Hace justo un año, la noche del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa (pequeña localidad del estado de Guerrero, uno de los más pobres y violentos de México), se dirigía a DF en cinco autobuses para participar en las manifestaciones conmemorativas de la masacre de Tlatelolco. Ninguno de ellos sabía que aquella noche, en su paso por el pueblo de Iguala, iban a ser secuestrados, torturados y quemados por los narcos aliados de la policía local y las autoridades.
Un año después de los hechos, el escándalo internacional sigue sacudiendo al país, el impacto mediático continúa y la indignación de la sociedad civil y las ONG se sostiene gracias a la insistencia de los familiares. Después de cientos de detenciones, pruebas contradictorias y espesos informes periciales, la fiscalía (Procuraduría General de la República, PGR) aseguró que los estudiantes fueron detenidos por la policía local, entregados al cartel de los Guerreros Unidos e incinerados en el basurero de Cocula, municipio colindante a Iguala.
El Gobierno tenía prisa por dar carpetazo al asunto, pero no pudo: aún hoy los interrogantes se mantienen y la responsabilidad final de ese sadismo atroz y desproporcionado sigue flotando en el cielo mexicano impregnándolo de miedo y nubes negras. Y lo peor: los desaparecidos siguen sin aparecer: a día de hoy, de los 43 normalistas solo dos han sido identificados.
La CIDH contradice la versión oficial
Al descrédito generalizado del pueblo mexicano se le acaba de sumar otro aliado: la Comisión Interamericana de derechos Humanos (CIDH). A veinte días del primer aniversario de la desaparición de los 43, la investigación de los expertos ha cuestionado la versión oficial de las autoridades con un informe en el que alegan que los jóvenes no pudieron ser incinerados en el basurero de Cocula, tal y como afirmó la PGR. De confirmarse este punto, las sospechas de que el Gobierno trata de ocultar su responsabilidad directa o indirecta crecerán sin parar.
El informe del perito en incendios José Torero (con experiencia en el caso de las Torres Gemelas de Nueva York) planteó que en el lugar no hay pruebas de que se haya quemado ni un solo cuerpo. Los investigadores, bajo el mandato de la CIDH (órgano perteneciente a la Organización de los Estados Americanos, OEA), aseguran que para cremar 43 cuerpos hubiera sido necesario usar unas 30 toneladas de madera, 13 de neumáticos y unas 60 horas de combustión. Nada de esto coincide con el testimonio de los inculpados, que afirman que la hoguera se preparó esa misma noche y duró de 10 a 15 horas, ni con la versión oficial elaborada con casi quinientos informes periciales y más de trescientas declaraciones, ni con las conclusiones aprobadas por otros científicos de rango internacional que apoyan la versión gubernamental. ¿Quién miente? ¿Quién está equivocado?
La conclusión de la CIDH, de confirmarse, será un polvorín que se sumará a la larga lista de errores, mentiras, contradicciones y ocultamientos llevados a cabo por las autoridades mexicanas. Los padres de los 43 apoyan la hipótesis de que no pudieron ser incinerados en Cocula para refutar la versión oficial y continuar la búsqueda de los normalistas desaparecidos. A pesar de la confrontación, la postura del Gobierno es evitar el conflicto: Peña Nieto se ha reunido con los padres y ha anunciado que permitirá que el experto de la CIDH haga un nuevo peritaje en el basurero.
El quinto autobús
El reciente informe de la OEA también ha subrayado una nueva pista, referente a un quinto autobús en el que viajaban más normalistas junto a un alijo de droga escondido. Los documentos que detallan la fatídica noche del 26 de septiembre aseguran que “los estudiantes desaparecidos” marchaban en cuatro autobuses en dirección al DF. En realidad había un quinto autobús que fue detenido y desalojado, pero no atacado. Los normalistas que había dentro huyeron corriendo por los cerros aledaños y el vehículo fue ignorado por el informe oficial.
Los expertos de la OEA sospechan que ese quinto autobús cargaba heroína perteneciente a los narcotraficantes de la zona (los Guerreros Unidos, intrínsecamente ligados al alcalde de Iguala, José Luis Abarca y a su esposa) y destinada al mercado negro de los Estados Unidos. Los narcos, acostumbrados a enviar alijos escondidos en buses, no podían permitir que esos vehículos llegaran a la capital. Todo ello, unido a la declarada enemistad de los normalistas (maestros rurales de tradición marxista y revolucionaria) con el alcalde de Iguala y su esposa, llevó a Abarca a tomar la peor decisión de su vida: entregar a los estudiantes a los narcos.
Alejandro Páez Varela, periodista y director del diario SinEmbargo, considera que la verdad histórica pregonada por el procurador Jesús Murillo Karam, “acomodando evidencia, escondiendo alguna y abandonando otra”, es una farsa:
“Si México no es una dictadura impuesta por una élite que simula una democracia mientras se reparte la riqueza nacional; si México no es un proyecto privado de unos cuantos abusones que roban y mienten y matan o desaparecen si es necesario para mantener su status quo; si este país no es el de unos cuantos a los que les pagamos, con nuestro bolsillo, hasta sus putas vacaciones en helicóptero oficial, ¿por qué entonces unos cuantos ocultan la información que corresponde a TODOS los mexicanos?”.
El periodista acierta en su percepción. Según encuestas recientes, el 77% de los mexicanos considera que las autoridades federales de México fueron cómplices, de una forma o de otra, en la desaparición de los 43. El Gobierno del PRI (Partido Revolucionario Institucional) lo niega y se muestra proactivo en las investigaciones que hasta ahora solo han demostrado la complicidad de las autoridades locales de Guerrero, pertenecientes al izquierdista PRD (Partido de la Revolución Democrática) con los narcos locales. Ello plantea también el problema de la simbiosis del crimen organizado en el seno de la política local mexicana. ¿Cuántos alcaldes o Gobernadores son aliados o trabajan con el narco? ¿Se puede hacer algo contra ellos?
“No sólo se puede, sino que se debe”, contesta el periodista Sergio González Rodríguez, experto en crimen organizado y autor del libro Los 43 de Iguala (Anagrama). “Es obligación del Gobierno de acuerdo con los principios constitucionales. Dejemos a un lado la idea oficialista de que la presencia del crimen organizado en México es un fenómeno esporádico y excepcional: infesta a las instituciones burocráticas y políticas, al sistema bancario y financiero y muchas otras cosas más”.
Después del último año la corrupción del país queda al desnudo, pero el Gobierno de Enrique Peña Nieto no parece darse por aludido ni responsabilizarse de la descomposición política y democrática.
Más feminicidios y periodistas asesinados
Desde la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, las manifestaciones nacionales e internacionales no han cesado. La gota que colmaba el vaso de la indignación en México parece haberse derramado al fin. Las protestas se han traducido en un descrédito total por la política. Y sin embargo los sucesos violentos, la impunidad, los desaparecidos, los feminicidios y los periodistas asesinados no paran de crecer ante la incredulidad de los ciudadanos.
El pasado 31 de julio otro crimen de probable raigambre política estremeció a la población mexicana. El periodista Rubén Espinosa y la activista Nadia Vera fueron salvajemente torturados y asesinados junto a otras tres mujeres en la céntrica colonia Narvarte, en pleno México DF. Espinosa, de 31 años, había huido de Veracruz, donde había recibido amenazas de muerte por sus críticas al gobernador Javier Duarte (había publicado una foto en el famoso semanario Proceso en la que el político aparece obeso y amenazante). El multi homicidio es a la vez un feminicidio y un posible asesinato político. Y al igual que en el caso Iguala, nadie se ha responsabilizado.
A más de dos meses del terrible asesinato han sido detenidas tres personas, pero las autoridades no han aclarado nada. Las informaciones oficiales señalan que los asesinos buscaban una maleta llena de droga que portaba una de las chicas que acompañaban al periodista. De nuevo una pista extraña y de dudosa veracidad, una coartada que evita que el crimen sea definido como asesinato político y que permite al presidente del Gobierno (y al mismísimo Javier Duarte, gobernador del estado en el que 15 periodistas han sido asesinados desde 2012), lavarse las manos y seguir como si nada hubiera ocurrido.
Otro crimen que, unido a la vergonzante fuga del Chapo Guzmán y a los escándalos de corrupción y tráfico de influencias en los que está inmerso el presidente Enrique Peña Nieto, pone en evidencia la impunidad y la incapacidad de la justicia mexicana para castigar los crímenes y detener a los responsables.
Una democracia simulada
El pasado 28 de agosto, un gráfico elaborado por el organismo The Economist Inteligent Unit y reproducido en el diario El País valoraba la “calidad de las democracias” en América latina. El mismo distinguía entre democracias plenas (solo Uruguay y Costa Rica), democracias imperfectas (la mayoría de los países), regímenes híbridos (los izquierdistas Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua…) y regímenes autoritarios (Cuba y Haití). Sorprendentemente México era calificado como una “democracia imperfecta” donde según el informe, las libertades básicas se respetan pese a ciertos problemas de gobernanza.
¿Por qué los grandes medios y los organismos internacionales son tibios con respecto al desastre mexicano? Parecen pasar por alto que en el país se cometen algunos de los crímenes más atroces de Latinoamérica. ¿Ignoran que hay más de 100.000 desaparecidos forzosos según la ONG Fundación para la Justicia y el Desarrollo Democrático? ¿Ignoran el continuo asesinato de periodistas (más de un centenar desde el año 2.000) que ha convertido a México en uno de los países más peligrosos para desempeñar este oficio? ¿Ignoran el imparable ascenso de los feminicidios (con 3.892 asesinatos en solo dos años, 2012 y 2013)? ¿Ignoran también la impunidad generalizada (solo un 1´6% de los casos tienen sentencia, según el Observatorio Ciudadano Nacional de Feminicidios) que permite que estos crímenes sigan cometiéndose?
Sergio González Rodríguez concluye: “Hay algo peor que una democracia imperfecta: la que simula serlo y poco tiene de democracia sustancial”.
El pasado 15 de septiembre, día del orgullo patrio en el que se conmemora “el grito” del héroe independentista Miguel Hidalgo contra los españoles, hubo poco que celebrar. Omar García, uno de los supervivientes del ataque a los normalistas en Iguala, hizo un sincero llamado a la sociedad mexicana:
“México no vive, México está muriendo. ¿Cómo vamos a hacer un grito este 15 de septiembre diciendo que tenemos independencia? ¿Independencia de qué? ¿Cómo vamos a decir que vive México? Eso no es posible”.
Hace justo un año, en su camino hacia la plaza de Tlatelolco, ninguno de los normalistas podía imaginar que ellos mismos se convertirían en el símbolo de la lucha y la indignación mexicana. Ninguno podía adivinar que el nombre de Ayotzinapa estaba destinado a convertirse en un análogo histórico de Tlatelolco, considerada la mayor matanza de estudiantes del siglo XX mexicano. Ayotzinapa y Tlatelolco ya son dos nombres grabados a sangre y fuego en la bandera mexicana. Dos sinónimos de lucha, pero también impunidad, de represión y de horror.