Acaban de llegar, pero están a punto de marcharse. Al menos eso dicen sus asistentes sociales, porque en este lugar nadie tiene muy claro dónde está ni adonde se dirige. Aunque se trata del inicio de la esperanza para muchos de los que aquí se alojan, este hostal transmite la indefensión del que no quiere estar donde está, pero allí debe permanecer. Les retiene el miedo a regresar al país del que proceden y el temor a lo desconocido, a no saber qué pasará, a entender tan solo una pequeña parte del complicado proceso en el que se embarcaron. Todo volvió a empezar cuando les otorgaron esa tarjeta roja con la que empezaron a llamarles demandantes de asilo. Pero pocos saben con exactitud qué es ese 'todo' que comienza.
Vallecas, Madrid. El nombre del colorido hostal nos da la bienvenida. Estamos en el primer punto donde es trasladado un solicitante de asilo en la capital, pero también en un albergue convencional donde cualquier viajero puede pasar una noche. A simple vista poco tiene de especial, aunque una buena parte de sus habitaciones –financiadas por el Ministerio de Empleo y gestionadas por Cruz Roja- están reservadas para ellos: personas que, una vez admitida a trámite su solicitud de asilo, aguardan una resolución por parte de la Comisión Interministerial de Asilo y Refugio –formada por representantes de los Ministerios de Asuntos Exteriores, Justicia e Interior y Asuntos Sociales, la Secretaría de Estado de Igualdad; y un representante de Acnur, con voz pero sin voto-. Es decir, esperan a que el Estado decida si son declarados como refugiados, como beneficiarios de protección subsidiaria o finalmente como ninguna de las dos cosas.
Aunque en teoría debería estar resuelto en unos seis meses, este proceso en ocasiones llega a durar años. “Aunque se han hecho esfuerzos para respetar los plazos legales, la media se acerca a los dos o tres años. Hoy en día aún se están resolviendo casos de hasta 2007”, asegura Francisco Ortiz, abogado de ACNUR, a Desalambre. Pero aquí sólo vivirán durante unas semanas, mientras llegan los resultados del chequeo médico y hasta que les comuniquen el centro o piso de acogida al que serán enviados, donde sí se alojarán durante los próximos meses. En este primer punto, tienen asegurada la comida, una habitación compartida y el transporte necesario para efectuar los trámites oportunos en la Oficina de Asilo y Refugio, situada en el centro de Madrid.
Estancia de espera
Una vez atravesada una recepción como cualquier otra, accedemos a la sala de espera. No, esto no es un hospital, pero aquí la gente espera. Muchos aguardan para poder hablar con uno de los agentes sociales de la Cruz Roja, otros a que llegue la hora de la comida, y la mayoría espera, sin más.
S. está pendiente de la llegada de uno de los asistentes, tiene que darle un nuevo metrobus. El último se agotó y lo necesita: mañana tiene que recoger los resultados de la revisión médica y acudir a la Oficina de Asilo para continuar con los trámites de su solicitud. El agente llegará en breve al pequeño despacho de la Cruz Roja en el hostal, pero él está nervioso por si ocurriese algo y finalmente no puediese venir. Quizá mañana le digan cuál será su próximo destino, quizá no. “Me han dicho que tengo que hablar con gente de Accem. ¿Sabes quiénes son?”, nos pregunta.
Al Welcome llegan cuando su solicitud ha sido admitida a trámite. “A la hora de valorar una solicitud de asilo hay que estudiar la existencia de un temor fundado de persecución. Para ello tenemos en cuenta dos elementos: por un lado, el temor, que es un sentimiento. Por otro, la situación del país de origen. La suma de ambos puede confirmar que el temor sea fundado. El estudio se realiza desde el propio relato de la historia, para lo que son necesarias una serie de entrevistas y, en ocasiones, la presentación de pruebas”, explica el abogado. “Desde ACNUR emitimos una opinión, que no es vinculante, y la Oficina de Asilo dicta su decisión. Cuando no estamos de acuerdo, lo ponemos de manifiesto y lo discutimos, pero ellos siempre tienen la última palabra”, añade Ortiz.
“Aquí no hay nada que hacer. Comer y dormir, comer y dormir. Quiero saber qué va a pasar conmigo”, nos dice S., sentado en uno de los sillones de la sala del hostal. “Me siento frente a la recepción por si alguien sale a dar un paseo, pero la mayoría de la gente no tiene ganas de hablar con nadie. Cada uno carga con sus problemas. Sabemos que el otro tiene los suyos pero no los solemos compartir”, reconoce S., una sensación transmitida por otros de los solicitantes de asilo con los que hablamos. Él sí lo cuenta, al menos una parte. Nos lo cuenta a nosotros, se lo cuenta a Mara -nombre ficticio-. “Ella es mi madre de aquí”, dice de esta mujer a quien conoció hace dos semanas.
“Yo solo quiero estar en un sitio tranquilo, me da igual dónde. Solo quiero sentir calma”, explica con la mirada clavada en un punto fijo de una sala que, aunque esta llena de gente, parece vacía. “Me quiere mucho”, dice orgullosa Mara, quien con cerca de 60 años está también sola en el Welcome. Ella se despide: después de lograr hablar con el trabajador social, se va a misa, a una iglesia situada a unos 10 minutos del hostal.
S. continúa hablando. Y se atreve a pedir un poco más: “Me gustaría encontrar en España una madre”. Con tan solo 21 años, ha pasado por cárceles africanas acusado de 'ser inmigrante'. Según nos explica, una conocida ONG por la infancia llegó a intervenir para alcanzar su libertad. Muchas de sus frases denotan su sed de cariño, de sentirse arropado. Vivió durante gran parte de su vida en un orfanato, hasta que una mujer le acogió. La expulsión de su país le obligó a caminar la interminable ruta del desierto con tan solo 16 años. “Yo nunca he tenido una familia. Si pienso en mi vida, casi no recuerdo un momento feliz. Quizá solo cuando me cuidó mi 'ex madre', me gustaba que alguien se preocupase por mí”. Contar todo esto no es fácil, sus ojos se empañan y desempañan, tiene que hacer pausas. Como si todos sus problemas se estancasen en su garganta e impidiesen su habla. Hay más cosas, pero no puede seguir.
Su nacionalidad es difusa, no tiene pasaporte, no tiene a nadie en ningún sitio. Llegó a Tarifa en patera. De allí, en autobús a Holanda. “Cuando llegué a España no sabía que podía pedir asilo, no conocía ni siquiera su significado. Fui a Holanda en autobús porque la hermana de un conocido que viajó conmigo en el cayuco podía ayudarnos”. Hasta que dejó de poder. Fue entonces cuando pidió asilo. “Estuve seis meses en un centro de acogida de este país. Pero un día me dijeron que tenía que regresar a España, tenía que volver por donde había llegado a Europa”.
S. pertenece al grupo de los “Dublín”, una palabra formulada por muchos de los afectados con cierto tono de desprecio, de decepción, con la nariz arrugada. Toma su nombre de la normativa establecida por el Reglamento de Dublín, según el cual la solicitud de asilo de una persona debe ser estudiada por el que entró a Europa. Donde su huella esté registrada. Él 'fichó' en Tarifa: vuelta a España, vuelta a empezar, vuelta a esperar. Ahora, en el Hostal Welcome. “¿En Barcelona hay centros de acogida?”, pregunta con ojos de ilusión. Es un ferviente seguidor del Barça desde pequeño. “Cuando veía los partidos en mi país y escuchaba la narración en castellano pensaba: 'esa lengua me gusta'. Nunca imaginé que acabaría aquí”.
Desorientación habitual
Estas idas y venidas, unidas al impacto y temor que suele acarrear un proceso migratorio forzoso provocan parte del estado de desubicación que nos transmiten. “A nivel psicológico están muy desorientados, aunque lleven meses en España”, describe Elena Rodríguez, coordinadora de Psicología de Accem. “Hemos llegado a tener casos en los que no sabían ni donde estaban. El primer paso es ubicarles, y efectuar una contextualización del país de acogida. A esta desubicación se añade un ajuste de expectativas. Muchos, después de mucho esfuerzo, salen de su país pensando que por fin van a recibir protección y se encuentran un proceso tremendamente largo”, añade otra de las psicólogas del equipo.
“A nivel informativo queda mucho por hacer pero creo que el principal problema que debía resolverse es el retraso en las resoluciones”, propone. El abogado de ACNUR añade otro obstáculo: “Todavía no tenemos un reglamento de asilo en España. La ley del 2009 tenía que tenerlo aprobado en mayo de 2010, y aún no ha llegado. Siempre dicen que está a punto, pero han pasado años y seguimos en el mismo estado”.
Dos niños entran corriendo y rompen la relativa calma que reina en la sala. S. juega un poco con una de las niñas, le dice algo en árabe con complicidad, ella se ríe. Su madre les sigue, cansada, después de estar casi 20 días hospedada en el hostal. Pero ya suman siete meses desde que huyeron de Siria. También son 'Dublín', ellos retornaron a España desde Noruega. Llegan de la Oficina de Asilo donde acaban de comunicarle que en breve podrán irse a uno de los Centros de Acogida para Refugiados (CAR) situados en la periferia de Madrid. “Por fin… ¿Sabes cómo es?”, nos pregunta Hana, quien había explicado a los agentes sociales que ahora prefería quedarse en esta ciudad, no quería viajar más.
Siguiente parada: centros o pisos de acogida
Los centros de acogida son “establecimientos públicos destinados a prestar alojamiento, manutención y asistencia psicosocial urgente y primaria, así como otros servicios sociales encaminados a integrar a las personas que solicitan asilo en España y que carezcan de medios económicos para atender a sus necesidades”, según se definen en la página oficial del Ministerio.
Llegamos al centro que la organización CEAR gestiona con fondos públicos en Getafe. Un cartel nos recibe a la entrada: “Por motivo del inicio del Ramadán, la hora de la cena se retrasa media hora”. Mónica López, la directora del centro saluda a uno de los residentes, su aspecto cansado nos hace preguntar “¿Está en Ramadán?”. Ríe: “¡No, no! de hecho, él protesta un poco porque quiere cenar a la hora de siempre”. La complicidad y el cariño entre el personal y los residentes es palpable.
Como en el resto de los alojamientos públicos para solicitantes de asilo, estas personas pueden quedarse durante seis meses, prorrogables a otros seis. En algunos casos, podría concederse una moratoria extraordinaria de unos meses más. Una vez cumplido este periodo de tiempo, en el que el refugiado o solicitante tiene sus necesidades básicas cubiertas –comida, alojamiento, transporte- y una ayuda de 50 euros para sus gastos mensuales, tendrá que marcharse.
“Durante el año que pueden estar aquí, les proporcionamos cursos de idiomas y formativos para introducirse en el mercado laboral, la idea es que antes de que tengan que irse encuentren trabajo y puedan integrarse en la sociedad de forma independiente. Pero dada la situación actual, muchos deben marcharse antes de lograrlo”, explica. ¿Y si acaba el plazo y no tiene trabajo ni recursos para pagarse un piso? Se hace un breve silencio. “Intentamos ayudarles en todo lo que podamos, a veces tenemos recursos de otras ONG, pero se tienen que ir”.
Volvemos al Welcome después de unas semanas. S. ya no está. Aquel día le comunicaron su próximo destino: Asturias. Pero allí, por el momento, tampoco ha encontrado su lugar. “Los trabajadores son amables pero mis compañeros son muy diferentes a mí. Me gustaría sentir la cercanía que te da una madre y hacer mi vida”, nos cuenta vía telefónica. En el hostal la vida sigue, vemos nuevas caras. Hasan es iraní. Su mirada perdida nos resulta familiar, acaba de llegar pero está a punto de marcharse.