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“He visto a compañeros lanzarse al agua porque no querían ser devueltos a Libia”

Piel de ébano. Rostro serio. Mirada triste y vacía. Sus ojos almendrados miran al infinito. Permanece cabizbajo y en absoluto silencio. Se siente incómodo y fuera de lugar. Juguetea con sus dedos espigados mientras el reloj devora unos segundos que parecen eternos. Acaba de ser rescatado del mar Mediterráneo que ya se ha tragado 593 vidas este año, según Acnur.

Se llama Mamadee Kamara. Sólo tiene 18 años pero su mirada es la de un anciano; la de alguien que ha visto y vivido cosas que ningún ser humano debería de haber experimentado, la de una víctima pero también la de un superviviente. Su timidez, esconde una historia de torturas, violencia y humillaciones.

El silencio que le rodea es envolvente y pesado. Todos los que están sentados a su alrededor le observan con gesto triste pero ninguno se atreve a hablar. No hace falta. Todos han pasado por lo mismo que el joven guineano. Lo han sufrido en carne propia y lo único que quieren es olvidar lo antes posible la pesadilla que han vivido.

“Le ataron los pies y lo colgaron del techo. Cinco libios, provistos de estacas de madera, lo rodearon. Le pidieron que llamara a su familia en Guinea y cuando respondió su madre comenzaron a golpearle todo el cuerpo. Su madre escuchaba los llantos y los golpes. Uno de ellos le dijo que tenían a su hijo secuestrado y que su libertad costaba 200 euros. Pero la familia de mi amigo es pobre y no pudo afrontar el pago”, afirma haciendo una larga pausa que parece eterna hasta que, por fin, la rompe con contundencia.

“Mi amigo está muerto”, dice avergonzándose de sí mismo porque, aunque no lo dice, sabe que si está vivo es porque su familia sí que pudo reunir los 200 euros exigidos para comprar su libertad. El silencio vuelve.

“Prefiero morir en el agua a regresar a Libia”, responde al fin. Las palabras salen de manera atropellada de su boca. “No quiero volver allí nunca más”, reitera de nuevo, por si no había quedado claro la primera vez. 

Torturas y muerte en las cárceles

“Perdí a dos de mis mejores amigos en una cárcel libia. Les dispararon en el pecho cuando trataban de huir después de abrir un hueco entre los barrotes de su celda. Murieron en mis brazos”, añade Lami, sumándose a la conversación y dejando a Mamadee sumido en sus pensamientos y atormentado por sus fantasmas.

Este joven gambiano, de 24 años, estuvo secuestrado más de cinco meses en Libia. En ese tiempo pasó por tres cárceles hasta que sus familiares pudieron reunir los 300 euros que le devolvieran la libertad. En ese tiempo sus ojos fueron testigos de múltiples atrocidades. “Te pegan, te torturan y, si tratas de escapar, te disparan. Los libios odian a los negros y nos tratan peor que a animales. Había quien llevaba meses allí encerrado esperando a que alguien pagase por ellos. En Libia si tienes dinero eres un hombre libre”, denuncia Lami. Advierte que si regresa a Libia se quitará la vida.

“No volveré a pasar por aquello. He visto cómo rociaban con gasolina a algunos presos y luego les prendían fuego. En las cárceles mueren subsaharianos todos los días”.

Las historias de horror se repiten como si fuera un bucle macabro. Quien más y quien menos ha sido torturado o golpeado por las mafias. “Libia es el infierno para el África negra”, apunta Gibriselle quien también pasó su particular calvario por una cárcel en Libia. “Te dan un trozo de pan por la mañana y un vaso de agua. Te golpean simplemente por diversión. Yo estuve un día inconsciente después de que me golpeasen en la cabeza. Lo único que hice fue preguntarles si podía ir al baño”, denuncia.

Libia: la ruta hacia Europa

Desde el derrocamiento de Muamar el Gadafi, en octubre de 2011, Libia se ha convertido en un vergel para los traficantes de seres humanos. El país africano reúne las condiciones propicias para que este negocio –que en 2015 dio un rédito de 4.000 millones de euros, según Frontex– esté en alza. Un gobierno débil e inestable. Facciones tribales que luchan por el poder, presencia de grupos afines al autoproclamado Estado Islámico…

A este cóctel, ya de por sí jugoso para las mafias, hay que añadir el acuerdo firmado hace justo un año entre la Unión Europea (UE) y Turquía, por el que todos los migrantes y refugiados que lleguen a Grecia serán devueltos al país otomano. Esto ha convertido la ruta Libia-Italia en una de las pocas vías viables de los migrantes para alcanzar suelo europeo.

Este trayecto, de apenas 300 kilómetros, es el más peligroso y mortífero de cuantos llevan al viejo continente. Las muertes han aumentado un 36% en el último año pero ni siquiera esto frena el flujo. En 2015, 154.000 personas cruzaron el Mediterráneo Central desde Libia mientras que en 2016 la cifra ascendió a 181.436.

Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en los dos primeros meses de 2017 el número se ha elevado un 40% respecto a años anteriores y advierte que en Libia hay entre 700.000 y un millón de personas esperando para cruzar.

El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) recuerda que hay una entre 23 posibilidades de morir tratando de cruzar el Mediterráneo Central.

La UE ha anunciado su intención de prorrogar un año la Operación Sophia, que tiene como objetivo acabar con el tráfico de personas en el Mediterráneo y formar a la guardia costera libia, mejorando su operatividad y su implicación en la lucha contra la inmigración.

Desde la entrada en vigor de esta operación, en 2015, sólo han sido interceptadas 100 pateras. “Los guardacostas libios trabajan para las mafias. Los botes que interceptan los remolcan hasta la playa y una vez allí nos dejan en manos de las mafias para que nos vuelvan a encarcelar”, denuncia Lami quien vio cómo una patrullera frustraba su primer intento de llegar a Europa. “He visto a compañeros de embarcación lanzarse al agua, desesperados. No querían volver a la cárcel”.

“Estuvimos varios días encerrados en una casa”

Las mafias han comenzado a diversificar su negocio. Ya no sólo ofrecen plazas en las pateras sino que ahora ofertan viajes 'organizados' a los migrantes desde sus países de origen por precios que oscilan entre los 2.000 y 2.500 euros.

“Salimos de Guinea Conakry 200 personas repartidas en dos autobuses. Cruzamos Malí, Burkina Faso y Níger antes de llegar a Libia. Una vez allí, estuvimos varios días encerrados en una casa hasta el día de la partida”, afirma Abraham Yalu, de 17 años, quien viaja a Europa con la esperanza de que algún club europeo le fiche como delantero centro.

Contratar este tipo de viajes garantiza a los migrantes dos cosas: un mejor lugar en las barcas y no acabar en una cárcel libia. “A nosotros no nos detuvieron ni nos hicieron absolutamente nada porque habíamos contratado el viaje directamente con la mafia”, añade el joven.

El color de piel también influye a la hora de cruzar el Mediterráneo Central. Mientras que los negros son relegados a las cubiertas más bajas de los barcos de madera –donde son encerrados con candados para impedir que puedan subir a las cubiertas superiores– los afganos, paquistaníes, sirios, libios, magrebíes o bangladesíes tienen un estatus superior y reciben un trato preferencial.

“A alguno de nosotros nos dieron una suerte de chaleco salvavidas. En ningún momento fuimos golpeados ni tampoco sufrimos el robo de nuestras pertenencias”, relata Tayssir Al-Kojak, periodista sirio que navegaba a la deriva junto con otras 55 personas cuando fue rescatado por un equipo de la ONG española ProActiva Open Arms.

Un viaje de mentiras y engaños

Los traficantes suelen aprovechar la noche para embarcar a los migrantes, quienes son conducidos hasta las playas en contenedores o con los ojos vendados para impedirles ubicar los puntos de partida de las pateras. La mayoría de las salidas de la ruta Libia-Italia se producen en las ciudades costeras de Zuwara –Amnistía Internacional la considera el reino de las mafias–, Sabratá y Garabulli.

Una vez allí, los migrantes vuelven a sufrir robos –si es que aún conservan alguna pertenencia– y son golpeados con látigos, cinturones o con las culatas de los rifles para aligerar el embarque antes de lanzarlos al mar sin comida ni agua, sin chalecos salvavidas– muchos de ellos no saben nadar– y con sólo un par de bidones de gasolina.

Los migrantes, en su sueño por llegar a las costas europeas, se fían de la palabra de los traficantes sin poner en duda las instrucciones. “Nos dijeron que la costa italiana estaba a menos de cinco horas de navegación”, denuncia Omar Darami, quien pagó cerca de 400 euros por un sitio en un bote hinchable de goma en el que viajaba junto a otras 150 personas entre ellos varias mujeres y niños.

Pero la realidad es que los motores de las embarcaciones tienen una potencia que no supera los 40 caballos y navegan a cuatro nudos, por lo que tardarían cerca de una semana en recorrer los 300 kilómetros que separan las dos orillas del Mediterráneo. Muchos de los migrantes, como es el caso de Omar, piensan que están cruzando un río y se sorprenden al descubrir que, en realidad, están cruzando el mar.

“A las cuatro horas de viaje se acabó el combustible y navegábamos a la deriva cuando nos rescataron (la ONG ProActiva). Pensamos que íbamos a morir todos. Nadie nos había dicho en qué consistía realmente el viaje. De haberlo sabido, la verdad jamás hubiese escogido esta ruta para cruzar porque es un suicidio”, se sincera este guineano.

Estos migrantes han conseguido salvar su vida y llegar a Europa pero hay muchos Omar, Lami, Tayysir, Abraham o Mamadee que cada día juegan a la ruleta rusa subiéndose a un bote sin saber nadar con la esperanza de alcanzar un sueño.