En paralelo a las manifestaciones de Santiago, donde tanto ciudadanos pacíficos como algunos más radicales protestan por la desigualdad y la represión del Estado, unos 650 kilómetros al sur de la capital chilena se están produciendo una serie de ataques simbólicos.
La semana pasada, unos manifestantes encapuchados en el centro urbano de Temuco derribaron la estatua de Pedro de Valdivia. Celebrando el derrumbe había personas vestidas con el tradicional poncho y cintas para la cabeza del pueblo indígena mapuche. Al caer la estatua del conquistador español del siglo XVI, comenzaron a pisotearla y a golpearla con palos de madera.
En la ciudad de Concepción, fundada por Valdivia en 1550, una multitud derribó el busto del colonizador para empalarlo en una estaca y quemarlo a los pies de otra estatua, la del jefe mapuche Lautaro, su histórico rival.
En la cercana ciudad de Collipulli el busto de bronce del general Cornelio Saavedra, conocido por liderar la sangrienta “pacificación” de las tierras mapuches en el siglo XIX sufrió un destino similar.
La más espectacular de todas fue la decapitación en Temuco de la estatua de Diego Portales (1793-1837), fundador de la ciudad. Su cabeza terminó colgada del brazo del guerrero mapuche Caupolicán, a cuya estatua también le añadieron la Wenufoye (bandera mapuche).
Las estatuas se están convirtiendo en otro objetivo de los manifestantes durante los disturbios de las últimas semanas, los más graves que ha sufrido Chile desde que terminó la dictadura de Augusto Pinochet. Lo que comenzó como una protesta por el precio de los billetes de metro se ha transformado en un alzamiento en todo el país que exige un cambio radical en el sistema económico y político.
El cruce de acusaciones que han provocado estos ataques a los símbolos del colonialismo español recuerda a los debates de Estados Unidos sobre monumentos a generales confederados y a las polémicas sobre estatuas de conocidos imperialistas y esclavistas en el Reino Unido.
Los analistas conservadores de Chile los llaman actos vandálicos llevados a cabo por “alborotadores profesionales” pero también hay quien los ve como el deseo natural, tal vez demasiado eufórico, de enfrentarse al relato histórico oficial. Según Pedro Cayuqueo, historiador y escritor mapuche, “son actos de un simbolismo muy potente por su rechazo a una versión oficial que ha falsificado y pintarrajeado nuestra historia de una forma grosera. Lo que está pasando es mucho más profundo”.
El derribo de las estatuas también es un reflejo de los profundos agravios que los mapuches sufren en la actualidad. Absorbidos por el Estado chileno a punta de pistola hace 150 años, son el pueblo indígena más grande de Chile: representan un 10% de los 17 millones de personas que viven en el país y llevan desde el siglo XIX sintiéndose perjudicados por un lejano gobierno central.
La desigualdad en la distribución de las tierras, la deforestación, la contaminación y su escasa representación política se agravaron durante el brutal régimen con el que Pinochet gobernó de facto el país entre 1973 y 1990. “Los mapuches llevamos cuestionando el modelo económico y el contrato social heredado de la dictadura desde el día en que volvió la democracia”, dice Cayuqueo.
El descontento a menudo ha desembocado en actos violentos. Desde 2011, los grupos radicales mapuches han terminado con la vida de 20 personas poniendo bombas en más de 900 objetivos, por lo general ranchos y camiones de madera. Al otro lado, la policía militarizada de Chile ha matado a unos 15 mapuches desde 1990.
Hace un año, un tiroteo policial terminó con la vida de Camilo Catrillanca, un campesino mapuche desarmado. El asesinato y la forma en que intentaron encubrirlo después provocó una furia generaliza que aún hoy se siente.
En las protestas de Santiago es posible ver a personas con la imagen de Catrillanca haciendo ondear la Wenufoye pero no hay una relación clara entre el manifestante promedio y los problemas indígenas. Según el politólogo chileno Kenneth Bunker, “la bandera mapuche no puede ser interpretada exclusivamente como un símbolo a favor de la causa mapuche sino como un emblema antisistema”.
Para Bunker, los chilenos de clase trabajadora comparten el desprecio que sienten los mapuches hacia las lejanas élites económica y política, pero su enfado se debe principalmente a los bajos salarios y las pensiones, a una salud pública deficiente y al elevado coste de la educación secundaria.
Aún así, los grupos activistas mapuches que la semana pasada marcharon juntos en Temuco sienten que se abre una oportunidad en la exigencia de cambiar la constitución de la era de Pinochet exigida por el pueblo chileno de forma casi unánime.
El objetivo principal es que Chile se convierta en un “Estado plurinacional”, como la vecina Bolivia, de forma que los pueblos indígenas obtengan mayor autonomía política y el reconocimiento oficial de sus lenguas y costumbres.
Son las mismas demandas que las de comunidades indígenas más pequeñas como la de los diaguitas, una comunidad andina del desierto con unos 90.000 integrantes autoidentificados. En La Serena, al norte de Santiago, los manifestantes también derribaron y quemaron a finales de octubre una estatua del conquistador Francisco de Aguirre. A cambio pusieron la imagen de “Milanka”, una mujer diaguita.
Traducido por Francisco de Zárate.