El pueblo que decidió dejar el oro bajo tierra
Durante 300 años, la leyenda de la Ciudad de los Césares de la Patagonia enloqueció a guerreros y frailes, arrastrándolos, como fascinados, de un extremo a otro de la Patagonia, cuenta el historiador Enrique de Gandía. Llamada también la Ciudad Errante o Elelín, había sido descrita como una ciudad de planta cuadrada, con templos y calles de oro macizo. Algunas versiones hablaban de dos cerros, uno de diamante y el otro de oro.
A principios de siglo XXI, la búsqueda parecía haber concluido con éxito. Pero los exploradores eran esta vez muy distintos. Trabajaban para la empresa minera canadiense Meridian Gold. La Ciudad de los Césares, en efecto, tenía una planta casi cuadrada. No tenía calles de oro, pero sí varios cerros alrededor. Los 30.000 habitantes de la ciudad ignoraban que uno de los picos que veían todos los días, a seis kilómetros de distancia, estaba lleno de oro. La población de Esquel tampoco sabía que en su tranquilo pueblo se libraría la primera gran batalla contra los nuevos conquistadores.
Cianuro y almendras
El hallazgo pudieron leerlo todos los habitantes de Esquel en el diario. Una mina de oro, inversiones y 400 puestos de trabajo. Un panorama prometedor, sobre todo para los 6.000 desempleados que había en la ciudad en 2002. Para presentar el proyecto, la empresa convocó a una primera reunión. A Marta Sahores, como profesora de Química en la Universidad de la Patagonia, le entró curiosidad. En la entrada a la charla se encontró con otra profesora de la facultad. Se sentaron juntas. La sala estaba llena.
–El cianuro es menos venenoso que la lavandina [lejía] que se vende en los supermercados cerca de las góndolas de la comida –decía un hombre vestido con un traje azul.
Sin duda intentaba evitar una “innecesaria” preocupación por el uso de uno de los ingredientes básicos para la extracción de oro en las minas a cielo abierto. Las dos químicas se miraron. Marta Sahores no pudo evitar levantar la mano. Pero el hombre del traje azul continuaba hablando.
–Cianuro hay en las almendras amargas, en el humo de cigarrillo… Si el cianuro fuera veneno, yo estaría envenenado, porque el azul es ferrocianuro férrico –decía mientras mostraba su traje azul y señalaba a otros oyentes con prendas azules–, y vos y vos y vos…
Las dos profesoras de Química interrumpían, cuando les dejaban. A la salida del acto siguieron hablando. “¡Qué responsabilidad la nuestra!”, dijo Marta Sahores. Eran las únicas dos expertas en química de Esquel.
El local de la Asamblea de Vecinos Autoconvocados contra la Minería está a unos pocos metros de la plaza principal. Mate en mano, Sahores describe cómo se extrae el oro de la montaña en una mina a cielo abierto: explosiones de material contaminante, diques precarios de material tóxico, cianuro, temblores, y el uso de millones y millones de litros de agua por día.
Marta Sahores se acerca a una maqueta de Esquel y de las montañas de los alrededores; entre ellas, el cerro donde Meridian Gold quiso instalar la mina. “Trescientos miligramos de cianuro resultan letales para un ser humano. Iban a usar seis toneladas por día, aquí, a 6,2 kilómetros de la ciudad, con caída para acá”, explica, mientras señala la ruta que tomaría cualquier escape, directo hacia Esquel.
“Vecinos informan a vecinos”
“Era como tener una bomba de tiempo a seis kilómetros”, señala Pablo Quintana, uno de los fundadores de la asamblea. El aumento de las desigualdades, la contaminación y el agotamiento de los acuíferos eran algunos de los motivos para oponerse a la mina. Pero había más razones: según la leyes vigentes, solo el 3% de las ganancias producidas por la megaminería se quedan en el país.
A mediados de 2002, Pablo Quintana y otros conocidos empezaron a reunirse, a hablar por teléfono, a intercambiarse correos electrónicos. En el salón de la escuela nº 205 celebraron la primera reunión. Eran unas sesenta personas. La siguiente semana ya superaban las cien. “A partir de ahí, fue como una bola de nieve”. Se había creado la primera Asamblea de Vecinos Autoconvocados contra la Minería.
La asamblea utilizaba los mensajes de texto, los emails, las panfleteadas, las pegatinas, pero resultó claro que no bastaba. La primera movilización fue convocada para el 24 de noviembre de 2002. Mil personas se juntaron ese día. La situación, seguramente, empezó a preocupar a la empresa porque, revela Marta Sahores, recibió tres llamadas anónimas con amenazas. “Me dijeron que, si no me dejaba de joder con el cianuro, iba a quedar tendida en la plaza”.
Una semana después, la ciudad vivía su segunda muestra de rechazo. Ahora eran 3.000 personas las que gritaban contra la mina en una marcha por el centro. “Ese día quedé tendida en la plaza, pero de feliz, porque había venido mucha gente de la comarca”, rememora Sahores.
El equilibrio de fuerzas estaba cambiando. Con la población movilizada fuera de la municipalidad, el Consejo se vio obligado a convocar un plebiscito. El primer referéndum en Argentina sobre la minería a gran escala ya tenía fecha: el 23 de marzo de 2003.
A medida que se acercaba el día, la tensión aumentaba. La manifestación más multitudinaria fue la del cierre de campaña, el día antes de la votación. Nueve mil personas marcharon por el centro en la mayor movilización de la historia de Esquel. El Gobierno municipal y la minera Meridian Gold, como broche de cierre, brindaron un concierto gratuito en el gimnasio municipal, con bebida y choripán incluidos.
Había llegado el día. “Todos teníamos miedo. No creíamos que hubieran convocado un plebiscito sabiendo que iban a perder. Creíamos que había gato encerrado, que iba a haber fraude. No sé de dónde vino el error de cálculo”, expone Quintana.
Al cierre de la votación, a las 18 horas, el resultado no podía ser más rotundo: 1.500 personas a favor de la mina; 11.062 personas, el 82%, en contra. La victoria se convirtió en festejo. “A la noche, la gente estaba como loca, dando vueltas por todos lados. Yo recuerdo –dice Quintana– salir del local y llegar a la plaza abarrotada de gente, algunos con antorchas, con pancartas, un momento de absoluto festejo”.
El día anterior al plebiscito, en la gran marcha de cierre, Marta Sahores no podía creer lo que veía: “En un pueblo de 30.000 habitantes, había 9.000 en la calle, sin organización, unos hacia un lado, otros hacia otro”. De repente descubrió entre los manifestantes a un grupo de niños, todos equipados con la misma camiseta de fútbol, relucientes. Le entró la curiosidad.
–Chicos, ¿qué pasa?, ¿no estuvieron jugando al fútbol, que están todos limpitos?
–No, estas nos las regalaron los mineros y las guardamos para festejar el triunfo del “no a la mina”.
“¡Eso fue apoteósico! Hubo compra de voluntades a granel, empanadas, asados, vino… Trajeron un conjunto musical gratis. La gente aceptó las empanadas, fue a ver al conjunto que le gustaba, pero luego votó lo que le parecía”, relata Sahores.
A los pocos días, el Gobierno declaró que el proyecto no se iba a realizar. Esquel se convirtió en el primer pueblo de Argentina que consiguió expulsar a una multinacional minera con la movilización ciudadana. Pero no sería el último: decenas de pueblos argentinos como Loncopué, Tinogasta, Chilecito o Andalgalá siguieron su ejemplo. Esquel había demostrado que se podía hacer.