelven para ayudar tras obtener el permiso de residencia, el campamento cuenta con un centro de vacunación, una iglesia, una mezquita y hasta una carpa donde pinchan música. Sin embargo, la higiene brilla por su ausencia y al caer la noche las ratas se apoderan del campamento. Ya ha habido varios brotes de sarampión, sarna y otras enfermedades, y ahora los voluntarios no dan abasto con las vacunas contra la gripe.

La luz de las sirenas marca el final de las chabolas y tiendas de campaña y el principio del mundo urbano, concretamente la autopista. Desde agosto de 2015 el gobierno mantiene desplegados a 1.300 policías en Calais, una medida que agrada a los locales, entre quienes el Frente Nacional es cada vez más popular.

Sehia llega a un conjunto de chabolas pintadas de colores y escoltadas por una gran pirámide de latas. En la entrada un cartel reza “Todo el mundo es bienvenido”. Dentro un grupo de senegaleses ha construido un taller para reparar bicicletas y una escuela de francés con los muros repletos de frases esenciales para el día a día.

A las tres de la madrugada muchos desplazados siguen matando el tiempo frente al fuego. El viento cobra fuerza y cala un frío húmedo. De vuelta en la chabola de los sudaneses, hablan de sueños futuros y de idiomas -todos los presentes hablan cinco lenguas, incluido el árabe y el inglés. Preguntan por Florentino Pérez y dicen que sería increíble que Messi, Cristiano Ronaldo, Casillas y Piqué –en ese orden- fueran allí a jugar un partido.

Pronto la conversación deriva en temas de geopolítica, una materia que dominan varios de los presentes. Sami, sudanés que lleva diez meses aquí, es consciente de que el gobierno francés exige un juicio internacional contra Omar al Bashir, el tirano que gobierna Sudán desde 1989, al mismo tiempo que vende armas a Arabia Saudí, principal patrocinador del dictador sudanés.

El viento del Atlántico golpea las paredes de tela y maltrata un pedazo de madera que hace de puerta en la barraca. Por fin el cansancio parece vencer al frío, cuando unas voces en árabe y sirenas de la policía irrumpen en el silencio de la noche. En este campamento están acostumbrados a los gritos en plena madrugada de quienes han sido sorprendidos por los agentes mientras cruzaban la autopista hacia el puerto.

El día comienza en la jungla con caras sonrientes porque el cielo no amenaza con lluvia. Sehia se despierta el primero porque le toca limpiar los platos y preparar el único almuerzo que hacen al día. Entre todos han conseguido unos paquetes de pasta, algunas verduras y huesos de pollo.

Esta noche muchos refugiados y emigrantes volverán a jugarse la vida para llegar a Reino Unido mientras los gobernantes europeos duermen tranquilos creyendo que pueden construir muros más altos que el anhelo de paz de quienes huyen de la guerra y el hambre. No se dan cuenta de que Sehia no desistirá hasta abrazar a su hermano. Se lo ha prometido a su madre.