Las manos de Shauzen guían el pespunte con la misma viveza con que se expresa, en perfecto turco, entre dobladillo y dobladillo: “Mi madre era turcomana y mi padre árabe. Y aquí estoy. Ya ves”. No gira la sonrisa. Coqueta, busca su mejor perfil para la foto. “Ahí donde la ves, ¿te has fijado?, en su silla de ruedas, logró escapar hasta aquí desde Latakia”, explica Shaza Barakat.
Barakat. De los Barakat que tuvieron que emigrar de Idlib (ciudad del noroeste de Siria) después de la masacre emprendida en 1982, por Hafez Asad (padre de Bashar Al-Asad), contra los Hermanos Musulmanes. Allí, Shaza perdió a su padre. La última carnicería de los Asad se llevó en octubre de 2012 a su hijo, Omar, y pocos meses después a Aymen, su marido. “Era un poeta y escritor de libros infantiles muy respetado”, relata Shaza sonriente.
“Trabajar cura mi dolor”, concluye Shaza Barakat, que pese a rozar los cincuenta está envejecida por la desdicha. Muestra, orgullosa, el local que ha alquilado cerca de una de las principales avenidas del distrito estambulita de Fatih. Escaparate adentro trabajan Shauzen, Mohammed, Aladín y Mahmud entre hilos y retales. Um Husein cocina y prepara el té. Su pequeña sólo deja de corretear entre las máquinas de costura para rezar.
El local tiene grandes ventanales en el piso que está a nivel de calle. Allí hay, instaladas junto a los cristales, dos máquinas de coser. Flanqueándolas, una gran mesa de trabajo. A su lado, un sofá y una mesita donde descansar. El piso subterráneo, al que se accede por unas empinadas escaleras, sólo tiene una pequeña ventana para recibir aire del exterior. En la otra han instalado un sistema de ventilación que permite airear la zona. En la sala, pintada toda de blanco para combatir la claustrofobia, seis máquinas de coser más alineadas de tres entres.
Sin permiso de trabajo ni estatus de refugiados
En Turquía hay 761 mil refugiados sirios inscritos, aunque todo apunta a que la cifra es harto superior. Ya son minoría los que viven en los 22 campos dispersados por las provincias sureñas del país. Aunque ha invertido en ellos más de 700 millones de dólares (514 millones de euros) de su propio bolsillo, y eso le convierte en el gobierno más generoso de cuantos han acogido refugiados sirios, Ankara –que no les llama “refugiados”, sino “huéspedes”- no les concede el estatus de refugiado de Naciones Unidas.
Los turcos tampoco cumplen aún con la recomendación de ACNUR (Agencia de la ONU para los refugiados) de garantizarles permisos de trabajo. Eso se traduce, sobre los parques y rotondas de Estambul, en cientos de familias enteras malviviendo a base de pedir limosna con la mirada saturada de incomprensión. Sólo en en ciudad hay unos 100.000, según organizaciones no gubernamentales.
Los activistas advierten del grave riesgo de exclusión que están sufriendo los refugiados sirios, que ya han sufrido episodios de expulsión de barrios, palizas e incluso quema de sus chabolas a manos de empleados municipales. La población turca, mayoritariamente opuesta a las políticas aplicadas por el primer ministro Recep Tayyip Erdogan en Siria, no ha mostrado grandes alardes de aceptación de los recién llegados.
Los “elegidos” del proyecto de Shaza
“Los sirios necesitan dinero para vivir”, se justifica decidida Shaza. Por eso abrió, hace un mes, un taller de confección. Es el segundo que impulsa. “Hace dos años abrimos uno en Reyhanli – ciudad turca fronteriza con Siria. Hoy trabajan allí unas treinta viudas, pero hay cien más que trabajan desde su casa. Les damos el material y ellas fabrican piezas a mano. Mira...”, muestra orgullosa, en fotos, tapetes de colores vivos.
Shaza ha redactado un proyecto, elaborado el presupuesto y presentado ante un mecenas. “Conseguí que un sirio residente en Estados Unidos pagara la puesta a punto, el alquiler del local para seis meses y las máquinas de coser”, cuenta. “Cada poco le envío fotos de nuestro trabajo, y pronto vendrá a visitarnos para comprobar que funciona”. Muestra una fotografía en la que aparece, escrito a mano, un balance de cuentas. “Poner a punto y arrancar el taller nos ha costado 25.000 dólares [18.360 euros]”, repasa.
A fin de clonar el modelo que funciona en Reyhanli, Shaza ha elegido concienzudamente a las personas a quien emplear. Um Huseyin, viuda y con un hijo muerto en Alepo, a duras penas puede mantener a su padre enfermo. Mahmud tuvo que escapar de Damasco, para evitar su arresto, dejando atrás a su hija Nagham, una bebé de cinco meses que necesita una operación de espalda. Se maneja bien entre telas, aunque jamás fue lo suyo. Algo más le cuesta a Aladdin, aunque silencioso escucha los consejos del resto para dar puntada con hilo. “Con un poco de suerte, podremos emplear a hasta 20 personas”, celebra Barakat. “Las busco a través de grupos de Facebook, o contactos de conocidos”.
Con el dinero del mecenas compran el material para confeccionar las prendas. Unas treinta túnicas al día y otros tantos chándales. Lo siguiente es darles salida. Shaza consiguió que asociaciones de cooperantes estadounidenses, británicas y saudíes adquirieran las piezas producidas en el taller de Reyhanli. Por ahora ha conseguido que la Fundación de Ayuda Humanitaria (IHH), conocida por haber fletado el Mavi Mármara, compre parte de lo confeccionado.
¿Qué hay detrás del 'Made in Turkey'?
Hay docenas de talleres de ropa esturreados por los sótanos de Estambul, los cuales producen gran parte de la ropa que vestimos etiquetada como 'Made in Turkey'. Algunos son lugares lóbregos, sin apenas ventilación, en los que se trabaja de sol a sol por un sueldo pírrico.
Muchos de los empleados en esos lugares son afganos en situación irregular huidos de su propia tragedia, a quienes también se niega el estatus de refugiado de la ONU. Aunque la guerra siria, iniciada hace tres años y que ya acumula más de 160.000 muertos, también ha arrastrado a gran número de víctimas a estos rincones.
Un sueldo común en cualquier taller clandestino, por diez horas diarias, rodea las 600 liras turcas. El sueldo mínimo interprofesional en Turquía es de 800 liras turcas (277 euros). “En Reyhanli pagamos 700 liras turcas (240 euros) al mes. Pero en Estambul el precio de la vida es mucho más caro, así que debemos pagar más. Aún no sé cuánto podré darles”, piensa Shaza en voz alta. “En unos meses, con la ayuda de Dios, lo podré solucionar”.
“Yo no me quedo ni un céntimo”, se defiende Shaza Barakat, que admite que el Gobierno “mira para otro lado” con actividades como la suya, dada la imposibilidad de registrar a los sirios en la seguridad social. En su taller trabajan unas diez horas. Este medio ha podido constatar que el ritmo de trabajo en el taller de Barakat es notablemente menor que en otro regentado por Harun, un ciudadano de origen afgano que posee un taller en el cercano distrito de Zeytinburnu.
Barakat se queja de que, desde que Arabia Saudí listó a los Hermanos Musulmanes como 'organización terrorista', la financiación de actividades de apoyo a los refugiados como la suya pasa por un momento difícil. “El dinero que llega desde Kuwait no alcanza el 10% del presupuesto total. Y ya no hablemos de Europa. De allí no llega nada”, lamenta. “Los sirios están abandonados por todo el mundo. Su existencia es miserable”. Por primera vez, frunce el ceño y enciende su mirada: “Hago lo que puedo. No puedo ayudar a todos. Ojalá pudiese. Algo es algo. Pero no voy a rendirme. ¿De acuerdo?”.